Estilo de vida > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

Otro medio pierde la guerra

En tiempos de crisis para el periodismo, dejó de existir un venerable semanario
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22 de septiembre de 2018 a las 05:00

El cierre definitivo del semanario Village Voice representa un golpe fuerte contra el periodismo independiente estadounidense. Una institución de ilustre y prolongada trayectoria ha dejado de existir. Luego de ser faro y referente en su categoría por 63 años, su actual propietario anunció que no habrá más “paren las rotativas”, ni tampoco habrá versión “solo en línea”, tal como ha pasado con otras publicaciones que en su etapa crítica pasan a existir únicamente como medios digitales. Varias son las razones que pueden esgrimirse para intentar entender el descenso y caída definitiva en el pozo del VV, algo que sus lectores habituales habíamos empezado a aceptar hace bastante, cuando la esencia del semanario se desvaneció por incompetencia de sus editores. 


Como tantos otros medios escritos que no pudieron adaptarse a los cambios impuestos por la era digital, el Village Voice careció de liderazgo y visión editorial como para superar los desafíos vigentes, los cuales son reales pero no tan insalvables como algunos creen, pues siguen siendo legión los que todavía disfrutan de la buena lectura y de los artículos largos bien escritos. Los medios impresos que han logrado sobrevivir y florecer en medio de la tempestad y el desconcierto van en la misma dirección y comparten idénticas características: otorgan al estilo de la escritura lugar preferencial y en forma diaria, o regular, si se trata de un semanario, ofrecen diversidad de ensayos, crónicas y artículos de opinión extensos. 


El Village Voice llegó a ser tan bueno en una época que hoy, vista en el espejo retrovisor no fue tan larga como en un momento lo pareció, la de los años sesenta, setenta y ochenta, que supo competir en calidad de escritura con el venerable New York Times de la misma ciudad, compartiendo casi la misma franja de lectores exigentes que buscan informarse mediante la buena escritura y las opiniones sagaces del otro, así sea para discrepar a partir de un punto de vista diferente. El buen periodismo no puede ser menos que esto. En el tiempo que viví en Nueva York, que fue más de un año y pico, era lector fiel del semanario que se distribuía en forma gratuita (Free Every Wednesday; gratis todos los miércoles) y que yo pasaba a recoger en un local de la disquería Tower Records, ubicada en la esquina del edificio donde vivía. 


Para entonces, mediados de la década de 1980, el VV estaba metido en el ADN de todos los neoyorquinos y seguidores del periodismo independiente “sin pelos en la lengua”, pues el semanario captaba como ningún otro medio el pulso real de la ciudad, presentando artículos y columnas sobre temas de dominio público que habían sido desdeñados por otros medios informativos o bien tratados muy por encima. Además, en una urbe donde la cultura y el entretenimiento son protagonistas de la vida diaria, el VV demostraba cada semana estar mejor informado que los demás. El lector le podía creer al sentido común de sus críticos a la hora de recomendar o defenestrar una obra de teatro, un disco, una película, o bien al informar sobre la primera presentación en la ciudad de un grupo de rock alternativo desconocido, el cual en cuestión de meses podía convertirse en fenómeno mundial. A través del VV descubrí infinidad de solistas, grupos, películas y obras de teatro off Broadway y off off Broadway, que de otra forma hubieran pasado sin ser apercibidas. Por su condición de medio informativo independiente sin afiliación política explícita, y por representar eso que en un momento se llamó “periodismo alternativo”, el semanario generaba adicción. Uno sentía que se estaba perdiendo lo que ocurría en la realidad inmediata si no leía el VV.

