Se suele creer que las leyes económicas son permeables al voluntarismo, las esperanzas y las decisiones del pueblo y los políticos. Según esa superstición, basta con votar por cierto partido, tomar ciertas medidas y declamar ciertos principios enfáticamente, para que mágicamente la realidad económica cambie de acuerdo a los deseos de la mayoría electoral. Casi luce insensato no aplicar un criterio tan sencillo para lograr el bienestar general de una buena vez.
La columna tiene el triste deber de informar que no es así. Las leyes económicas no son ideológicas. Describen el comportamiento de las sociedades en estado de libertad. A cada acción se producirán determinadas reacciones y efectos. Y eso vale aún para las grandes potencias, aunque los efectos tarden más en notarse. Por eso, cuando a lo largo de la historia se trató de alterar esas leyes sin computar las consecuencias negativas, se terminó recurriendo al totalitarismo para obligar a los pueblos a adaptarse a las decisiones del estado.
Los economistas matemáticos, Leontiev, Keynes, Nash, y sus modernos seguidores, alentaron la idea de que la ortodoxia se podía alterar con manejos de agregados o de variables, pero no tuvieron mejor resultado que cualquier martingala en el casino. Cuando se aplicaron algunos de esos trucos de magia hizo falta el totalitarismo para forzar a la población a comportarse según las ecuaciones. Se incluye como totalitarismo el odio, y el miedo inducido a un enemigo externo, al terrorismo, a una crisis, a tener que competir, a la desprotección.
Y el peor de todos los totalitarismos, el más despiadado e inhumano, el más cruel populismo, es la negación de educación, la deseducación deliberada en el formato que fuere, la mayor fábrica de pobres y marginales.
Las elecciones gemelas rioplatenses plantearán de nuevo esta misma discusión económica, con igual resultado. Pero cada vez con más atraso. O peor, casi no se hablará de la economía en concreto, porque lo que hay para prometer es una mentira, o no le gustará a nadie.
Uruguay y Argentina encaran el nuevo mandato con herencias que requieren grandes correcciones antes de empezar a hablar de grandes propuestas. Ambos desperdiciaron un momento de gloria en los precios de su producción primaria, sin construir nada con esa bonanza. Peor, los dos agrandaron el estado irresponsablemente y repartieron condiciones laborales y jubilatorias insostenibles.
Se enfrentan a un mundo que no les hará la vida fácil para salir de su esclavitud decimonónica estilo proveedor de aceite de copra. Estados Unidos y China terminarán creando un mercado regulado entre ambos que reducirá las oportunidades de terceros de exportar cualquier bien.. Argentina ya está pagando un duro e inevitable precio para solucionar el descalabro kirchnerista, más el descalabro de la reacción tardía macrista. La recesión será larga, los cierres de empresas están golpeando, igual que los aumentos de impuestos que además del cachetazo sobre el sector privado, único pagador del ajuste, no se diseñaron teniendo en cuenta los desestímulos que provocan, sino la recaudación. La solución de alto vuelo del gobierno fue decidir que en la campaña no se hablará de economía. La oposición hablará de economía, pero tampoco propondrá cambios concretos, ni escandalosos. Está atrapada entre la desconfianza internacional que se ha ganado y la posibilidad de que le estalle cualquier promesa en la mano si gana las elecciones, por incumplible.
El nuevo gobierno está condenado a pagar los efectos de las decisiones económicas de los últimos quince años. No se pueden borrar, ignorar ni hacer desaparecer por ley. Macri ha dicho que si gana, hará “el primer día todo lo que hay que hacer “. Remanido y tardío, además de poco creíble con un Congreso seguramente dividido y la CGT y organizaciones marginales en las calles. El peronismo no es democrático cuando pierde, se sabe. Y si gana, su futuro sigue siendo un ajuste serio o el default, que esta vez no será manso ni fácil. Las dos fuerzas ya exploran nuevos impuestos que resulten más o menos populares.
Uruguay tiene una situación similar, aunque no tan explosiva. Al límite de su crédito externo y de un déficit tolerable, con un gasto público y un sistema estatal ineficiente y un escuálido sector privado, se viene sosteniendo sobre la base de aumentar impuestos mientras cae su empleo privado y se alejan las inversiones, a la vez que las estatales empiezan a mostrar resultados negativos, como ANP, que busca las razones de su fracaso en todas partes menos en el sistema laboral intocable.
El Frente tiene poco para decir sobre economía en la campaña. Salvo prometer más impuestos a alguna clase odiada, inventar algún cruel enemigo externo o agitar algún resentimiento. Sus adversarios deberán optar por proponer un ajuste del estado o recurrir a alguna originalidad que todavía no se advierte cuál puede ser. Para algunos economistas, “ajuste” también implica crear más impuestos, al estilo Macri. Ni el achique de gasto ni nuevos impuestos parecen fáciles de proponer.
El 2019 será, igual que en el país vecino, un año de mediocridad económica y de ideas. La calificadora Fitch advierte sobre la idea de bajar impuestos porque podría afectar el grado inversor. Supuestamente espera que Uruguay se siga endeudando, una prestidigitación que no suele salir bien. 2020, con cualquier gobierno, no ofrece mejores perspectivas que en Argentina.
Las leyes económicas se cumplen con inexorabilidad. Por eso muchos jóvenes han vuelto a votar anticipadamente con los pies. La pregunta no debería ser quién gana, sino quién tiene alguna idea nueva coherente para proponer, basada en la realidad, no en la dialéctica voluntarista.