El tumor no era el coronavirus

La situación mundial es como una metáfora salida de la irrealidad, difícil de interpretar

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04 de abril de 2020 a las 05:00

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Cuando las circunstancias exigen, mi comportamiento puede ser asimétrico. Pero siempre sigue una lógica interna. Puedo perder fácil la calma en situaciones como: si voy a un restaurante y la lechuga del chivito está marchita, o las papas fritas empapadas en aceite (el mundo actual es tan raro, que resulta cada vez más difícil poder comer unas destacables papas fritas). O si los cinco panchos que pedí llegan a la mesa tibios. No obstante, en situaciones cuando surge una crisis privada o colectiva, suelo ser el último en perder la calma. Tal vez tenga alma de samurái, con anti harakiri incluido. 

En un avión mientras todos gritan por creer que en la feroz turbulencia nos venimos abajo, yo logro cambiar la mente de sintonía, puedo, y me pongo a pensar en instantes futuros mejores, posteriores al aterrizaje. Es una de las cosas que permite la mente; una app a la que no necesitamos instalar. Viene de origen. Y mientras la turbulencia pone a prueba la estructura de la nave, pienso: después de que esta situación pase, me darán al menos como bebida de cortesía dos escoceses del mejor. 

Aunque a mis alrededores hay cada vez menos gente sana, he podido mantener la mente saludable, saludable no solo porque saludo a todo el mundo (es momento excelente para repartir amabilidad), sino porque no he caído aun en el desánimo. En vez de cruzar los dedos o evitar pasar por debajo de la escalera que hay en el fondo, elijo agradecerle a Dios ya que mi fe resiste, ilesa en medio del chaparrón de piedras grandes que caen del cielo (y para peor no hay paraguas que valga, salvo quedarse dentro).

La situación actual me recuerda a la que viví dos décadas atrás, cuando me encontraron un tumor. Una noche estaba bien y a la mañana siguiente desperté con un dolor terrible en la zona baja de la espalda. Terrible es el adjetivo exacto. Supuse que había dormido mal. A duras penas pude levantarme. Los dolores de ese día, fueron también los de los siguientes y de los que continuaron viniendo.

Hasta que hice lo que debía. Llamé y me respondieron, venga enseguida. Una tarde calurosa fui al médico, el primero que encontré y podía recibirme. Tuve la suerte de que me tocara un urólogo excelente. Uno se da cuenta si un médico es bueno por las preguntas que le hace al paciente, en mi caso, un paciente muy impaciente, pues quise saber ya mismo qué tenía. Me dijo lo único que podía decirme: “Vamos a hacer exámenes”. A la mañana siguiente me sacaron sangre, pasé por un escáner, me hicieron orinar en un pequeño recipiente. Una tarde ya tarde, como al día siguiente del día anterior, me llamó la enfermera para informarme. El médico quería verme ese mismo día. 

El viaje de mi casa al consultorio fue una eternidad hacia delante. Imaginé todos los posibles escenarios, incluso de que pudiera ser ese mi último viaje en bicicleta, pues a todas partes voy con ella, mejor dicho, ella me lleva. Su docilidad es admirable. Al abrir la puerta del consultorio, el doctor fue tan seco como la primera vez, aunque no dudé de su profesionalismo. Por el contrario, este se agigantó con las circunstancias que vinieron a continuación. Me dijo que me sentara, que me relajara, lo cual sirvió para ponerme menos relajado que nunca. Después de preguntarme cómo me sentía y de que yo le dijera que mal, que el dolor seguía como si nada, diagnosticó: “Es un tumor”. Por fidelidad a mi estilo, opté por el silencio total. Dejo que la mente reaccione primero, y que recién luego dé cabida a las palabras. Apenas dos instantes después de pensar en lo que había escuchado, quedé congelado en la sorpresa. Seguí más callado que en los dos minutos previos. Ahí me di cuenta al oír. “Los análisis de sangre no son por completo concluyentes, además, a mí me gusta ir a lo seguro, así que no queda otra que operar cuanto antes, entrar (al cuerpo), y ver de qué se trata”. 

