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Gracias, Chernobyl

Hay que valorar que la serie muestre los devastadores efectos de las mentiras en el ámbito de la política
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27 de junio de 2019 a las 05:01

Cuando el 28 de abril de 1986, los sensores de una planta nuclear de Suecia, alertaron al mundo sobre las grandes dosis de radiación registradas sobre Escandinavia, el régimen soviético comenzaba a resquebrajarse. Era, el principio de su final.

La explosión de un reactor de la planta Vladimir I. Lenin, ubicada en Chernobyl, ocurrida en la madrugada del 26 de abril de aquel año, lanzó al aire partículas radioactivas que habrían de causar horribles muertes inmediatas, a quienes se expusieron al incendio y a los que ejecutaron las posteriores medidas desesperadas, que buscaban contener las emisiones del núcleo del reactor, abierto al cielo y generando el equivalente a cuatrocientas bombas atómicas de la que fuera lanzada sobre Hiroshima en agosto de 1945. Desde helicópteros, días después, se buscaba cubrir a las emanaciones, mediante una mezcla de arena y boro. Mientras, en Moscú, el gobierno de los Soviet, presidido por Mikhail Gorbachëv, buscaba cubrir otra clase de escapes, igualmente peligrosos para la supervivencia de la URSS, como lo era la imparable verdad de lo que acontecía.

Con apenas cincuenta y cuatro años, Gorbachëv había asumido el poder, como secretario general del Partido Comunista en marzo de 1985, sucediendo a Konstantin Chernenko. Su nombramiento –recordando que en la Rusia comunista el pueblo no elegía a sus gobernantes- significó un recambio generacional, de una gerontocracia que se había quedado sin aliento y sin orientación política ni económica para dirigir un sistema bajo el cual se agitaban fuerzas subterráneas, alineadas con las transformaciones de la modernidad de Occidente y el surgimiento de un nuevo escenario asiático. No mucho antes, en 1982, el antecesor de Chernenko, Yuri Andropov, había intentado regresar a un estado de cosas alineadas al estilo de Joseph Stalin, aplicando una política de severidad para con la sociedad rusa, con tales efectos, que dentro de sus principales víctimas se encontraban las mujeres, quienes en sus roles de esposas y amas de casa y en palabras del historiador Robert Service, “debían salir a trabajar además de encargarse de las tareas domésticas”, siendo éstas difíciles de realizar, cuando debían hacer las colas en las tiendas “salvo que se pudieran tomar un tiempo de sus horas de trabajo”, exponiéndose a ser sancionadas.
Mientras en Moscú comenzaban a registrarse estos cambios internos, de los que gradualmente surgirían los procesos de perestroika y glasnost, entendidos como “reforma, apertura y transparencia” y a las que la catástrofe nuclear les impondría una intensidad mayor por el simple impulso de los hechos, en el mundo exterior estaban en curso otras realidades, las que también contribuirían con la debacle final soviética. 

En Washington, el presidente Ronald Reagan comprendió que en Gorbachëv había un interlocutor con los méritos suficientes como para apostar a un giro positivo y auspicioso en las tensas relaciones entre ambas potencias. Tras seguir una carrera armamentista que los Estados Unidos impusieron a la URSS, la que a la larga no podría mantener por claras limitaciones económicas y tecnológicas, a partir de 1986 otro fue el clima vincular. Un segundo factor provino de Europa Occidental. En Londres, gobernaba la “Dama de Hierro”, Margaret Thatcher, quien ya le había quebrado el espinazo al sindicalismo extremo y recalcitrante, opuesto a las necesarias reformas que Gran Bretaña necesitaba para salir de su estancamiento de la post-guerra. 

Al igual que Reagan, la primera ministra vio en Gorbachëv la oportunidad de fomentar la apertura de Rusia y su desprendimiento de la tiranía comunista. Pero indudablemente, quizás un agente fundamental que encendió la chispa con la que detonó la implosión del comunismo desde los estados satélites soviéticos de la Europa del Este, fue el papa polaco, Karol Wojtyla. A partir de su primera visita a Polonia, en 1979, Juan Pablo II comenzó a sembrar un hálito de esperanza, con la fe como elemento unificador de una sociedad que deseaba liberarse.
En abril de 1986, el destino había alineado a cuatro de los principales protagonistas sobre quienes, en sus distintas acciones y aproximaciones, se respaldaron parte de las energías que contribuyeron al derrumbe del marxismo-leninismo. Otro de los factores sería el forado que abrió el reactor de Chernobyl, dejando paso a la verdad sobre las mentiras que el aparato comunista empleaba como parte esencial de su modus operandi, para derribar cualquier asomo de libertad interna y levantar en su lugar, muros de engaños y controles, con los que sometieron a millones de personas a lo largo de setenta años. El bloque soviético cayó por el propio peso de su imposibilidad, como un castillo de naipes construido mediante el engaño y la represión en sus diversas gamas de agresión y violencia.

Con dolor y como humanidad, en el accidente de Chernobyl, es necesario reconocer el valiente sacrificio acometido –y bajo engaño en muchos casos- por miles de personas que arriesgaron y entregaron sus vidas, evitando un desastre aun mayor y de impensables consecuencias para el mundo. Como una espantosa tragedia, ésta sirvió para desnudar al comunismo en sus perniciosos vicios y a prevenir estragos similares.

Pero también, hoy debemos agradecer a la exitosa miniserie de HBO, la que trajo a nuestro volátil presente, una descripción casi perfecta de la realidad del pasado, y que, más allá de sus licencias narrativas a favor del genuino dramatismo, nos recuerda del devastador efecto de las mentiras en la política, ahora en versiones de “fake news”. Así lo expresa Valery Legasov, una de sus víctimas,  en el último capítulo: “Con cada mentira que decimos, incurrimos en una deuda con la verdad. Tarde o temprano, esa deuda se paga”. 

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