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Las interrogantes que abre en la política Exterior de Estados Unidos la caída de Bolton

Lo que más le costó el puesto al exsecretario de Seguridad Nacional fue el sostenido enfrentamiento con el secretario de Estado, Mike Pompeo.

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15 de septiembre de 2019 a las 05:00

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Ricardo Galarza
especial para El Observador

El fulminante despido esta semana de John Bolton como Consejero de Seguridad Nacional de la Administración Trump fue el colofón de meses de discrepancias entre el veterano halcón, algunos jerarcas clave y el propio presidente. Pero lo más importante ahora es lo que ello significará para la poco ortodoxa política exterior de Donald Trump; y así, para el mundo en general y la región en particular.

La visión belicista de Bolton chocaba con la política de acercamientos hacia Corea del Norte y Afganistán y con la postura de Trump, si bien dura, no tan abiertamente confrontativa hacia el régimen de Teherán. Pero lo que más le costó el puesto fue su sostenido enfrentamiento tras bambalinas con el secretario de Estado, Mike Pompeo, partidario de una política exterior más moderada y, sobre todo, más leal a las intenciones del presidente, por extrañas que a veces estas se presenten.

Conservador de toda la vida, que como estudiante decía sentirse “sapo de otro pozo” en las protestas contra la guerra de Vietnam, pieza clave en la invasión a Irak durante el gobierno de George W. Bush y partidario de la línea militarista en todas las zonas álgidas de la política exterior de los Estados Unidos, Bolton empezó a colisionar con Trump desde sus primeros días en el Ala Oeste de la Casa Blanca.

De movida, dejó claro que el improbable tango pegado que el presidente insiste en bailar con Kim Jong Un le parecía una ridiculez que no llegaría a ninguna parte. Las diferencias en torno a Irán y Rusia también pronto empezaron a aflorar.

MANDEL NGAN / AFP

Y Trump lo dejó entonces que se ocupara de la recuperación de América Latina como zona de influencia, lo que Bolton se propuso llevar adelante resucitando a la Doctrina Monroe (“América para los americanos”) del baúl de la historia.

Ideólogo de la teoría del “cambio de régimen” junto a otros neoconservadores de la era Bush, Bolton se planteó como objetivo de largo plazo en su nuevo cargo remover a los regímenes de Venezuela, Nicaragua y Cuba, a lo que llamó “la troika de la tiranía”. 

Las cosas habían empezado bien el pasado enero en Venezuela, tras la juramentación de Juan Guaidó como presidente interino; y por un momento en esos primeros meses del año parecieron poner al régimen de Nicolás Maduro contra las cuerdas. Pero el 30 de abril falló el alzamiento militar planeado por Bolton y encabezado por Guaidó para derrocar a Maduro, y el consejero perdió todo el favor de Trump y la confianza del Departamento de Estado. 

Desde entonces, Trump le había venido perdonando la vida, no sin tener que soportar alguna que otra indiscreción (algo inusual en Trump) de parte de Bolton, como la filtración a la prensa en mayo de un supuesto plan del Pentágono para enviar 120 mil hombres a Irán, sus declaraciones críticas de la política personalista hacia Corea del Norte y, por último, de las intenciones del presidente de negociar con los Talibanes el fin de la guerra en Afganistán.

Bolton siempre estaba tensando la cuerda, empujando las cosas al límite. Incluso, en estos meses, Trump fue preguntado en más de una ocasión sobre sus diferencias con el taxativo consejero, lo que el presidente siempre trataba de diluir con algún chiste, pero dejando claro que “el que toma las decisiones soy yo”. 

Durante varias semanas, Bolton había esgrimido en las deliberaciones del gabinete de seguridad nacional que se podía terminar con la guerra en Afganistán sin pactar nada con los Talibanes; le parecía otra idea absurda. Pero era la voluntad del presidente, así que Pompeo, el jefe de Gabinete, Mick Mulvaney, y el vicepresidente Mike Pence se dieron a la tarea de establecer los contactos pertinentes. 

