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La vida clandestina de los opositores del gobierno de Nicaragua

Meses después de que un levantamiento y las protestas populares derivaran en la muerte de más de 300 personas y el arresto de más de 500, muchos nicaragüenses pasaron a la clandestinidad.
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27 de diciembre de 2018 a las 05:04

Por Frances Robles

 

Ninguno de estos nicaragüenses deseaba pasar su vida huyendo.

Pero muchas personas en este país asediado por la pobreza y la desesperación enfrentan una nueva realidad. Han cambiado sus vidas rutinarias como abogados, estudiantes de ingeniería, radiodifusores o comerciantes por una de esconderse de casa en casa, de aplicaciones de mensajería encriptadas y seudónimos.

Ocho meses después de que un levantamiento y las protestas populares derivaran en la muerte de más de 300 personas y el arresto de más de 500, muchos nicaragüenses en todo el país han pasado a la clandestinidad.

Se esconden de un gobierno cada vez más autoritario que, sistemáticamente, ha perseguido a quienes participaron en las manifestaciones multitudinarias y protestas —a veces violentas— en contra del presidente Daniel Ortega y la vicepresidenta y primera dama Rosario Murillo.

“Nos están cazando como venados”, dijo Roberto Carlos Membreño Briceño, de 31 años, quien era asistente jurídico de un magistrado de la Corte Suprema nicaragüense y huyó este año después de que sus superiores vieran una foto de él en una protesta. Ahora vive escondido en un rancho de Costa Rica con otros cincuenta desconocidos, entre ellos una persona que bailaba ballet y ahora usa el seudónimo “Águila”.

En abril, cuando cientos de miles de personas salieron a las calles en varias ciudades del país para exigir la renuncia del presidente, muchos pensaron que los días de Ortega en el poder estaban contados.

En cambio, con el argumento de que se trataba de un golpe de Estado orquestado por partidos políticos, Ortega respondió con una estrategia cada vez más brutal y represiva con la que sofocó el movimiento de oposición y ha afianzado su control.

Casi cuarenta años después de que el Frente Sandinista de Liberación Nacional que Ortega encabezaba lograse deponer a la dinastía Somoza, lo acusan de convertirse él mismo en un dictador como el que ayudó a derrocar hace tantos años.

Ortega, de 73 años, y Murillo, de 67, controlan prácticamente todos los órganos del gobierno: la Asamblea Nacional, la Corte Suprema, las fuerzas armadas, el resto del poder judicial, la policía y la fiscalía. Varios de los hijos adultos de Ortega están a cargo de gestionar la distribución de la gasolina o las televisoras.

Los manifestantes que alguna vez tuvieron altas esperanzas de sacar a Ortega después de casi doce años en la presidencia, se han reducido a grabar algunos videos subversivos donde aparecen con la cara cubirerta por camisetas.

Cientos de civiles que nunca portaron armas ni prendieron un cerillo durante las protestas han sido acusados de delitos de terrorismo bajo una nueva ley que amplió la definición de esos cargos.

Tan solo en los últimos días el gobierno cerró un canal de televisión popular, encarceló al director de noticias y expulsó a observadores y misiones internacionales de derechos humanos. Varias gasolineras privadas que participaron en las protestas fueron clausuradas. La policía realizó redadas en las oficinas de la principal organización de defensa de derechos humanos del país y confiscó el equipo y las computadoras.

“Nuestro monitoreo en el terreno ha demostrado que realmente estamos ante un proceso de ejecución de crímenes de lesa humanidad en marcha, en tiempo real”, aseguró Paulo Abrão, el secretario ejecutivo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, uno de los observadores expulsado del país el pasado jueves 20 de diciembre.

La represión por parte de Ortega ha logrado silenciar la disidencia por ahora, pero la creciente presión internacional y una economía colapsada —se han perdido cientos de miles de empleos desde que se inició el levantamiento— podrían plantear serios desafíos a su poder en los próximos meses.

