Pancho Perrier

Matan porque pueden: los asesinatos del fútbol salieron de la cancha y se corrieron a la calle

Desde el momento en que los violentos cruzan la frontera de salir a matar a cualquiera porque se les da la gana, no hay muchos argumentos para poder ser optimista

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15 de enero de 2022 a las 05:01

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Uruguay es un país donde muchos grandes proyectos quedan colgados en el tintero por décadas. Allí espera la reforma jubilatoria o la apertura comercial al mundo, entre muchas otras. 

El fútbol no escapa a esa lógica de grandes temas pendientes. Sin embargo en los últimos tiempos logró solucionar uno de los problemas más acuciantes que tenía: la violencia.

La gran transformación fueron las cámaras de identificación facial, uno de esos proyectos que parecía estar destinado a la postergación eterna, hasta que, tras el “clásico de la garrafa” de 2016 –suspendido por una asonada de la barra de Peñarol–, el gobierno apretó al Ejecutivo de la AUF –entonces presidido por Wilmar Valdez– para que no le diera más demoras al tema. El proceso fue discutido, con algunos episodios polémicos y presiones del Ministerio del Interior para adjudicar el negocio a la empresa que ellos entendían era la mejor, pero el resultado fue inobjetable: el sistema funcionó casi a la perfección, las autoridades tuvieron mucho más argumentos para conformar las listas negras que efectivamente sacaran a los violentos de las canchas.

Para cualquiera de esos barrabravas, cometer delitos en un estadio o en sus alrededores un día de partido ya no es negocio. Pero eso no significa terminar con el problema, porque cuando la violencia está tan asentada en una sociedad, busca otras maneras de expresarse.

Primero fueron incidentes en el básquetbol, el fútbol femenino o en el fútbol sala. Y después la violencia en plena calle. Imprevisible e ilógica, más absurda aún que cualquier otra muerte vinculada al deporte.

En 2016 la víctima fue Hernán Fiorito, un joven que fue a la plaza de Santa Lucía a festejar el cumpleaños de Peñarol y se encontró con una banda de delincuentes que se había juntado en el Parque Central para robar banderas aurinegras, que lo asesinaron. Con despreciable cobardía habían elegido una ciudad pequeña del interior, como para asegurarse encontrar gente pacífica que no opusiera mayor resistencia.

En 2019 fue Lucas Langhain, un joven de Artigas que no era barra ni mucho menos, y que el día que Nacional salió campeón uruguayo iba caminando junto a su novia y miles de hinchas tricolores por la calle 8 de Octubre cuando recibió un disparo que lo mató. Coco Parentini, un barra de Peñarol, había ordenado desde la cárcel a un sicario que disparara a la multitud de hinchas de Nacional por la grave ofensa de estar festejando un campeonato. Parentini tiene condenas previas por más de 40 años: por la muerte de otro barrabrava de Peñarol, por un delito de narcotráfico y otro de extorsión. Y seguirá delinquiendo desde la cárcel. Porque puede.

A fines de 2021 llegó la sentencia para los asesinos de Fiorito. Pero como fueron condenados por el viejo Código del Proceso Penal, podrán esperar en libertad hasta que se presenten todas las apelaciones y la sentencia quede firme. Su liberación se había dado en 2018, aprovechando un beneficio del nuevo Código y había generado la indignación de la fiscal que había llevado adelante el caso.

El 5 de enero, uno de los condenados por ese asesinato, Washington Simón, fue baleado en la Vía Blanca de la Unión, en un crimen que, se sospecha, fue perpetrado por barras de Peñarol como venganza por lo de Fiorito. La decisión de la Justicia provocó un muerto, como reconoció en la semana el fiscal Fernando Romano.

El martes murió Simón en el Casmu de La Unión, y unos minutos después, a pocas cuadras, fue asesinado de un balazo en la cabeza un joven de 17 años que andaba en bicicleta con la camiseta de Peñarol. Los motivos no están claros, pero una de las hipótesis que maneja la Policía es que fuera una venganza al azar, el mismo azar de la muerte de Langhain en 2019. O más absurdo aún, porque no había ningún partido ni festejo: solo un adolescente vistiendo una prenda de un equipo de fútbol. Tras esa muerte apareció otra vez Parentini, desde la cárcel, llamando a la venganza y prometiendo “un vendaval”. Otra vez actuando a sus anchas, con la impunidad que le da el enviar audios desde un celular en el Penal de Libertad, la cárcel de máxima seguridad del sistema penitenciario uruguayo.

Las tres son diferentes, pero ¿cómo se puede evitar la muerte de Fiorito, Langhain o el joven de esta semana? Los clubes aún pueden mejorar en cortar lazos con las barras, pero han avanzado bastante. Los operativos de seguridad funcionan (aun a costa de hacer la experiencia del espectador inviable, como los hinchas de Nacional que para ir al Campeón del Siglo en el último clásico tuvieron que agruparse ocho horas antes del partido en el Aeropuerto), las cámaras de identificación facial han dejado a miles afuera de las canchas. Pero desde el momento en que los violentos cruzan la frontera de salir a matar a cualquiera porque se les da la gana, no hay muchos argumentos para poder ser optimista. 

No cambiará mucho, pero por lo pronto todos los fanáticos del fútbol deberíamos marcar bien clara la frontera entre esos energúmenos y el resto. En cada acción, en cada canto de estadio, en cada indignación con una y otra muerte. Como para que la barrera que se divise más claramente no sea la de los colores de dos camisetas.

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