Cuando la semana pasada la Casa Blanca y el Departamento de Estado empezaron a planear una cumbre secreta con los talibanes en Camp David, programada para el fin de semana, Bolton otra vez filtró los detalles de las conversaciones a la prensa. Esa fue la gota que derramó el vaso: Pompeo le pidió a Trump la cabeza del viejo halcón, y éste no dudó en entregársela. Si Venezuela había sido su Waterloo, el episodio de los talibanes fue su Santa Elena.

¿Qué ocurrirá entonces con la política exterior de Trump?

En el Asia parece bastante claro que, con independencia de quién sea el nuevo consejero de Seguridad Nacional, se seguirá, ahora sin contratiempos, la línea del diálogo dilecta de Trump: más encuentros con Kim Jong Un, más negociaciones para poner fin a la guerra en Afganistán y hasta se habla de algún intento de diálogo con Irán.

La gran incógnita es América Latina, señaladamente, Venezuela, donde Bolton hizo de la caída de Maduro una cuestión personal. 

Con el senador Marco Rubio como factótum, el consejero había armado un equipo de tres cubanos de línea dura de la Florida que, junto con él y con el propio Rubio, dictaban la agenda del gobierno Trump hacia América Latina.

En primer lugar, Mauricio Claver-Carone, un lúcido abogado cubanoamericano que Rubio le puso a Bolton como principal asesor para América Latina. Venía del Departamento del Tesoro y resultó instrumental en el gran abanico de sanciones que se le impusieron al régimen de Maduro. Claver-Carone era también quien tenía el teléfono rojo con Iván Duque para coordinar la política hacia Venezuela –con Bolsonaro hablaba directamente Bolton– y un ideólogo no menor de eso que él mismo llama “la caja de herramientas de Estados Unidos” para sancionar a gobiernos hostiles.

 Luego está Carlos Trujillo, embajador ante la OEA; y por último Eliot Pedrosa, director ejecutivo en el BID. Los tres estrechamente vinculados a Rubio. De ese modo, tenían cubiertos todos los renglones de la política hacia América Latina: los de seguridad, los diplomáticos, los multilaterales y los financieros; lo cual, unido a Rubio como presidente de la Subcomisión del Senado para el Hemisferio Occidental y Bolton de consejero, cerraba la pinza de un poderosísimo equipo oficioso adueñado de las políticas de Washington en la región.

Tanto era así que quien ostentaba el puesto tradicionalmente encargado de América Latina en el Departamento de Estado, Kimberly Breier, renunció el pasado 8 de agosto harta de estar pintada en la pared, y recién nombraron su remplazo tras la destitución de Bolton.

Además Rubio y el congresista republicano Mario Díaz-Balart, otro cubano de la Florida, fueron los arquitectos de la demolición del restablecimiento de relaciones con Cuba iniciado por Barack Obama, para lo que se valieron de la Ley de Transparencia Militar que Rubio había escrito antes con Claver-Carone. Aunque hay quien dice que Claver-Carone fue su único autor, y Rubio solo firmó.

Sea como fuere, ¿qué va a pasar ahora con ese equipo? ¿Qué sucederá con Claver-Carone cuando llegue el nuevo consejero la semana próxima? ¿Seguirá Trujillo al frente de la Misión ante la OEA? ¿Qué va a pasar con el enviado especial de Estados Unidos para Venezuela, Elliot Abrams, otro veterano halcón nombrado a instancias de Bolton? ¿Continuarán las sanciones a Venezuela? ¿Se profundizarán, se moderarán o se eliminarán de plano? ¿Recuperará el Departamento de Estado su influencia sobre la política hacia América Latina?  

Son todas preguntas que no tienen respuesta. Pero la última parece lo más probable; las primeras reacciones de Pompeo tras la destitución de Bolton parecen apuntar hacia Foggy Bottom. Y aunque Trump diga que seguirá con la línea dura hacia Venezuela, a menos que el sustituto de Bolton sea el propio Claver-Carone o Abrams, nombres que no suenan en ninguna de las quinielas para el cargo, todo hace suponer una política y estilo más moderados.

Y probablemente también, que Juan Guaidó y la oposición tendrán por delante días muy duros en la Venezuela de Maduro.

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