Del shock, me quedé mirándolo fijo como al entrenador de fútbol que en un partido difícil hace bien los cambios. Evito los lamentos si aún no es hora, por lo tanto, fui a lo básico. “Doctor, ¿cuándo será la operación y quién la va a hacer?”. Después de “un momento”, que fue un momento corto, porque lo dijo rápido, miró el calendario que había en su escritorio. Mientras yo no paraba de preguntarme y ahora qué, acotó en modo haiku: “Lo opero el lunes”. Era jueves, por lo tanto, sería en cuatro días. Me quedé mirándolo, y como vio que yo no paraba de mirarlo, él también decidió mirarme. Fue su forma de demostrar solidaridad. Lo único que se me ocurrió, fue hacerle la pregunta: “Dígame, ¿puedo jugar al fútbol este sábado? Es que estoy en un campeonato”. Cambiando de mirada con la rapidez de quien cambia de canal, sintetizó: “Puede hacer vida normal, y el domingo prepararse para la operación. Siga las instrucciones que le voy a dar”. No le di un abrazo porque hacía poco que lo conocía, pero su convincente economía de palabras me hizo sentir casi bien de nuevo, al menos durante un ratito lleno de instantes. El hombre en su túnica del color que ya saben, no era pastor de iglesia protestante de los que prometen salvar a la gente con solo una palmada en la espalda, sino un profesional del bisturí que no andaba con vueltas.

El lunes llegó la hora señalada. Acostado en una impersonal cama antes de entrar al quirófano, sentí un frío en serio, pues el aire acondicionado estaba al máximo. Sentí frío, lo único que sentí, un frío de primera vez de algo a punto de ocurrir. Y como nadie venía, y yo seguía inmóvil y solo ahí, para no aburrirme empecé a pensar que quien me iba a abrir era un médico joven, alguien que quizá carecía de experiencia en problemas como el mío, que yo posiblemente era uno de sus primeros conejillos de indias… Pero no pensé en eso más de un minuto, porque desde temprano en la vida aprendí que ningún problema se resuelve pensando solo en el problema. Cuando ya estaba pensando en otra cosa que ahora no recuerdo, apareció una enfermera. Una rubia despampanante. Casi me caigo de la camilla. Por un momento creí que se trataba de Marilyn Monroe o Jane Mansfield (hay sitios donde las resurrecciones son más posibles que en otros), y que había venido a buscarme para hacer algo divertido, aunque dijo que venía para otra cosa: a prepararme para la operación programada para las 10.30 de la mañana. 

Además de hermosa, la mujer destacaba por su amabilidad, por una sonrisa estelar que me sedó antes del somnífero previo a la anestesia. La frase tajante que pronunció, penúltima antes de que yo ya sin ropas empezara a quedarme dormido, me dejó tan mudo como Buster Keaton en su primera película: “Estoy aquí para ayudarlo, si necesita algo pídamelo”. Congelado, desnudo y letárgico como estaba, qué podía pedirle. Había dicho la frase correcta, pero en el momento y lugar incorrectos, demasiado incorrectos para mi yo y sus circunstancias. Anonadado por la insólita situación horizontal que parecía salida de una novela de Henry Miller, solo atiné a decir, cada vez menos en este mundo: “Estoy bien”. No era verdad. Con ella en las inmediaciones, aunque fuese donde estaba, me sentía mejor que nunca. Callada, a la manera de ángel intergaláctico que está aprendiendo un idioma ajeno y por eso tiene poco para decir, clavó la esperada aguja en mi brazo derecho. De tan bien que lo hizo, el pinchazo pareció una caricia al revés. Mientras la somnolencia aumentaba con el paso de las milésimas de segundo, oí cerca mío que una voz celestial que, vaya coincidencia, era la de ella, me decía: “Quédese tranquilo, es joven pero es muy buen cirujano”. No mentía. El “muy buen cirujano” sacó el tumor entero. Hasta ahora, veinte años después, no ha vuelto.

Siento, no sé qué han de pensar ustedes, que estamos –como país y como mundo– en la sala de operaciones de un hospital irreal, esperando a que algo le ocurra a nuestros cuerpos. Anestesiados por la avalancha de hechos negativos, y a la espera de que alguien venga pronto a decirnos, una vez que hayamos pasado por la cirugía, cómo salió todo, y que además nos diga que todo salió bien. Sin que haya un manual de instrucciones para prepararnos, cada uno es responsable de inventarse la mejor enfermera, rubia o morocha, para que la espera sea tan aceptable como las noticias que queremos oír. 

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