Las islas que ahora somos

La vida humana ha tenido un cambio cultural que por el momento parece irreversible

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23 de mayo de 2020 a las 05:02

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X es un escritor uruguayo, fallecido en su mejor juventud (la que llega después de los 50). En mis memorias lo menciono con nombre y apellido, hoy aquí no hace falta. Un día de hace mucho me llamó deprimido para decirme que las cosas con su esposa iban de mal en peor. “Estamos muy distanciados”, fue tal cual lo que dijo, dejándome entre mano un enigma de difícil resolución. ¿Qué es eso de estar “muy distanciados”? ¿Dónde empieza la distancia?, ¿dónde termina?, ¿qué tanto más representa el muy? A lo largo del tiempo, la poesía y la música se han ocupado de ese misterio mayor, situado entre el estar y el no saber dónde. “La distancia es como el viento”, canta Domenico Modugno en una de las canciones italianas imprescindibles. Otro de los melódicos de blindada vigencia, Roberto Carlos, dice en La distancia, una de las imprescindibles de su repertorio: “Y en la distancia / Muero día a día / Sin saberlo tú”. 

En esta mañana de mayo, con el resplandor a plenitud, y mientras miro al amplio espacio sin ocupar de una popular cafetería de Houston, con una persona sentada por ahí y otra muy allá (caben unas 100, solo autorizan entrar a 25, pero hoy por una cuestión de temor colectivo solo hay 5, y cada una es una isla aparte, Robinson Crusoes revolviendo la cucharita), me acuerdo de los tres mencionados. ¿Qué más, de lo tanto que aún desconocemos, podemos decir de la distancia con el otro, resumida hoy en la carcelaria expresión, “distanciamiento social”? Por sí sola, la distancia puede convertirse en una enfermedad con sus propios síntomas. La única que hoy en día compite con la otra, tan de moda, y que es masculina y femenina a la misma vez. 

El Llanero Solitario llevaba una máscara, negra. Los cowboys de sombrero negro se tapaban la boca con un pañuelo o bandana para que no los reconocieran al asaltar un banco. La noción de distanciamiento no es nueva. Viene de antes. Comienza con la distancia que las apariencias establecen cuando quieren esconder algo, o de algo esconderse. De la falta de salud es de lo que ahora nos escondemos. El miedo al contagio ha obligado a vivir escondidos como roedores a la hora de la tormenta. En ese contexto plagado de lejanías, se habla con impune descaro de “nueva normalidad”, como si con semejante vaguedad vestida de eufemismo pudiera justificarse todo, incluso la “anormalidad” en la que jugamos a las escondidas, y donde la relación entre tiempo y espacio es asimétrica. Hasta la duración del tiempo pasó a ser diferente. Al 2020 lo recordaremos como el año que terminó en marzo. En el que empezamos a vivir aparte. Hemos entrado al espacio irreconocible de otra época que no dejó de ser esta. La noción de temporalidad alterada nos ha instalado en una realidad inédita, inaugurada recién. Los días caracterizados por una cotidianidad reconocible han quedado tan lejos como las épocas cuando las misas eran en latín. La influencia del Apocalipsis se ve por todas partes; solo falta saber qué haremos con lo que vendrá. Ya no es solo tema sanitario.

Estamos todos en la misma: con la supervivencia como meta. Juntos, pero no revueltos; comunicados, pero víctimas del distanciamiento. Se está haciendo difícil convivir con uno mismo todo el tiempo. Pocos saben qué hacer con la soledad impuesta por partes iguales. De ahí que los antídotos lúdicos proliferen. Por internet y redes sociales, los usuarios comparten actividades que pueden realizarse en el hogar, como improvisada coartada para escapar de un tiempo que corre a su antojo. La gente quiere aprender cuanto antes cómo disponer de aquello que en verdad no pasa. Se inventan pasatiempos. Los chinos, responsabilizados de la aparición del coronavirus, quieren reivindicarse de la mala publicidad, al menos un poquito, y para ello han puesto a disposición de las hordas TikTok, aplicación creada por ellos y con la cual la gente puede ejercer sin pudor sus comportamientos más pueriles y sus ingenios menos complicados. Un virus ha contribuido a la infantilización del mundo y una aplicación la ha magnificado.