El presidente estadounidense Donald Trump firmó el jueves una ley apodada Nica Act (Nicaraguan Investment Conditionality Act, ley de condicionamiento de las inversiones en Nicaragua) que busca ejercer presión contra el régimen de Ortega en materia económica al restringirle el acceso a los préstamos y accesos a fondos de bancos de desarrollo internacionales.

Quienes forman parte de la oposición temen que esta restricción económica pueda derivar en actos cada vez más desesperados por parte de Ortega mientras lucha para mantenerse en el poder.

El periodista Carlos Fernando Chamorro, cuya redacción fue asaltada y bloqueada por la policía este mes, dijo estar “absolutamente convencido de que esto es irreversible”, refiriéndose al impulso para expulsar a Ortega. “Lo que me preocupa es: ¿cuántas personas más va a matar Ortega antes de que la policía diga: ‘No podemos seguir matando’?”.

Las protestas comenzaron en abril después de que el gobierno intentara impulsar reformas al seguro social que habrían reducido los beneficios y aumentado el monto a pagar por los contribuyentes.

Cuando los jubilados se manifestaron en Managua, fueron atacados por turbas progobierno. Los estudiantes universitarios que llegaron a ayudar también fueron agredidos y algunos murieron.

“No llegaron para hacernos daño, llegaron a matarnos”, aseguró una exestudiante universitaria que se hace llamar “la China” y ahora vive escondida.

El descontento social se esparció rápidamente a otras ciudades; las reformas del seguro social se convirtieron en el detonante inesperado de una campaña de varios meses para acabar con el régimen orteguista. Daniel Ortega regresó al poder en 2007 después de haber gobernado de 1979 a 1990.

Los universitarios tomaron varias facultades, mientras que ciudadanos enmascarados, armados con morteros caseros y otras armas, establecieron barricadas alrededor del país; el comercio se paralizó. Algunos manifestantes prendieron fuego a oficinas del gobierno o quemaron vehículos y la policía respondió con fuerza letal incluso en contra de grupos de protesta desarmados, según denunciaron observadores de los derechos humanos.

En una manifestación enorme el 30 de mayo, cuando Nicaragua celebra el Día de las Madres, más de una decena de personas fallecieron por disparos de francotiradores.

“Nuestro monitoreo en el terreno ha demostrado que realmente estamos ante un proceso de ejecución de crímenes de lesa humanidad en marcha, en tiempo real”.

El Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (Cenidh) lleva un registro de 322 asesinatos desde que comenzó el movimiento de abril, entre ellos los de 22 policías y unas 50 personas afiliadas al gobierno. Dos decenas de las víctimas eran menores de edad y catorce personas que sobrevivieron el fuego de francotiradores lo hicieron porque sus lesiones eran de balas de goma, de acuerdo con Vilma Núñez, la presidenta de la organización.

De manera oficial, el Cenidh ya ni siquiera existe: la Asamblea Nacional le retiró el estatus legal a ese y otros seis organizaciones acusadas de financiar o planear un golpe de Estado.

“Todos somos terroristas, según ellos”, dijo Núñez, de 80 años.

Núñez, exsandinista que fue prisionera política en los años setenta, dijo que la represión que enfrentan hoy los y las nicaragüenses es mucho peor que cualquier acto cometido por la familia Somoza. El Cenidh tiene reportes de activistas que dijeron haber sufrido abuso sexual con bayonetas y en los primeros días de las protestas varios hombres fueron desnudados y torturados; después los soltaron con la cabeza rapada y descalzos.

La respuesta del gobierno a las manifestaciones se ha dado en cuatro etapas; la primera fue la represión con la policía y fuerzas paramilitares. Después, en julio, empezó la llamada Operación Limpieza para retirar las barricadas en las calles. Hasta las iglesias fueron atacadas. Posteriormente hubo detenciones arbitrarias y, finalmente, la criminalización de cualquier oposición.

