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10 de abril de 2020 a las 22:43

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La crisis inaudita que está provocando la pandemia de la covid-19 ha corrido el velo a problemas previamente existentes, que habían quedado ocultos en la sociedad por un largo período de relativa calma en el funcionamiento de la actividad de la economía formal. Superado el trauma de la crisis de 2002, no hubo buen oído para auscultar los ruidos patológicos de la economía informal que hoy le estalla en la cara al país.

Uruguay enfrenta un doble reto: por un lado, que el Estado sin fortaleza fiscal de auxilio a los trabajadores desprotegidos y, por tanto, más vulnerables desde un aspecto económico y también de sanidad; por otro, redefinir políticas que contribuyan a mejorar los indicadores de informalidad que solo reflejan subdesarrollo y una disfuncionalidad del contrato social.

Tan verdadero como que Uruguay tiene una economía informal menor en comparación al promedio de América Latina y que, además, ha mejorado en los últimos 14 años, es que hay alrededor de 25% de trabajadores no registrados en la seguridad social, lo que representa a unas 400 mil personas.

A la economía subterránea se suman otros indicadores sociales que ejercen presión al conjunto de la actividad  económica formal,  como bien ilustró Nelson Fernández en su columna semanal en El Observador, el sábado 4. Junto a los trabajadores en negro, según datos del Instituto Nacional de Estadística de 2019, había 45.600 subempleados y 155.700 desocupados, quienes fácilmente pueden caer en actividades informales, especialmente en períodos de recesión.

Los gobiernos del Frente Amplio dedicaron mucho esfuerzo a aumentar el número de cotizantes al Banco de Previsión Social (BPS), una estrategia que parece haber llegado a su propio techo. El 25% de informalidad no disminuirá significativamente sin un profundo cambio de enfoque en la manera en que se aborda el problema.

La economía informal es una señal de alarma que advierte sobre inadecuadas políticas laborales, tributarias o previsionales y, además, transmite un mensaje sobre la falta de confianza en el Estado de potenciales contribuyentes que hacen una pésima valoración de costo-beneficio y permanecen al margen de la ley. Aunque es un fenómeno multicausal, hay evidencia internacional de que es una reacción de descontento acerca de determinadas políticas. 

El modelo rígido de los Consejos de Salarios y laudos salariales por ramas de actividad y muchas veces sin armonía con la economía real son lanzas que hieren a pequeñas y medianas empresas que no pueden hacer frente a los altos costos de la mano de obra, que no reflejan la productividad de sus emprendimientos. A ello se suma la rigidez de las leyes laborales –que dificultan a las empresas adecuarse a los cambios en los negocios– y una pesada carga impositiva y de tarifas públicas.

Pretender encauzar la informalidad solo en la persecución a los evasores sin resolver las causas de fondo es como imitar a Don Quijote en su lucha contra molinos de viento.

Con la enorme diferencia de que Don Quijote es un personaje caballeresco fruto de la imaginación, y las consecuencias de la informalidad perjudican a los trabajadores que están al margen de los paquetes de ayuda pública, golpean la productividad y el crecimiento de la economía y erosionan al estado de derecho.

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