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Gobierno argentino y el campo al borde de la guerra en medio de un boom de precios

Ante las medidas restrictivas de la exportación, los productores de la vecina orilla pronostican el efecto opuesto al buscado por las autoridades

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16 de enero de 2021 a las 05:01

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Tenemos la maldición de exportar alimentos, de modo que los precios internos son tensionados por la dinámica internacional. Es imperioso desacoplar precios internacionales y domésticos, ya que los domésticos deben regirse por la capacidad de compra de los argentinos”. La frase de la diputada kirchnerista Fernanda Vallejos ya rankea entre las más polémicas de este 2021, y eso que tiene otros serios contendientes al título como el presidente Alberto Fernández, que se preguntó por qué los productores agrícolas argentinos se rigen por el dólar cuando sus costos son en pesos, o por qué los consumidores argentinos deben pagar por el asado lo mismo que pagan los alemanes cuando van a una parrilla en Berlín.

Y es que todas estas afirmaciones retrotraen un debate clásico en Argentina: el hecho de ser un país supercompetitivo en materia agrícola y tener capacidad para alimentar a una masa diez veces mayor que a su población de 45 millones de personas, ¿debe considerarse una bendición o una fuente de problemas? Históricamente los argentinos consideraron que su suelo fértil, su clima y su pujanza en materia agrícola era su gran ventaja comparativa. Sin embargo, cada vez son más quienes creen que también puede llevar al país a sufrir la llamada “enfermedad holandesa”. Los economistas llaman así al fenómeno que ocurre cuando un producto de exportación es demasiado dominante en la oferta de un país y produce una suba del tipo de cambio que hace caras e inviables el resto de las actividades económicas. Algunos países combaten ese efecto con la formación de fondos contracíclicos, o simplemente abren la economía para impedir una sobreapreciación de su moneda.

Pero en Argentina hay otras urgencias. De manera que cuando los precios del campo están viviendo un boom, se percibe un peligro inmediato: que pueda producirse un efecto contagio a los precios internos en el rubro alimentos. Fue con esa preocupación que a fin de año se tomó la medida de suspender la exportación de maíz, el principal insumo para alimentar aves, vacas y cerdos. El gobierno temía que la explosión en el precio internacional llevara a una suba en los alimentos para el mercado doméstico, y pensó que el cierre exportador sería la forma de remediarlo.

Lo que ocurrió, más bien, fue una reacción furibunda del campo, que decretó tres días de paro, salió a protestar a la vera de las rutas y trajo reminiscencias de peleas pasadas, como el gran conflicto sojero de 2008. Finalmente el gobierno dio marcha atrás, luego de que los productores dieran garantías de que no habría una disminución en la oferta doméstica. Pero los problemas que el país va a vivir este 2021 ya quedaron a la vista.

Para empezar, la discusión dejó al desnudo que el foco del conflicto nunca fue un problema de oferta. Argentina no está en riesgo de escasez de ese cereal ni tampoco hay riesgo de que, por un incremento en el precio internacional, haya un shock que se refleje sobre los precios del mercado interno. Argentina produce unas 46 millones de toneladas por cada ciclo de cultivos, un crecimiento de 60% respecto a 2015 que se dio por la quita de regulaciones. De ese total, no más de 38 millones de toneladas están destinadas a la exportación. La excusa oficial para el cierre exportador era que quedaban existencias por 4 millones de toneladas y que se buscaba asegurar la provisión al mercado interno, en una época del año en que el maíz tiende a escasear por cuestiones estacionales.

Pero el Centro de Exportadores de Cereales afirmó que todavía quedan 10 millones de toneladas y que no hay peligro de faltantes.

Por otra parte, hay informes que demuestran que el costo del maíz, usado como materia prima en la industria, la producción láctea y la cárnica, no supera el 10% del valor final al consumidor, mientras que la carga impositiva sí representa un grueso en el precio. Por tanto, si se genera un efecto de recorte de precios por trabas a la exportación, no impactaría significativamente en el precio final de los alimentos, el supuesto motivo central de preocupación del gobierno. En cambio, la desgravación impositiva sí tendría incidencia sobre los precios de alimentos, pero se trata de una alternativa difícil de asumir políticamente para un gobierno que se ha fijado como una de sus prioridades de este año un fuerte incremento en la recaudación fiscal.

“Al precio que se les dé la gana”

Cuando a Alberto Fernández le aseguraron que no habría una caída en la oferta de maíz, dijo esta sugestiva frase: “Garanticen a los argentinos lo que los argentinos consumen y el resto exporten todo lo que quieran al precio que se les dé la gana”. Y ahí está una de las claves del conflicto que se insinúa: los productores no pueden vender al precio que les da la gana ni sacar todo el provecho del boom de los commodities agrícolas en el mundo.