Otros, porque la distancia y el confinamiento resultan intolerables y no hay manual de instrucciones sobre cómo manejarlos, buscan entretenerse con su propia intimidad. Salen en busca del otro que ha de estar por ahí. Recurren a sitios web de citas en línea, los cuales no dan abasto. Del dicho al hecho no hay mucho trecho, tampoco lecho. Se ha pasado de los amores virtuosos al amor virtual, que de eterno nada tiene. En los enamoramientos actuales, que no son pre ni pos pandemia, sino algo en el medio, vale todo, claro está, a la distancia.

No hay situaciones asintomáticas que impidan el triunfo del frenesí en solitario, ni es necesario tomar precauciones para darle una ojeada a la felicidad a través de una pantalla. La ilusión de compañía es un espejismo, pero ayuda como paliativo. De ahí que la búsqueda del consuelo amoroso no tenga al fracaso entre sus opciones. Para conseguir un buen amor circunstancial por internet, los solitarios contratan a un entrenador (sic), quien no hace su trabajo gratis. La soledad genera fuentes laborales. La búsqueda de amor –aunque no lo sea–se ha convertido en una forma de entretenimiento, y este, hasta ahora, nunca les ha dado la espalda a los seres humanos; tarde o temprano, todos se las ingenian para sobrevivir aquellas instancias del diario vivir que son percibidas como tedio en sobredosis.

En esa realidad surrealista, en la cual también el periodismo hace a medias su trabajo –proliferan las opiniones y los todólogos, pero falta, y mucho, pensamiento crítico–, se van generando dudas acuciantes sobre la viabilidad intelectual del mundo a la vista. Los podcasts hacen creer a la mayoría que por cinco minutos sabe una pizca de algo. Pero la experiencia de instantaneidad no genera conocimiento del que ayuda a pensar mejor. La globalización del espejismo carece de límites. Una enfermedad que se puso trágicamente de moda develó un rostro irreconocible del ser humano, hoy especie de hombre invisible parecido al doctor Mabuse (la realidad transcurre hoy tan rápido como las películas mudas de Fritz Lang, sin embargo, pareciera que el tiempo está detenido). ¿Será este momento parte de una experiencia de autocorrección de la humanidad, o es solo un capítulo inesperado en la historia del comportamiento, uno que nos ha hecho zombis obedientes hasta por ahí nomás, rumbo a un lugar al que por anticipado tememos? Como el gaucho Martín Fierro, les pedimos “a los santos del cielo” que intermedien y vengan como Batman –otro enmascarado– a librarnos de angustias y pánicos incomparables.

La enfermedad de cuyas consecuencias no se libran ni los sanos está por todas partes. La reconocemos en los paisajes vacíos de las ciudades y en los comportamientos que ha generado. Estamos situados en un teatro abierto, donde el libre albedrío interrumpido ensaya para una obra que no tendrá final feliz, aunque la normalidad –con forma diferente– pueda regresar algún día. El desajuste en la sintaxis de la vida normal traerá otro mundo pos: ni posmoderno, ni posindustrial, ni poscapitalista: pos-aquellos-que-fuimos. Como en el poema 20 de Pablo Neruda, “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Habrá pues que acostumbrarse a convivir con la idea de extinción en diminutivo, de soledades paralelas permanentes. Corroída por las restricciones que las circunstancias ha impuesto, la vida terminó por aceptar la normalidad del desastre y del distanciamiento obligatorio, oculto en la invisibilidad de un virus que nunca se irá del todo. 

En tiempos de brutal incertidumbre, es casi la única certeza que va quedando. 
 

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