Larrañaga y el arte de morir

De la muerte nadie se libra y esa certeza de vulnerabilidad guía nuestra existencia

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30 de mayo de 2021 a las 05:05

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Pasa que a veces la gente fallece cuando más la necesitan. Cuando más la vida dice quererla de un modo y de otro. La muerte de Jorge Larrañaga hace pensar en eso. No es lo único. Lástima que el muerto no pueda estar presente para ver todo lo que su partida ha originado. Pensé en algo parecido cuando murió mi madre. Quizá el infierno verdadero sea no poder conocer la congoja y el cariño que uno al morir genera. Tal vez sea ese el único momento de la vida en que las lágrimas son auténticas y justificadas. Las de una boda son actrices de reparto comparadas con estas. Cuando alguien muere en su plenitud, siempre hay “otro”, el sobreviviente, que se queda sin entender ni poder mantenerse neutral ante la pena. Morir antes de tiempo, antes de que la película termine, es quizá el absurdo más incomprensible de la vida humana. Frente a la falta de respuestas a la pregunta guiada por el desconsuelo, ¿por qué?, el silencio es el único en animarse a decir algo. Aparte, la nada no viene a buscar explicaciones.

A los 64 años, lleno de vida, con una energía física y mental admirable, murió Jorge Larrañaga, de manera sorpresiva, en la profunda soledad de su propia sorpresa, librando a los obituarios de reiterar la manida muletilla para describir los momentos finales del difunto a la que suele recurrir el periodismo: “Murió en la paz de su hogar rodeado de sus familiares”. En días de pandemia, murió de “causas naturales”, en caso de que haya algo natural en la muerte. Un querido amigo murió también de un paro cardiorrespiratorio y quien estaba a su lado en el momento del hecho asegura que su rostro no era el de un hombre tranquilo. Así fue la muerte que le tocó a Larrañaga, la más moderna de todas, con el corazón dejándolo a pie, producto, vaya uno a saber, de la sobrecarga laboral y del estrés, males que son patrimonio de nuestra era. Y en casos así, en los que lo inexplicable interviene, la poesía es la que mejor consuelo racional otorga, pues permite entrar en diálogo con la vida tal como es: un tiempo que se va velocísimo, igual que los cinco minutos que agrega el árbitro al final del partido. Todos a fin de cuentas vamos a morir, aunque hay a quienes les toca más tarde que al resto. “Morir es una costumbre / Que sabe tener la gente”, dice el poema de JL Borges que desde el liceo tengo memorizado, porque la muerte, como tema clave de la existencia, siempre me ha interesado. La literatura mucho me ha servido para prepararme para el final de la existencia, aunque a ese momento nadie llega experto. Es al sitio invisible al que peor preparados llegamos. Ahora que lo tengo no tan lejos, me doy cuenta.

En el liceo, donde tanto aprendí y es lo que más le agradezco al Uruguay, la educación y el pensamiento crítico que me otorgó, tenía como hobby memorizar poemas que por alguna razón me producían un efecto metafísico, como de catástrofe imprescindible sucediendo en lo más hondo de la mente. El primer poema que aprendí de memoria es el más clásico de la literatura hispanoamericana, Canción de otoño en primavera, de Rubén Darío, aunque tal vez haya sido uno de Jorge Manrique, no sé. Sea uno u otro, hay un verso del poema de Darío que ha sido acompañante permanente: “La vida es dura. Amarga y pesa”. Cuando hay inflación de ilusiones, me olvido de la irrefutable verdad que acompaña a tal afirmación, aunque me olvido poco. Al rato vuelvo a la realidad. La existencia de la muerte hace imposible creer que el nicaragüense haya estado equivocado, que por amor al arte exageró. La vida es tal cual, y en su escenario la muerte aparece incesante para alertarnos de que hasta el intento por comprender es vano. 