En la soja, el producto estrella del menú exportador argentino, se está viviendo una suba de precios como no se veía desde 2014 y su precio pasó largamente los US$ 500 la tonelada, algo que hasta hace pocos meses parecía imposible. Y ahí ocurre una situación dual. Para el gobierno es un motivo de festejo desde el punto de vista del ingreso de divisas y también desde lo fiscal. De hecho, los funcionarios del equipo económico están revisando sus números al alza.

El aporte de divisas será mayor al esperado y, según la Bolsa de Comercio de Rosario –que hizo este cálculo antes de la última suba– solamente el complejo exportador sojero podría aportar un 37% más que en 2020. Hablando en plata, más de US$ 21.000 millones. Si se considera toda la exportación agrícola, el ingreso de divisas sería de unos US$ 35.000 millones si el clima acompaña. Y las lluvias de los últimos días parecen confirmar que quienes afirman que “Dios es argentino” tienen nuevos argumentos a su favor.

Juan Samuelle

Para un país con urgencia por reforzar la castigada caja del Banco Central y en permanente tensión cambiaria, esto suena como una lluvia en medio del desierto. Pero además del refuerzo de reservas está la cuestión fiscal, porque cada poroto de soja que sale del país le deja un tercio de su valor al Estado por retenciones, aparte de otros impuestos. Además, están las restricciones cambiarias: si un productor quisiera comprar divisas tras vender una tonelada de soja –y una vez restadas las retenciones y convertidas compulsivamente al tipo de cambio oficial– solo podría adquirir US$ 200.

Profecía autocumplida

Con este panorama, lo último que podría pensarse es que los funcionarios están preocupados por la situación. Sin embargo, eso es lo que está ocurriendo. El problema es que, justamente por las distorsiones que provoca la política cambiaria, se terminan alterando la oferta y la demanda. Esa falta de maíz que denunció el gobierno dejó en claro que los productores estaban demorando sus ventas, especulando con la posibilidad de una devaluación.

Es todo un clásico argentino cada vez que se produce una gran brecha entre el tipo de cambio oficial y el paralelo: todos tienen la expectativa de que esa situación no podrá durar mucho y que entonces habrá una devaluación que volverá a cambiar la relación de precios. Y en consecuencia, hay un estímulo para que los importadores adelanten compras y los exportadores demoren sus ventas. Algo de eso ya se está viendo en los últimos reportes de comercio exterior; la importación sube rápidamente mientras que la exportación cae, lo que pone en riesgo el propósito oficial de generar un saldo comercial de US$ 15.000 millones en el año.

Esto deja al gobierno ante un dilema: si estimula la exportación, favorece sus necesitadas cajas fiscales y de reservas. Pero si convalida esas subas de precios, corre el riesgo de un efecto contagio sobre los productos de consumo interno. Es ahí donde aparecen las medidas intervencionistas, como la que afectó al maíz en las últimas semanas. Y se especula con nuevas reglas para el trigo y la carne. Los antecedentes muestran riesgos vinculados a estas políticas, porque desestimulan la producción y terminan provocando, como en una profecía autocumplida, la escasez y suba de precios que querían evitar.

Sojización involuntaria

La paradoja mayor es que todos los productores que huyeron de los rubros regulados –maíz, trigo, carne– corrieron a refugiarse en lo seguro: la soja. Con ciertas facilidades climáticas y de infraestructura que las hace más convenientes para defender la rentabilidad, los productores se pasan a este cultivo que ahora explota en el mercado global.

En contradicción con el discurso de un gobierno que aboga por la “industrialización del campo” y la “diversificación”, y que se manifiesta contra la “primarización” de las exportaciones, el resultado de las políticas es una supersojización.

Los expertos califican esta situación como una verdadera tragedia. Desde el punto de vista económico, recuerdan que la soja se ha transformado en la verdadera moneda para el arriendo de la tierra. Es decir, el campo arrendado subirá cuando suba la soja, aun si el productor se dedica a otro cultivo que no siga la misma evolución de precios. Esto implica el riesgo de que disminuya la producción en trigo y maíz, lo que tiene consecuencias en los suelos y una pérdida de potencial productivo.

La pelea que ocurre hoy en Argentina es extraña: el gobierno ve en el campo a un factor que puede, simultáneamente, ser motor de reactivación y aliciente para la inflación. Todo indica que se volverá a los conflictos sobre las regulaciones, con la consecuencia de una sojización involuntaria y pérdidas de oportunidades en el mercado internacional. 

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