VICTOR ROJAS / AFP

Menem y el frustrado ingreso al “primer mundo”: el último argentino que generó unanimidad

A Menem toda la clase política le reconoció la transformación económica, también criticaron sus vicios y su corrupción. Y todos, en el final, hicieron un pacto de protección

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15 de febrero de 2021 a las 05:00

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La muerte de Carlos Menem puso un alto en la “grieta política” argentina. Es probable que los recordatorios no tengan el fervor y el sentido de homenaje que el que se dedicó, por ejemplo, a Raúl Alfonsín, unánimemente reconocido como “padre de la democracia”.

Menem, en cambio, supo generar otro tipo de unanimidades: representó la aspiración de los argentinos a formar parte del primer mundo, a consumir, a viajar, a comprar dólares, a considerarse modernos y haber superado para siempre el trauma de la hiperinflación.

Claro, era un tipo de aspiración que no quedaba bien en los discursos. Es por eso que los politólogos –con esa tendencia tan argentina a la interpretación psicológica- suelen decir que Alfonsín y Menem representaron las dos caras de la sociedad.

Alfonsín era el “deber ser”: la cara que se quería mostrar al mundo: era el republicanismo, la transparencia, la honestidad, el prestigio internacional, el respeto por los derechos humanos, la cultura. Pero también el apego a fórmulas económicas inviables, la asfixia estatal, el desprecio por la economía de mercado, la hiperinflación.

Carlos Menem era la frivolidad, la permanente sospecha de corrupción, los “atajos” institucionales, la pizza con champagne. Pero también la estabilidad, el despegue económico, la modernización de los servicios, la ola de inversiones externas, el consumo, los viajes, el ticket de ingreso al primer mundo.

Un cambio de época

Es difícil explicarle a un “millennial” -que era muy chico en los ’90-, y mucho menos a un adolescente de hoy –para quien Menem era un personaje ya perteneciente a la historia- lo que significó el menemismo en los años ’90. No sin exageración, se habló ya no de una corriente política sino de “cultura menemista”, de un verdadero cambio de época.
Y lo cierto es que quienes hoy aparecen como enemigos irreconciliables –por ejemplo, Cristina Kirchner y Mauricio Macri- adhirieron en su momento con fervor el ascenso de este personaje que cambió la historia.

Si algo nadie discute es el carisma personal que tenía Menem, del cual dieron cuenta desde George Bush hasta Madonna –que se entrevistó con él para convencerlo de que la dejara filmar “Evita” en el balcón de la Casa Rosada-.

Y nadie escapó a ese carisma. Empezando por Cristina Kirchner. En una entrevista, sorprendió y confundió a sus seguidores más jóvenes al recordar que en la interna peronista de 1988, en la que se enfrentaba Menem con Antonio Cafiero, ella discutió con su esposo Néstor Kirchner respecto de quién había que apoyar.

Menem, recordó Cristina, tenía el aura del caudillo del interior profundo, con su “look” extravagante de patillas al estilo 19, que hacían recordar al caudillo Facundo Quiroga. Y hacía discursos llenos de metáforas religiosas sobre la resurrección de Argentina, que siempre remataba con la muletilla “Síganme, que no los voy a defraudar”.

A Cristina le fascinaba. Pero Néstor, que entonces soñaba con ser gobernador de Santa Cruz, quería apostar a ganador. Porque todo el mundo creía que el próximo presidente sería Cafiero, que hablaba sobre la necesidad de renovar al peronismo, que coqueteaba con las ideas socialdemócratas y que quería adquirir la respetabilidad que le permitiera acceder a figuras como el admirado Felipe González.

Pero en el caos inflacionario en el que se encontraba el país, los argentinos dejaron en claro que una cosa era el discurso y otra la vida real: querían un líder prágmático, que hiciera lo que fuera necesario, sin ataduras ideológicas, para arreglar de una vez la economía.

