Opinión > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

La belleza del agua enardecida

Las catástrofes naturales generan una estética con su propio canon
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03 de septiembre de 2017 a las 05:00
Fueron las historias contadas por mi padre en mi infancia las que me permitieron imaginar el escenario de lo que puede llegar a ser una catástrofe natural de dimensiones épicas. En mi niñez me hablaba de sus peripecias en el interior del Uruguay, cuando durante las hasta hoy famosas inundaciones de 1959 vendía seguros en pueblos que terminaron tapados por el agua. Un día, camino al pueblo de Ecilda Paullier, mientras intentaba cruzar un arroyo, la corriente embravecida arrastró su camioneta Panard celeste, salvándose de milagro.

Puesto que Uruguay no es un país caracterizado por tener un clima indómito, con tornados y huracanes como los que azotan a otras partes, los siguientes escenarios de desastres naturales no los vi ni viví en vivo y en directo, sino en superproducciones de Hollywood, las cuales, más allá de la sobredosis de inverosimilitud que presentan, logran generar interés y entretenimiento por dos horas, mediante la coartada simple de que cualquiera en cualquier parte puede ser víctima de una catástrofe asociada a la naturaleza.

Esta semana, sin embargo, por primera vez he sido testigo de los estragos que puede ocasionar la naturaleza cuando pierde control de sí misma. El huracán Harvey me encontró en una parte de Texas donde el viento feroz y la lluvia a todo dar estuvieron activos por casi una semana continua, dejando a su paso miseria y destrucción.

Por un rato, la vida conoció la eternidad de un desastre natural, llamado esta vez huracán Harvey. Para tener una idea, cayó más de un metro de agua y esta se llevó todo lo que encontró a su paso. Fue un tsunami con otro nombre.

Tal como el arte me lo había enseñado con rigurosa precisión, constaté que también de ese tipo de destrucción brutal emerge una belleza poderosa, una estética del desastre sin parecido con ninguna otra. Hubo muertes (aun no terminó el conteo), ruina material absoluta, pérdidas por valor multimillonario, y el anuncio de que la recuperación definitiva de las consecuencias puede llevar meses, años incluso.
Igual así, la belleza, una belleza ajena a parámetros, estuvo presente, como si no quisiera que la muerte fuera la única de la historia en tener protagonismo. En el agua del mundo cabe absolutamente de todo: la dicha y el horror, la resignación y la esperanza, la paz y el espanto. "El agua jamás adaptada a la mente o la voz", dice el verso de Wallace Stevens.

El agua convertida en caos y liberada de todo fin utilitario (el que puede tener, por ejemplo, en la ducha o en una represa), ha tenido lugar preponderante en el arte, sobre todo a partir del siglo XVIII.

Fue Katsushika Hokusai (1760-1849) uno de los primeros en representar unas aguas enfurecidas al acecho y con forma animada, tal cual no lo son la mayor parte del tiempo. En su obra más citada, el grabado en madera La gran ola de Kanagawa (al parecer, de 1831), vemos el agua inmensa, una pesadilla tomando forma, a la que de lejos vigila el monte Fuji, esa gran declaración de principios del paisaje japonés, en el cual puede caber, si se lo propone, la nación completa, el archipiélago íntegro, al menos la imaginación de ese país al unísono.

Por ese entonces, el Romanticismo europeo, maremoto estético del cual aún no hemos salido del todo, encontró también en las aguas desbordadas el lugar propicio donde mirada e imaginación pueden nadar juntas, y hasta compartir el hundimiento de una belleza inhallable y a contracorriente. Los cuadros de Caspar David Friedrich (1774-1840) no son la excepción. Antes, en El naufragio, de 1772, otra obra admirable, Claude Joseph Vernet (1714-1789) puso a la tierra, al mar y al cielo, que ese día se encontraba nublado, juntos y cómplices como nunca antes habían estado con esos colores.

Décadas después, en Le Radeau de la Méduse (La balsa de Medusa, 1818-1819), Théodore Géricault representó la vida del agua oceánica tras un naufragio, y para destacar la magnitud emocional de las horas de supervivencia recurrió a un enorme formato pictórico, a un volumen de color extraordinario, tremendo tamaño de visualidad.

Mediante el testimonio de su imaginación en estado de alerta quiso evidenciar que nada ordinario puede haber luego de que el agua se sale de sus carriles. Nadie la detiene cuando sale a ejercer su libertad a tutiplén. Describir un incidente aislado de la tragedia marina le sirvió al artista francés para rescatar la influencia emocional que la naturaleza tiene cuando se manifiesta sin pudor y obliga a prestar atención a su desmesurado desorden en actividad.

A pesar de la gran suma de obras maestras relacionadas al agua que el arte universal ha creado, al ver en Texas a tanta gente trepada a la azotea de su casa intentando salvarse mientras las aguas no siguieran subiendo, recordé el mérito documental y detallista de un cuadro realista y poco conocido, más bien bastante desconocido (está en el museo de St. Louis, Missouri).

The Mississippi (1935) fue pintado por John Steuart Curry (1897-1946), artista estadounidense hoy caído casi en el olvido, aunque en verdad siempre lo estuvo, pues su fama, si es que llegó a tenerla, fue efímera: de las que pasan desapercibidas.

En el cuadro, representante de la estética del "regionalismo americano" de la primera mitad del siglo XX, hay una familia negra (el hombre, la mujer, y sus cuatro niños), trepada al techo de una precaria choza.

Tal parece que ese día –podría ser una de las interpretaciones– el agua quería estar donde todo el mundo estaba: a la altura de las circunstancias. ¿Habrá sido su exceso de sociabilidad lo que la hizo aparecer como destructiva? Vaya ironía: las líquidas aguas convertidas en convidadas de piedra.

Las aguas crecen, están en eso, y, viendo la ondulación embravecida de las olas que Curry representó tan bien, como si hubiera estado presente (tal vez en el cuadro, Curry sea el padre o uno de los hijos), todo indica que el fin en forma de agua tragándose a la gente se aproxima. Se viene, aunque en verdad ya llegó.

El hombre reza, ruega, y mira al sordo cielo nunca protector como buscando imposibles respuestas. No sabemos si las tuvo antes de ser sometido por las furiosas aguas. La mujer, con la cabeza gacha, muestra un rostro de resignación, igual al que tienen los boxeadores cuando cayeron a la lona y les contaron diez.

Los niños, con gestos compungidos, parecen haber aceptado que aquello, esa escena de horror en proceso, no es un juego divertido, aunque haya agua de por medio como la hay en los charcos para saltar y en las piscinas adonde vamos a zambullirnos en verano.

Todos, juntos y por separado, están con el agua al cuello y con el cuello en el agua. ¿Vendrá la muerte con el nombre escrito de ellos, o seguirá de largo? ¿O ya vino y ese techo con ellos encima fue lo único que dejó vivo? A la derecha del cuadro, un tornado se aproxima.

Para complementar la escena, me vino a la cabeza un verso de Carl Sandburg, poeta de Chicago, quien en uno de sus mejores poemas escribió: "Somos un animal marino que repta por tierra buscando volar".
En Texas hubo gente encima de las azoteas, trepada a los árboles, desesperada por haber perdido todo, porque temían perder también la vida, lo único casi que les quedaba. Algunos querían volar. Lo intentaban. Pero el agua les había arrancado las alas.

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