Luego de ser faro y referente en su categoría por 63 años, su actual propietario anunció que no habrá más “paren las rotativas”, ni tampoco habrá versión “solo en línea”, tal como ha pasado con otras publicaciones
 


Antes de que en la década de 1960 la Nasa pusiera de moda la expresión “plataforma espacial” y de que más recientemente todo el mundo hablara de “plataforma digital”, en la década de 1950 el VV salió a la calle con la idea de convertirse en la “plataforma cultural” de una época en cambios y transformaciones presentidas como inauditas. El mundo ya no sería el mismo luego de la segunda guerra mundial. Es decir, desde sus inicios impuso la noción de que era un medio “pionero”, pues venía a decir cosas que no se habían dicho y menos de la forma cómo se iban a decir. El hecho de que en su historia ganara tres premios Pulitzer demuestra que también lo alternativo, cuando está bien hecho, y sobre todo escrito, puede competir en el altar del status quo periodístico. Sus balances conteniendo “lo mejor del año”, publicados cada diciembre, eran más interesantes, inteligentes y objetivos que los del NYT o de la revista Time.


Si uno pasa lista a la plantilla de firmas y columnistas que pasaron por el VV toma conocimiento de la gran historia resumida en los 63 años de publicación del semanario. Ahí escribieron: Henry Miller, los poetas Ezra Pound, e.e.cummings y Allen Ginsberg, los narradores Norman Mailer y Katherine Anne Porter, una de las mejores cuentistas estadounidenses del siglo XX, los dramaturgos Barbara Garson y Tom Stoppard, Robert Christgau (quien por 37 años fue el crítico de música y cuyas columnas en el VV fueron reunidas en cuatro diferentes libros), el novelista afro-americano Colson Whitehead, Andrew Sarris, notable crítico de cine, James Hoberman, quien sustituyó a Sarris cuando este se fue a otro medio, el crítico teatral Hilton Als, Wayne Barrett, un referente en el periodismo de investigación (estuvo en el semanario por 37 años, hasta su muerte a principios de 2017), Michael Musto, columnista de mil opiniones diferentes y siempre de seductora escritura, como asimismo los caricaturistas y dibujantes de historietas, Robert Crumb, Jules Feiffer y Matt Groening, creador de los Simpson. En fin, la lista de quienes pasaron por las páginas del VV es larga y notable. ¿Cómo entonces es posible que una publicación que se había convertido en marca registrada del periodismo se viniera abajo y terminara desapareciendo, interrumpiendo una tradición de independencia y calidad que la sostuvo en la cima por tantos años?

El lector le podía creer al sentido común de sus críticos a la hora de recomendar o defenestrar una obra de teatro, un disco, una película o un grupo de rock alternativo desconocido
 


Tal cual ocurre en los accidentes aéreos, cuando un diario o revista con larga tradición cierra es también por una suma de factores, no solo por error del piloto. Sin embargo, en el caso del VV, el fatal desenlace final se debió principalmente al mal manejo de su director y propietario, como de sus editores. En medio de la tormenta digital perdieron el rumbo y con ello al núcleo de sus lectores. Los experimentos por ampliar el radio de interesados si la Orquesta Sinfónica del Sodre comenzara a hacer música para quienes les gusta Márama o Rombai, no conseguiría llegar a los seguidores de esta música y además perdería a su leal auditorio. Apresurado por eso que algunos perciben como cambio radical de las apetencias del lectorado, y que en verdad no es tan así, el Village Voice trató de captar a nuevos lectores con estrategias editoriales que hicieron perder el interés a sus regulares seguidores. Es el harakiri que muchos medios cometen por perder su esencia, por no saber mantenerla. 


Hace menos de un año leí por última vez un número del Village Voice, uno de los últimos impresos antes de pasar a estar disponible únicamente en internet. Noté que el semanario estaba mal manejado. No encontré ningún buen ensayo, algún buen columnista o artículo sobre algo extraño o diferente en las artes o en la política que llamara la atención del lector atento, tal como era característico en los tiempos de esplendor del semanario. Me sorprendió no encontrar siquiera un comentario de Musto, quien siempre tenía algo diferente para decir. Hay editores que creen que los nuevos lectores –una masa solo definible por su juventud, supuestamente- no leen nada que esté bien escrito y que tenga más de 128 caracteres. Para complacer tan mínimos estándares no se necesita tener mucha audacia. Eso precisamente era lo que le había pasado al VV, había perdido no solo su norte, sino también su audacia.
 

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