La muerte de un estudiante

Asa Graham iba a ser un genio de la música, pero la muerte se lo llevó temprano, a los 21 años

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04 de julio de 2020 a las 05:01

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Hay gente que pasa por esta vida con la misma importancia de una mosca tse-tsé. O de esos escarabajos negros y rastreros que uno ve en días de verano cruzando la calle. La vida en eso es implacable: no mueve un dedo por quienes no hacen algo por ella. A fin de cuentas, es un asunto de mera reciprocidad. Por tanto, pasar inadvertido por los días de la vida es fácil: no se necesita título nobiliario o universitario, tampoco la ayuda del dinero, caballero poderoso para algunas cosas, pero no para todas, afortunadamente. Hay quienes pasan como si nada, aun más, como nada completa, una nada que por años tiene derecho a un nombre y apellido, a una identidad y un domicilio. 

Fue en el liceo que leí por primera vez el memorable verso –porque así lo tomo, como poesía absoluta– de Santa Teresa de Jesús que dice: “Vivir la vida de tal suerte que viva quede en la muerte”. La poesía es la primera sabiduría a la que tenemos acceso y, también, la más perdurable. Sus lecciones suelen ser el anverso ético de la estética. Quien lo desconozca no sabe lo que se pierde. Por otra parte, la cantidad de años que pueda llegar a vivir una persona carece de incidencia a la hora en que los recuerdos se afanan por sobrevivir y cobrar perennidad. Que alguien viva 78 años (promedio de vida aproximado en la mayoría de los países americanos) o 14 años (los que tenía un compañero de liceo muerto tempranísimo y al cual recuerdo de manera frecuente) no hace diferencia a la hora de salvar o no a alguien del olvido. La majestuosidad de la muerte y de sus dictámenes es de lo que menos sabemos. “De la muerte nacemos inmensamente” (lo dijo Vinicius de Moraes).

Asa Thomas Graham tenía 21 años. Hoy va de regreso a un sitio donde nunca estuvo. Murió la semana pasada en Cameron, Arizona, en un accidente automovilístico. Según el Departamento de Seguridad Pública de ese estado, “el incidente ocurrió aproximadamente a las 4:07 PM. Por causas hasta ahora desconocidas, el Chevy Malibu color plateado que iba en dirección sur, conducido por Graham, cruzó la línea divisoria. Luego chocó de frente con un Chevy Silverado blanco que se dirigía al norte. Los socorristas declararon que Graham y un ocupante del Silverado, Valery Blood, de 45 años, fueron hallados muertos en el lugar”. Me enteré de la muerte de Asa de manera casual. El martes fui a fotocopiar un extenso libro y cuando voy a pagar, la cajera, al ver la tarjeta de crédito, me pregunta si yo soy el profesor Espina. Me pregunta si recuerdo haber tenido un estudiante llamado Asa. Le digo sí enseguida, pues es el único estudiante que tuve con ese nombre. La pregunto cómo está Asa y responde con dos palabras que parecen el comienzo de un libro de Albert Camus: “Asa murió”. La puñalada fue en el alma. Me costó entender lo que estaba diciendo quien dijo ser su novia. Dijo que Asa solía hablar de mí con alta estima y que siempre me recordaba. Uno no sabe dónde plantó la semilla sino hasta después que el árbol creció. La muchacha dio detalles sobre el accidente, sobre la desolación de los padres y la ceremonia fúnebre que tendría lugar días después. Como si fuera innecesario obligarla, mi mente cambió de tiempo. Viajó hacia cuando veía a Asa siete días a la semana, durante las cinco que llevaba el curso.

Desde 2016 paso el mes de junio enseñando en Chile a estudiantes universitarios estadounidenses, en un programa diseñado para estimular el pensamiento intercultural a partir del estudio de la poesía. No es el momento para hablar del éxito fenomenal del programa, aunque debería, pues Asa comentó meses después de regresar que fue la mejor experiencia intelectual y artística que había vivido. Asa era una cabeza privilegiada. Tenía mente de creador. Sus seguidores en Spotify eran legión. Contaba además con la complicidad de un pensamiento crítico que nunca lo dejaba a pie en momentos clave, cuando la mera opinión personal necesita de argumentos rigurosos para adquirir credibilidad. Una anécdota retrata la dimensión metafísica de su persona. El día en que todos debían entregar el primer ensayo, Asa apareció a última hora en mi oficina. En Santiago hacía un frío atroz y habían pronosticado que podía nevar (nevó dos días después). Asa vestía jeans y una camiseta negra, como si viniera de un concierto de heavy metal. Por consiguiente, no era el clima uno de sus problemas. Se sentó y quedó callado. ¿Y?… Comenzó a mirar con detenimiento la pared blanca desprovista de adornos, tal cual la miraba Jack Nicholson en las escenas finales de El pasajero