“La vida es una caja de chocolates en la que uno no sabe lo que va a encontrar dentro”. Es un viejo adagio europeo, utilizado en la película Forrest Gump. Por razones que no vienen al caso detallar, pero entre las cuales figura la muerte del único gato que tuve y que me acompañó por 11 cortos años, comencé 2016 de la peor manera, sintiendo que la caja de chocolates estaba vacía. Meses después, por esas cosas que tiene el destino (porque la muerte no es la única que las tiene), fui por primera vez, cuando menos lo esperaba, a Venecia, que en vivo y en directo es incluso mejor que en la canción de Charles Aznavour. Una noche, estando en Lido, isla vecina donde sucede Muerte en Venecia, de Thomas Mann, la imagen de todos los muertos que yo había conocido se me apareció magnánima, enigmática a más no poder. Todos los que ya no estaban, estaban ahí. ¿Qué habían venido a decirme? Sentí que de pronto, tras meses continuos de tristeza infinita, la vida había empezado a llenarse de horas nuevas, invitando a que la acompañara nuevamente, y le hice caso, porque quedarse al borde del camino no figura entre las opciones recomendables. La muerte, en su interpretación cristiana, debe servir para eso: para recordar que la vida, con o sin nosotros dentro, va a continuar. En Daddy Nostalgie, obra sublime de Bertrand Tavernier, hay un pasaje clave, filmado en la Riviera francesa, en el cual Dirk Bogarde (fue su última película) interpreta a un jubilado británico cuya cuenta regresiva va rápido; está casi por llegar al cero. En la mejor escena del filme, el moribundo le dice a su hija Caroline (Jane Birkin), quien viajó de París para verlo por última vez, que toda la belleza del mundo continuará como si nada después que él ya no esté. Lo irremediable suele venir acompañado de resignación.

Una vez le preguntaron al poeta Rafael Alberti de qué forma se imaginaba la muerte: “Como un avión que nunca aterriza”, respondió. Hoy la muerte, sin interés alguno en querer encontrar un aeropuerto, se transformó en tema de conversación cotidiana. Una pandemia le ha quitado su aura de asunto poco propicio para la sobremesa. Desde hace 14 meses se ha hecho tan común hablar del fallecimiento de alguien como del estado del tiempo o de un resultado deportivo. Por tener omnipresencia, la muerte ha ganado ubicuidad. Es, por decirlo con una palabra de moda, tendencia. Desde 2001 viene ordenando la historia contemporánea de manera antojadiza. ¿Por qué algunos detalles sobre determinados sucesos potencian su importancia, en tanto otros se disuelven en el olvido, hasta desaparecer un día del radar de la historia y transformarse en algo así como información apócrifa? Al influjo de la muerte, el escepticismo de la incertidumbre ha sido el gran protagonista de dos décadas que comenzaron con un ataque terrorista y han seguido con una pandemia por ahora sin fecha de expiración. Un terrorista con barba y un virus marcaron a fuego la forma en que nuestra época se relaciona con la muerte. Esta, con espectacularidad exhibicionista, convirtió nuestra existencia en avatar de extrema vulnerabilidad. La realidad nos ha dejado ante un futuro más impredecible que nunca. La muerte muy antes de tiempo de un político, que además era ministro y hombre querido por todas las colectividades políticas, solo ha servido para magnificar la brevedad de todo, de la vida más que nada.

En su muy buen obituario sobre el político sanducero, Leonardo Pereyra termina diciendo: “Se murió El Guapo, el que siempre resucitaba. Si habrá que vivir”. La vida nunca puede estar en dudas, los buenos modales tampoco. En 2013, en ocasión de la aparición de mi libro Las ideas hasta el día de hoy (Planeta), invité a Larrañaga y a Tabaré Vázquez a la presentación, por ser ambos lectores de mis columnas, aunque con ninguno de los dos tuve trato ni llegué a conocer en persona. Ambos, de amable manera, se disculparon porque por motivos de agenda política no podían asistir al acto. El senador Larrañaga me envió una nota que decía en el párrafo final: “Más allá que nuestra objetividad resulta obviamente relativa, debemos destacar el valioso aporte de tan singular importancia que con tu estilo inconfundible nos acercas a conocer a los uruguayos de ayer y de hoy. Recibe un fuerte abrazo”. Siempre he creído que la muerte de alguien llega en verdad cuando los vivos dejan de recordarlo. En las palabras que sobre él se seguirán escribiendo, Jorge Larrañaga continuará resucitando, como ha sido en vida su estilo. 

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