Para realizar mítines ahora es necesario tener un permiso, que no obtiene ningún grupo antigubernamental. La gente teme portar la bandera del país o cantar el himno nacional por temor a que se les acuse de ser subversivos.

Los expertos estiman que han huido unas 60.000 personas; más de 23.000 de ellas habrían solicitado refugio en Costa Rica.

El 21 de diciembre, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes para Nicaragua, un grupo de monitoreo establecido por la Organización de Estados Americanos, emitió un informe sobre la campaña del gobierno en el que concluye que la represión ha sido tan extensa y prolongada que solamente el mismo Ortega puede ser el responsable de haberla orquestado.

El día antes de que fuera publicado ese informe, el gobierno nicaragüense expulsó a los expertos de la OEA con el argumento de que operaban bajo la dirección del gobierno estadounidense.

“A pesar de las múltiples evidencias sobre el carácter violento de las supuestas protestas pacíficas, de la existencia de policías y ciudadanos asesinados con armas de fuego de alto calibre, la CIDH caracterizó dichas protestas como pacíficas”, sostiene en la carta de expulsión el canciller Denis Moncada, en referencia a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

El régimen orteguista controla todas las solicitudes de medios desde la oficina de la vicepresidenta, que no respondió a varias solicitudes de declaraciones. En comunicados de prensa pasados, Murillo ha descrito a los manifestantes como delincuentes y pandilleros financiados por partidos de ultraderecha.

Los observadores de la OEA indicaron que, de 109 homicidios ocurridos en las primeras semanas de las protestas, solo se abrieron nueve investigaciones penales.

De esas 109 personas muertas, 95 fallecieron por disparos a la cabeza, el cuello y el tórax, lo que sugiere que hubo ejecuciones extrajudiciales. Los investigadores indicaron que todo parece apuntar a que grupos armados vestidos de civil trabajaron junto con la policía.

Por lo menos 1400 nicaragüenses resultaron heridos; la cifra real probablemente es mayor, de acuerdo con los observadores, porque muchas personas temían ir a hospitales públicos, donde varios doctores que trataron a manifestantes heridos fueron despedidos.

Un análisis de videos publicados en redes sociales muestra que el gobierno pasó de usar gas lacrimógeno y balas de goma a balas reales y después armamento militar, como rifles de asalto y lanzagranadas.

La fiscalía no parecía ni remotamente interesada en investigar lo sucedido y “el sistema de justicia en Nicaragua se ha constituido en un engranaje más de la represión”, dijo la exfiscala guatemalteca Claudia Paz y Paz, parte del grupo interdisciplinario, durante la presentación del informe.

Un grupo de exestudiantes universitarios, que fueron expulsados y ahora viven a escondidas, dijo que reconocían que el gobierno ha tenido éxito en aplastar las protestas; los activistas continúan con pequeñas actividades como entonar el himno en público o prenderle fuego a neumáticos y huir.

En una casa de refugio en Managua había siete exestudiantes que pasaban el tiempo jugando al Monopoly cuando no estaban pegados a sus móviles para revisar cualquier actualización sobre los arrestos de sus compañeros activistas. Algunos llevan meses sin haber salido a la calle.

En un hogar donde se hospedan refugiados nicaragüenses en Costa Rica, decenas de activistas dormían en colchones en el piso separados por cortinas. Los manifestantes dijeron que no pretendían sentirse demasiado cómodos allí: su lucha, dijeron, continúa en casa.

“Estamos en una etapa en que no se pueden hacer eventos masivos”, dijo un estudiante que usó el seudónimo José por temor a represalias contra su familia. “¿La gente cree que se acabó? No se acabó. Nunca se va a acabar”.

Sacó su teléfono celular y leyó algunas de las amenazas de muerte que había recibido a través Facebook. Luego se puso una camisa sobre la cara para ocultar su identidad y grabó un video en el que llamó a una huelga de hambre.

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