Pasó un minuto, pasaron más, tres o cuatro seguidos, y yo, para no apurarlo, esperaba que tras el mudo introito llegara alguna declaración importante. Sin parar de recorrer con la mirada la blancura de las paredes recién pintadas, dijo de sopetón en tono staccato: “No escribí el ensayo, ni una palabra, puede darme un cero, conmigo está bien”. Le pregunté que cuál era el problema, que si las lecturas no le interesaban, o no le interesaba lo que estábamos estudiando, o creía que su primera experiencia en el Cono Sur era una pérdida de tiempo, o…. “Todo lo contrario –respondió–, las clases, los poetas que estamos leyendo, me encantan”. Le pregunté qué había hecho entonces durante las dos primeras semanas y respondió (sic): “Nada” (lo cual en verdad no era nada de nada). “Me la he pasado en mi cuarto leyendo y componiendo. Ah, y una tarde fui a un museo de arte”. Ahí mismo me informó que no solo había leído los libros que le indiqué leyera como parte del curso, sino que estaba terminando de leer el primer volumen de la poesía completa de Pablo Neruda.

Del bolsillo saca unos papeles y comienza a balbucear las notas que había tomado. Los jeroglíficos contenían varias afirmaciones geniales, muy infrecuentes hoy en día entre estudiantes que no han cumplido aún 20 años de edad. Decía una: “Quiero quedarme a vivir en el tiempo de Oda al tiempo aunque sea un mañana de ayer. No sé si podré. Voy a intentarlo”. Leyó otra nota: “La poesía es buena cuando no es la historia de nadie”, y volvió a quedarse mudo. Asa no era de hablar mucho, mejor dicho, era un profesional a la hora de pasar callado durante ratos interminables. “Seguí leyendo, seguí”, le dije, y pasamos así como una hora conversando sobre sus impresiones de la poesía, de ciertas canciones latinoamericanas que había escuchado, de Neruda, de otros poetas que se habían metido en su vida de contrabando y eran ahora parte del equipaje del alma. 

La que oí en esos días era la voz de alguien inconfundible, un ser con visión propia del mundo circundante y de su realidad interior. Era para celebrar, para mí lo era, pues gracias a estudiantes como Asa, que no se conforman con la norma, pasaré por esta corta existencia sin conocer la vejez. El entusiasmo tiene mayor poder de contagio que cualquier virus. “¿Cuándo crees que podrás tener pronto el ensayo?”, le pregunté con formalismo académico impuesto por las circunstancias, pues las palabras son mejores cuando quedan por escrito. “Mañana”, dijo. Al otro día, a la misma hora de la noche anterior, me entregó un ensayo lleno de comentarios inteligentes, innovadores, contra la corriente, políticamente incorrectos, como deben escribirse las reflexiones culturales en tiempos de abulia y retrocesos, en días de manada ideológica en los que pocos se animan a ser la oveja negra. Asa fue uno de esos, un elegido dispuesto a demostrar su condición en cada oportunidad que fuera necesario. Por eso voy a extrañarlo, por eso ya lo extraño. Hay veces en que la tristeza se parece a saber cada vez menos.

Asa Graham pasó la clase con 8. En 35 años de docencia, es el único estudiante del que me arrepiento no haberle subido la nota a 10, solo por la originalidad de sus ideas y perspectiva. No lo hice, pues siempre entregaba los ensayos tarde, lo cual hoy es un asunto nimio. Claro, en su vida había cosas más trascendentes que preocuparse por pasar una clase con la mejor nota. El sábado 2 de junio de 2018 fuimos con todo el grupo a visitar la casa de Pablo Neruda en Isla Negra, en cuyo fondo con vista al mar están enterrados el poeta y Matilde Urrutia. El cielo no está en el cielo, sino en el océano. Fue una mañana luminosa que la memoria del espíritu conserva enmarcada en oro. De pronto veo a Asa mirando embelesado a la distancia, donde el agua se convierte en horizonte líquido. Me mira emocionado y como al pasar dice: “Gracias, por todo esto”. Todo eso, que sigue siendo esto, era nada menos que la propia vida en un instante de plenitud irrefutable. El ánimo volaba alto, y con los motores apagados, porque aquel fue un instante “cuando la vida se muestra entera”, como dice la canción de Eduardo Gatti, de escucha obligatoria para quienes no crean en el poder de sanación de las palabras. 

Después de decirme lo que acababa de decir, Asa dijo también que su sueño era convertirse en compositor de canciones a tiempo completo y en algún día futuro venirse a vivir al sur de América, a una casa como la de Neruda, para poder ver a diario el infinito de cerca. Desde una casa llena de infinito y eternidad acuática, ahora en un lugar donde la casualidad no existe, Asa Graham ha de estar mirando a quienes nunca lo olvidaremos ni dejaremos de quererlo tanto. 
 

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