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El vicepresidente: auge y caída de Dick Cheney, el hombre que invadió Irak

Christian Bale y Amy Adams protagonizan esta comedia negra y política que va camino a recibir varias nominaciones a los premios de la Academia
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08 de enero de 2019 a las 05:04

Acaba de pasar. Primero es uno solo, y parece un accidente horrible, azaroso. Pero el segundo avión lo confirma. Los servicios de seguridad, desesperados, entran al despacho atropellándose contra todo y sacan a las personas a los empujones. Los encierran, rápido, en un bunker que tiene una mesa larga, teléfonos conectados y varias televisiones que retransmiten el horror. Allí tienen que tomar una decisión urgente. Todos los ojos asustados van para la oronda y silenciosa figura que se sienta en el medio de la mesa, con las manos entrelazadas. No habla; mantiene el suspenso. Se pasa la mano por el pelo blanco, peinado al costado como si estuviera lamido por un gato. Mientras, el resto espera con miedo a que tome la palabra. Y en un momento lo hace, el vicepresidente más poderoso de la historia de ese país sale de su introspección y habla. Entre gruñidos y susurros, en las sombras como le gusta él –como siempre le gustó–, cambia el curso de la historia.

Este vicepresidente es Dick Cheney. Y Dick Cheney es uno de los hombres que más influencia tuvo en la configuración del mundo en el que vivimos hoy. En estos días su nombre ya no está escondido en el simbólico puesto de la vicepresidencia; hoy todos saben lo qué hizo y cómo lo hizo. Cualquiera que haya seguido con más o menos interés las noticias internacionales en la primera década de los 2000 conoce bien el papel que jugó en la invasión a Irak, en las medidas gubernamentales de George W. Bush, en sus maniobras favorables a las empresas petroleras interesadas en el fértil Medio Oriente. Pero lo conoció después, porque la niebla burocrática siempre ocultó su influencia hasta que el sistema fue demasiado grande, pesado y turbio como para mantenerlo a flote.

Por eso su figura, hoy, sigue siendo fascinante aún cuando el actual gobierno de Estados Unidos es un cambalache con normas propias. Y esto pasa, a su vez, porque Dick Cheney es un recordatorio de que los hombres sin rostro, o a veces sin demasiada atención, son quienes verdaderamente manejan los hilos del mundo. Cheney era un nombre que evocaba poder y ambición, uno que todavía ve desde su tranquila casa en el estado de Virginia cómo el mundo se mueve al son de los coletazos de sus acciones. Un nombre –un hombre–que extrañamente el cine había evitado. Hasta que llegó Adam McKay y puso a engordar a Christian Bale.

Escalera al Cielo

El hombre ya le agarró el gusto. En La gran apuesta –titulada originalmente The Big Short y nominada al Oscar a Mejor Película en 2016–, McKay contó un inciso de la historia reciente de Estados Unidos de manera bastante original. Con toques de comedia ácida y humor negro, con una metanarración que iba y volvía entre los personajes e invitados especiales, y con la inclusión de varios recursos explicativos que hacían más sencillo el repaso por la crisis de la burbuja financiera de 2009, el director sacudió la cartelera de aquel año. Además de gustar, también logró impulsar su nombre por fuera de la comedia yankee más estricta y reciente, que sus dos –geniales– entregas de Anchorman, la leyenda de Ron Burgundy, había contribuido a gestar. 

La gran apuesta, entonces, posicionó de nuevo a McKay y le dio las armas –y las ambiciones– necesarias para repetir la fórmula exitosa. Y esa es una de las razones por la que El vicepresidente, su última producción, recuerda tanto a aquella clase de economía hiperactiva. Lo que, claro está, no implica que no tenga virtudes propias.

Sam Rockwell como George W. Bush

Con lo primero que se encuentra uno cuando va a ver El vicepresidente, lo que resalta más de todo su entramado, es con un elenco en plena forma física. Esto es, claro, una pequeña licencia metafórica para el texto, ya que la película está encabezada por un Christian Bale extremadamente gordo. Esta transformación –la enésima para un actor que seguramente comience a sufrir algún que otro trastorno físico en algunos años– es el vehículo interpretativo que pone en pantalla a Cheney de manera brillante. Así, Bale hace transitar al político y empresario que hoy tiene 77 años por todas las etapas de su vida adulta, desde su expulsión de Yale por alcoholismo y posterior ruina bucólica en Wyoming, hasta sus épocas de gloria en la Casa Blanca, donde todas las puertas se le abrían, los infartos se le amontonaban y Bush hijo bailaba a sus pies. 

Con Bale también está Amy Adams, que es Lynne Cheney, la esposa del vicepresidente. Adams, una de las mejores actrices de su generación, completa el dúo que le pone cuerpo a la película. Su tránsito por la escalera del poder, las ambiciones compartidas y las estrategias maquiavélicas que nacen de estas dos cabezas políticas son el corazón de una producción que le da tanta importancia a Dick como a Lynne. Al cuarteto ¿del mal? lo completan Steve Carell como Don Rumsfeld –ministro de defensa de Bush y mentor de Cheney– y Sam Rockwell como el propio George W., en un papel hecho a su medida.

Adams y Bale como el matrimonio Cheney

Más allá de los parecidos y las actuaciones destacadas, El vicepresidente engrandece su faena con una edición vertiginosa que hace volar sus dos horas y diez minutos; es, gracias a su velocidad y agilidad, una realización altamente entretenida. Eso también lo logra mechando recursos sorprendentes y extraños, como hacerle varios amagues al espectador o incluir un soliloquio shakespeareano en medio de una discusión de pareja. Justamente allí es donde se le puede achacar algún que otro exceso; hace, en términos futboleros, una moña de más. Aún así sale victoriosa, y se destaca en un enero de amontonamiento de películas en la cartelera local.

Lo más curioso es que El vicepresidente sea tratada como una película “cómica”, mientras en pantalla vemos torturas, atentados y una corrupción política de alto nivel, pero la verdad es que en muchas escenas la sonrisa –e incluso alguna carcajada leve– puede llegar a aparecer y uno se siente bien con ello. De verdad, ver las maniobras de este genio del mal político resulta de lo más divertido, y tiene sentido porque lo que se aprende con El vicepresidente es que con el poder viene el entretenimiento, que es una droga adictiva y que su período de abstinencia es casi tan inaguantable como los demás. Será por eso que todos lo buscan, que la gente hace lo que sea por conseguir y mantenerlo. Será por eso que surgen los Dick Cheney del mundo, por eso que se crean enemigos y guerras imaginarias, por lo que se desestima crisis urgentes y por lo que las historias de auge y caída de estos tótems de las sombras son tan atrayentes. Porque a todos nos atrae el poder. Nos entretiene. Nos seduce.

En carrera
El vicepresidente, seguramente, termine compitiendo en los Oscar. A la Academia le encanta nominar películas sobre su historia reciente y esta ya se ganó un Globo de Oro en la edición de este domingo –fue para Christian Bale–.

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