Ese fue Menem, que le ganó a Cafiero la interna, que arrasó en las elección de 1989, y luego en las dos legislativas siguientes. Y que, en medio de la euforia por el auge del “uno a uno” entre el dólar y el peso, reformó la constitución para poder hacerse relegir.

Lo raro fue que, contradiciendo la creencia de que en un momento recesivo un presidente no puede ser reelecto, Menem volvió a arrasar en 1995, en plena crisis del “efecto Tequila”, y cuando buena parte de la población lo culpaba por los dos grandes atentados terroristas que había sufrido el país.

En ese momento, Menem alentaba la entrada a la política de figuras populares provenientes de otros ámbitos, como el deporte, el espectáculo o el mundo empresarial. Su misma personalidad transgresora resultaba un atractivo irresistible para los “outsiders” que querían ser apadrinados.

Fue de esa forma que Daniel Scioli, ex piloto náutico, se transformó en legislador y llegó a vicepresidente de Néstor Kirchner y a gobernador de Buenos Aires. Fue así que Carlos Reutemann, una gloria del automovilismo, llegó dos veces a la gobernación de Santa Fe.

Y, también, fue así que un joven heredero de un imperio empresarial, entusiasta de todas las reformas económicas llevadas a cabo por el menemismo –en particular las privatizaciones, de las que fue beneficiario directo- fue alentado a entrar a la política. Un tal Mauricio Macri, que prefirió primero competir por la presidencia de Boca Juniors.

El lado oscuro y la protección de la clase política

Los homenajes a Menem que se están viendo en estas horas dejan en claro la deuda que la dirigencia política argentina actual tiene para con su figura. Todos tomaron nota de su pragmatismo a prueba de balas, de su rapidez de reflejos para leer los cambios de escenario político, de su carisma, de su infinito olfato político.

Y si algo lo demuestra es que, pese a las diferencias ideológicas o a las oportunas tomas de distancia de los ex aliados, toda la clase política argentina hizo un pacto para evitar que Carlos Menem terminara sus días en prisión.

Porque, además de la modernización económica, el fin de la inflación y la convertibilidad peso-dólar, si algo caracterizó a la década menemista fue la sospecha de corrupción.
Hasta la propia muerte trágica de Carlos Menem Junior, en 1995, en un accidente de helicóptero, quedó para siempre ligada a la duda sobre si se había tratado de un atentado en venganza por pactos incumplidos con facciones fanáticas de medio oriente o con traficantes de armas.

Lo cierto es que Menem era senador desde hacía 15 años, en una especie de cargo vitalicio que nadie quería poner en riesgo. Esta condición le daba inmunidad parlamentaria para no ir preso en dos causas con condena firme, por pago de sobresueldos a funcionarios. Y estaba pendiente una definición de la Corte Suprema en otra investigación, la del extraño accidente en un arsenal de Río Tercero, un pueblo cordobés en el cual murieron siete personas y se causaron graves daños.

Siempre se acusó a Menem de haber promovido esa explosión de manera intencional para borrar evidencias del tráfico ilegal de armas hacia Croacia y Ecuador. Pero el pacto de la clase política no se rompió: los peronistas siempre se garantizaron de que saliera electo, los opositores nunca pidieron su desafuero y los jueces de la Corte Suprema demoraron sus expedientes todo lo necesario.

También, en ese sentido, fue un hombre que reflejó a la clase política argentina. Capaces de grandes logros y también de bajezas. Esa misma dirigencia, que hoy suspendió temporariamente su “grieta” para rendirle homenaje.

Un homenaje tibio, tal vez. El kirchnerismo no puede excederse, porque Menem representa, en teoría, el modelo económico al que ellos quieren combatir. El macrismo tampoco puede sobreactuar la pesadumbre, porque Menem está demasiado ligado a la idea de la corrupción estatal, justo cuando se acusa a Cristina Kirchner de esos vicios. Pero todos, sin excepción, lo votaron, lo apoyaron y aprendieron de él. En estos días de duelo oficial, tendrán tiempo para reflexionar sobre su complejo legado.  

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