La exhortación del título, que hace 80 años endilgara Ortega y Gasset a los argentinos sería de plena aplicación a los uruguayos de hoy y un buen eje para reflexionar en este cambio de gobierno que sucede en un momento global único (como todos los momentos de la humanidad).
Si bien, de acuerdo con la unánime percepción, Uruguay es distinto y aquí no se sufren las consecuencias de las acciones propias ni las de los gobiernos, sino que siempre los males son exógenos, es prudente considerar la posibilidad de que el axioma no sea del todo cierto.
Las elecciones departamentales ofrecen amplio material de análisis. En estas páginas se ha esbozado la poquísima trascendencia que tanto políticos como politólogos y periodismo otorgan a las obras, los hechos, los proyectos y los resultados de la gestión de los jerarcas. Montevideo es el caso emblemático. Los partidos-alianzas están enfrascados en la revancha o moviendo las piezas de su ajedrez de café con la vista puesta en 2023. La disputa es para ver qué candidato se coloca, cuántos votos se ganan o se pierden, qué influencia política equilibrante o desequilibrante se puede lograr. Por cualquier cosa menos por un proyecto explícito y detallado comunal, de calidad de vida concreta o de bienestar para el vecino.
“El proyecto viene después”, es la respuesta fácil. O sea que no se discuten programas, planes, mejoras, sino nombres, partidos, ideologías, todo lo opuesto a lo que se supone que implica la tarea de una intendencia. Los partidos eligen los nombres con prescindencia de su capacidad para gestionar una ciudad. Después se verá. “Montevideo es frenteamplista”, dicen. Cuando ese concepto se aplica a una gestión municipal resulta una insensatez. Montevideo debería “ser” del que se perciba como el mejor para barrer las calles, ordenar el tránsito, iluminar, curar o del que cobre menos impuestos. No de un partido o alianza a cuya dialéctica se suscribe. Eso es fanatismo futbolero fomentado.
Leonardo Carreño
Los contenedores rebosando basura, los hurgadores como sistema roñoso de reciclado, la ciudad rehén de un sindicato con el que el intendente debe negociar si se compra un camión o se otorga una modesta concesión, son muestras fáciles del tipo de gestión que se debería priorizar al elegir el edil mayor. Como romper la dualidad de la esencialidad, que también se decide por consenso con los gremios, un solemne despropósito cuando por un lado se dice que el Estado debe hacerse cargo de las tareas esenciales y por el otro, a los efectos de un paro o una huelga, se rechaza la declaración de esencialidad. ¿Qué actividad no es esencial en una gestión municipal?
Tareas y luchas que deberían ser prioritarias de un intendente pero que terminan diluidas en el partidismo, el compañerismo o la ideología, la madre de todas las ineficacias, de todas las impunidades, de toda traba a la valoración electoral y de todas las grietas. Si la célula más cercana de la democracia, la comuna, la urbe, es definida por ideología o partidismo, se corre el riesgo de tener una sociedad teórica, un relato, una dialéctica. El riesgo de reelegir a Moreira, por ejemplo. O peor, de partir un país.
Esto que se ve claro en el caso departamental, vale en el orden nacional, finalmente también una cuestión de gestión, eficacia y logros, si bien matizada por la tentación facilista de mostrar bienestar hoy y pagar mañana. La educación, destrozada por el trotskismo que la ha poseído, la seguridad, ofrendada al garantismo y al abolicionismo, el empleo, la inversión, el crecimiento, no son cuestiones ideológicas o de concepciones partidistas. Hay cosas que han dado resultado en el mundo y otras no.
El momento está lleno de contradicciones que son a veces pura dialéctica, a veces simple falta de confianza en la propia formación. Como el caso de los economistas que ante la supuesta inelasticidad del gasto proponen aumentar los impuestos, ignorando deliberadamente –es preferible suponer– que eso atrasará el crecimiento, el bienestar, el empleo y la inversión. Como quienes ayer decían que el país requería urgentes soluciones y hoy critican la ley de urgente consideración porque preferirían largos debates ideológicos. ¿O “urgentes soluciones” significa impuestos para ciertos relatos? También es contradicción que mientras el PIT-CNT esté dispuesto a dar lucha por mantener incólume los consejos salariales tripartitos, la OIT diga que no está de acuerdo con que el Estado participe en el proceso de discusión salarial.
Es posible que, como en todo cambio, haya quienes tengan algo que perder. Pero quien definitivamente sufrirá será la ideología, que deberá dejar paso a los temas concretos. Una de las críticas que se leyeron a la ley básica de la coalición es un resumen perfecto de confusión mental: “La ley no pone énfasis en la inversión presupuestaria del estado para generar más competitividad”. Es la opinión de un destacado y serio profesional, no la de un bolchevique.
Mao impuso el apotegma “es mejor ser pobre en el socialismo que rico en el capitalismo”. Deng Xiao Ping, el padre de la China moderna lo cambió de un plumazo por su célebre: “No importa si el gato es blanco o negro, sino que cace ratones”. Ese día terminó la ideología como mecanismo de gobierno.
La columna se autoplagia sobre Sarmiento, el gran hacedor argentino, que no tenía ni la sabiduría oriental de Deng ni la profundidad filosófica de Ortega, pero que definió así su misión como gobernador de San Juan y acaso la de cualquier gobierno: “No olvidemos que nos eligen para juntar la bosta de las calles”.
Es la hora de hacer. La ideología es el opio del pueblo. Y como toda droga, el sendero a su esclavitud.