Leyes para la vida y la muerte

No es ningún misterio que las personas envejecen de distintas maneras y los escritores no son una excepción. Pero resulta al menos curioso ver cómo dos compañeros de generación y de patria, Ian McEwan (1948) y Martin Amis (1949), lo hacen de forma diametralmente opuesta, según se observa en su literatura.

Mientras que Amis se ha vuelto con el tiempo cada vez más violento y provocador, con libros como Lionel Asbo. El estado de Inglaterra o La zona de interés. McEwan va en sentido contrario, siendo sus últimos trabajos, Operación dulce y La ley del menor, dos piezas serenas que lo alejan de los personajes perversos y controvertidos que le dieron fama.

De todas formas, estos cambios no significan necesariamente una mejora artística, como quedó de manifiesto en Operación dulce, que resultó ser un trago amargo de difícil digestión. Por suerte, McEwan es sumamente racional con respecto a su obra y sabe distinguir triunfos de fracasos. Quizá por eso La ley del menor, su último libro recientemente editado por Anagrama, es un trabajo mucho más serio, realista de principio a fin, con gran cantidad de pasajes interesantes, una protagonista creíble y un tema principal de gran actualidad.

La novela cuenta con dos arcos argumentales bien definidos. Por un lado se narra un caso judicial que tiene como centro al joven Adam Henry y su familia, todos Testigos de Jehová, y a Fiona Maye, una jueza sexagenaria. Por otro, se describe la ruptura matrimonial que la magistrada debe afrontar.

A pesar de todo el empeño del autor en presentar una novela de ideas, con la oposición entre religión y justicia como eje central, la parte sentimental de la novela resulta a la larga mucho más satisfactoria: tiene una dosis de psicología estupenda, resulta conmovedora y está mejor resuelta.

Esto no le resta mérito al tema central que, aunque previsible, está correctamente desarrollado a lo largo de todo el libro. El joven Adam Henry tiene leucemia y se niega a recibir transfusiones de sangre por sus creencias religiosas, posición que de mantenerse desembocaría en su muerte. Ante el recurso del hospital para forzar el tratamiento se plantea el litigio que Fiona tiene que juzgar.

Que el joven sea menor de edad le agrega complejidades a un tema que además es tratado desde diversos ángulos, cuando se suman otros casos de dilemas éticos que Fiona tendrá que resolver. Todos ellos giran en torno a familias con un fuerte componente religioso que tienen que dirimir sus diferencias en los tribunales de Inglaterra.

Hay que decir que salvo un caso que se presenta como un error garrafal de la justicia inglesa, los jueces son defendidos con vehemencia por McEwan, que se revela como un ferviente creyente de la ley y sus mecanismos. Este alineamiento se magnifica aún más cuando se ve claramente que Fiona, bajo toda la presión de su complicada vida privada, no se equivoca nunca al juzgar, resulta infalible aunque su vida se desmorona.

La novela gana puntos gracias a la prosa depurada del autor y el sutil manejo de situaciones de tensión extrema. Un ejemplo es el contrapunto mental de Fiona cuando lee el informe de un caso, mientras se entera de que su marido desea tener una aventura sexual con su consentimiento.

También es un acierto el manejo coral de los distintos abogados que se presentan al litigio y sus argumentaciones principales, donde cada posición es defendida con inteligencia.

A pesar de algunos lugares comunes (un caso donde es fácil posicionarse, la fe presentada como un paraguas contra la adversidad, la gran labor de los jueces) La ley del menor se disfruta y se lee con atención hasta el final.

Es el precio de La ley del menor, de Ian McEwan (Editorial Anagrama, 211 páginas)