Camilo dos Santos

La fiebre amarilla de 1857 y el coronavirus de 2020

Desde el siglo XIX los uruguayos no padecían una pandemia tan temible como la actual

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29 de marzo de 2020 a las 05:00

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Por Pablo Brugnoni

El temor generalizado al contagio de una enfermedad pandémica no habitaba en nosotros, los uruguayos, desde el siglo XIX. Cuando creíamos haber dejado atrás aquellos momentos de desconcierto y muerte que periódicamente sufrían nuestros lejanos antepasados, el coronavirus covid-19 apareció por sorpresa, transformando de manera excepcional nuestras formas de convivencia.

El mayor brote epidémico de la historia uruguaya fue la fiebre amarilla de 1857, que asoló las calles de Montevideo y mató entre 1200 y 1500 personas. Se sospecha que las primeras víctimas fueron tres boteros contrabandistas que visitaron el bergantín danés “El Correo”, fondeado en el puerto con la prohibición de desembarco porque tenía enfermos a bordo. Rápidamente, la incertidumbre abrumó a la ciudad atacada. Antes de la concepción microbiana que hoy es aceptada en medicina, predominaba la teoría miasmática, que atribuía la enfermedad a las emanaciones de los suelos, el fango y el agua estancada. Será recién en 1881 que el médico cubano Carlos Finlay descubra que el vector de la enfermedad es el mosquito Aedes Aegypti; pero en aquel Montevideo de 1857 los orígenes del mal (al que las autoridades de la época llamaron crípticamente fiebre gástrica) eran desconocidos. 

A diferencia de otros desastres, que muchas veces constituyen una oportunidad para exaltar la solidaridad, las epidemias suelen disminuir la confianza interpersonal. Los pocos vecinos que quedaban en Montevideo evitaban saludarse, y en el interior del país se organizaban grupos para restringir la llegada de personas de la capital: las medidas iban desde la prohibición del ingreso hasta la obligación de bajar de los carruajes y recorrer largas distancias como una prueba de buena salud.

Las familias con recursos para hacerlo, salieron del casco urbano; algunas a sus quintas de Paso del Molino, modelando definitivamente las características de esa zona. Muchas autoridades también huyeron, incluyendo al Presidente de la República, Gabriel Pereira, que se recluyó en su casa de campo. En esa ciudad vacía, el Ministro de Gobierno, Joaquín Requena, asumió la responsabilidad de la respuesta, enfrentando a la Junta Económico Administrativa, que buscaba un nuevo rol de liderazgo, reivindicativo del gobierno local y participativo en oposición a las autoridades nacionales (las Juntas habían sido creadas en la Constitución de 1830, pero sin competencias claras).

La epidemia también habilitó, por primera vez en la historia uruguaya, un conflicto abierto entre los masones (que debutaron públicamente durante la epidemia por medio de la Sociedad Filantrópica) y los jesuitas. Fue el inicio del debate que jalonó el proceso de  secularización de las siguientes décadas. Masones y jesuitas fueron reconocidos por su compromiso y coraje en la lucha contra la enfermedad y protagonizaron un trascendente intercambio religioso y filosófico respecto al tipo de solidaridad que debía regir el orden social: por un lado, la idea cristiana de caridad, que era consustancial al sistema colonial y que, en gran medida, permanecía vigente hasta ese momento y, por otro, la idea de filantropía, que era la desafiante y que en su avance empujaría la particular secularización uruguaya.

La ciencia política dispone de herramientas teóricas para estudiar cómo los desastres, facilitan el cambio institucional. En las grandes crisis, la incertidumbre diluye las instituciones y confunde a los individuos; las ideas pasan a ser una referencia básica, porque pueden proporcionar un diagnóstico coherente de lo que ha salido mal y de cómo debe arreglarse. Por tanto, si en una crisis se promueven ideas que permiten interpretar ese contexto incierto e identificar opciones de cambio, es posible esperar una coyuntura crítica en la que la posibilidad de innovación política aumente en forma súbita, aunque transitoria1 .

La fiebre amarilla de 1857 generó tanta incertidumbre que las instituciones (la Iglesia Católica y el Estado central, en los dos ejemplos señalados) se debilitaron como orientadoras de la conducta de las personas; lo sólido se volvió fluido y en esa coyuntura cobraron especial relevancia pública aquellos que plantearon alternativas: la Junta Económico Administrativa propuso un mayor protagonismo de los gobiernos locales y la masonería propuso una nueva forma de la solidaridad. Los ecos de esos discursos innovadores pronunciados durante el desastre quedaron resonando en el ámbito público y fueron factores fundamentales para la descentralización y secularización, que se consagrarían más adelante y que hoy permanecen como nuestras marcas de identidad.  

La epidemia actual, igual que la de 1857, está cargada de incertidumbre y pone a prueba las capacidades de respuesta del Estado y la sociedad. Es esperable que, así como ocurrió hace más de ciento sesenta años, los discursos que en este contexto excepcional propongan alternativas persuasivas en algún ámbito institucional particular dispondrán de oportunidades inéditas para activar transformaciones de largo plazo. El coronavirus está impactando sobre la economía, el trabajo, la protección social, la salud, la educación y las relaciones internacionales; a la luz de las evidencias del pasado es posible esperar que si en algunos de estos ámbitos se articulan discursos eficaces, se abrirá la ventana de oportunidad hacia cambios institucionales significativos y, dada la forma global del fenómeno, en múltiples países.  l
1 El desarrollo de estas ideas se encuentra en la tesis de doctorado del autor: “Los desastres como factores de cambio institucional”, ICP-Udelar, 2019.

*Doctor en Ciencia Política. Ex Director Técnico del Sistema Nacional de Emergencias.

brugnoni@gmail.com

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