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La exposición estadounidense a la guerra de información de Rusia

La democracia estadounidense sigue siendo inexcusablemente vulnerable al secuestro

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27 de diciembre de 2018 a las 14:18

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Algunos ahora la llaman una "guerra mundial de información". No se sabe aún si Rusia influyó en la elección de Donald Trump en 2016. Pero ya no es posible negar que el Kremlin está librando una guerra de información multidimensional contra las democracias occidentales. El problema no se limita a EEUU. Otras democracias, como el Reino Unido, los Países Bajos e Italia, también han estado en la mira del presidente Vladimir Putin. Pero el electorado estadounidense sigue siendo el objetivo más consistente, y presumiblemente más maleable, de los esfuerzos propagandísticos rusos hasta la fecha.

Y la amenaza está aumentando. Dos informes esta semana, ambos encargados por el comité de inteligencia del senado de EEUU, han aportado más información. Los informes también definen la negligencia de Washington y Silicon Valley al no tomar medidas correctivas.

El mayor culpable es Donald Trump. A pesar de las conclusiones unánimes de las propias agencias de inteligencia estadounidenses, Trump continúa minimizando el papel de las noticias falsas de Rusia en las elecciones de 2016. Su renuencia a admitir que recibió ayuda en su victoria es comprensible. Pero es menos perdonable su reticencia a tomar medidas materiales para evitar que esto se repita.

A principios de este año, la Casa Blanca rechazó un proyecto de ley bipartidista para reforzar la seguridad electoral estadounidense. La ley habría impulsado la cooperación entre el gobierno federal y los 50 estados estadounidenses, mejorado las auditorías electorales y ayudado a financiar la adopción de máquinas de votación electrónica universales respaldadas por papeletas electorales. La integridad del proceso electoral es una parte primordial de la seguridad nacional de cualquier democracia. La incapacidad de EEUU para actualizar su sistema obsoleto es inexcusable. El próximo congreso debe reanudar urgentemente sus esfuerzos.

La responsabilidad no sólo recae sobre Trump. Ambos informes — del Proyecto de Propaganda Computacional con sede en el Reino Unido y Graphika, con sede en EEUU — son mordaces en su evaluación sobre la renuencia de Silicon Valley a cooperar con las investigaciones. Compañías como Facebook, Google y Twitter proporcionaron datos incompletos y tardaron meses en satisfacer las solicitudes. Incluso entonces, los datos que proporcionaron estaban incompletos.

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Éste ha sido el patrón desde 2016. Tras haber negado inicialmente que habían alojado cualquier intento de noticias falsas, la vergüenza hizo que Facebook y otras compañías se vieran obligadas a tomar medidas correctivas. Lo han hecho en dosis homeopáticas. Los informes muestran que Instagram, que es propiedad de Facebook, ha desempeñado un papel hasta ahora desconocido como vehículo de las granjas de troles de Internet del Kremlin. Es difícil creer que Facebook no supiera esto. Sin embargo, ha sido necesaria la intervención de grupos externos para obligar a las compañías a admitir la verdad. Hasta que Silicon Valley decida ser parte de la solución, continuará alojando el problema. De lo contrario, el congreso podría verse obligado a promulgar leyes que hagan que las plataformas sean responsables del contenido que alojan.

Pero el culpable más intratable es quien consume las noticias. La guerra de información, donde sea que se origine, sigue la máxima de atacar la mayor fortaleza y la mayor debilidad del enemigo. En este caso, se trata de la apertura del mundo occidental. Sin duda alguna, los algoritmos de Facebook y Google juegan con la emoción del sensacionalismo de los consumidores. Las campañas de noticias falsas más efectivas del Kremlin, incluyendo las orientadas a reprimir la participación electoral de los afroamericanos, se han basado en la indignación. Las plataformas de redes sociales luego multiplican el frenesí al ofrecerles a los consumidores enlaces parecidos.

Esta semana, Trump dijo que los algoritmos de los gigantes tecnológicos estaban sesgados en contra de los puntos de vista conservadores. Hay poca evidencia de eso. Tampoco hay un sesgo antiliberal inherente. Sin embargo, votantes de todas las tendencias muestran una preferencia demasiado humana por los escándalos. El problema más difícil no radica en nuestras estrellas — ni siquiera en la Casa Blanca — sino en nosotros mismos.

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