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Peligro en Europa

El avance de movimientos nacionalistas y la crisis de los partidos tradicionales ponen en riesgo el proyecto europeo
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01 de junio de 2019 a las 05:01

Europa atraviesa una de las coyunturas más complicadas desde la posguerra. Carente de liderazgos de peso, cada vez más apretada entre los poderes de Estados Unidos y el ascenso de Rusia y China y acusando una fuerte pérdida de relevancia geopolítica, el viejo mundo enfrenta de nuevo desde adentro la amenaza de los nacionalismos. Como en los años 30 del siglo pasado, si el fenómeno y sus causas no son atacados de raíz, las consecuencias podrían ser tan graves como entonces.

Las elecciones europeas del domingo pasado han sido solo una muestra del avance de estas corrientes euroescépticas de nuevo cuño nacionalista en países claves como Francia, Italia, el Reino Unido y Bélgica: el Frente Nacional de Marine Le Pen, La Lega de Matteo Salvini, el Partido del Brexit, de Nigel Farage; y el flamenco Vlaams Belang, de Tom van Grieken. 

Estos son los partidos que crecen en el contexto continental, al tiempo que el bloque tradicional europeísta de conservadores y socialdemócratas pierde la mayoría absoluta en la Eurocámara para la vieja alianza de facto que por décadas supieron sostener en torno a los grandes temas, solo alternándose en el monopolio de los cargos ejecutivos de la Unión Europea de acuerdo a los resultados electorales.
Ahora los votos conservadores han notoriamente migrado hacia los nacionalistas. Y quienes recogen las adhesiones europeístas del centroizquierda no son los socialdemócratas, sino los verdes, como señaladamente en Alemania, Francia, Bélgica o el Reino Unido. Allí además se dio la particularidad de que la segunda fuerza en las elecciones del domingo pasado fue un partido nuevo de consigna antibrexit, los Demócratas Liberales; lo que redundó en una paliza histórica para los partidos tradicionales (laboristas y conservadores).

Es cierto que la totalidad de las fuerzas pro europeas, entre conservadores, socialdemócratas y liberales, mantienen la mayoría, y que los euroescépticos, a pesar de su vertiginoso crecimiento, con 58 bancas no llegan al 10% en la Eurocámara. Si bien el Partido Popular Europeo (conservadores) perdió 42 escaños en esta elección, se mantiene como primera fuerza con 179 diputados, de los 751 que conforman el hemiciclo del bloque. Los socialdemócratas de SyD, por su parte, perdieron 41 asientos, pero quedaron otra vez como la segunda bancada europea con 150. Mientras que los liberales del ALDE sumaron 40, para ubicarse como tercera fuerza parlamentaria con 107 bancas. 

Entre los tres superan con creces la mayoría absoluta de 376 asientos; sin contar que además, en los asuntos esenciales del bloque, a buen seguro contarán con los votos de los verdes.

Sin embargo la jugada del español Pedro Sánchez, hoy convertido en líder de la socialdemocracia europea, no es esa, sino forjar una alianza solo con los liberales, encabezados por el presidente de Francia, Emmanuel Macron, para desplazar a los conservadores, que han ostentado el poder en Bruselas desde 1999. 

El martes pasado, Sánchez y Macron sellaron la alianza en el Eliseo y al día siguiente la presentaron en sociedad en Bruselas durante la cumbre europea. La idea del tándem franco-español es, en principio, acaparar los cargos ejecutivos de las instituciones comunitarias y radiar a los conservadores. 

Los cinco puestos principales que hoy están en juego son la Presidencia de la Comisión Europea, la Presidencia del Consejo, la de la Eurocámara, la Jefatura de Relaciones Exteriores y la Presidencia del Banco Central Europeo. Todos ellos, excepto por Exteriores, están hoy ocupados por conservadores del PPE; y de ahí para abajo controlan la enorme mayoría de los cargos que mueven las roldanas del poder europeo. La influencia continental que ha ejercido todos estos años la canciller alemana Angla Merkel, líder de los conservadores europeos, contribuyó a consolidar el dominio casi indiscutido que el PPE ha ostentado en Bruselas, donde por años los socialdemócratas han sido meros espectadores, a pesar de haberse mantenido como segunda fuerza en cada una de las elecciones.

La idea de Pedro Sánchez era no solo relegar a los “populares” de los cargos, sino también de la agenda legislativa que los socialdemócratas pretenden llevar adelante en Bruselas. Y qué mejor que hacerlo con los liberales, por cuyas políticas son conocidas las afinidades de Sánchez (en eso, aunque solo en eso, se parece mucho a su antecesor socialista Felipe González), además de su rechazo tajante frente al conservadurismo. Por otra parte, en clave estrictamente española,  su alianza con Macron le puede granjear ascendencia sobre el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, a quien más tarde o más temprano va a necesitar para gobernar.   

Para Macron también es negocio; de hecho, un negocio redondo, ya que con la nueva alianza no solo maquilla la estrepitosa derrota sufrida ante Le Pen en Francia y su seguidilla de reveses al frente del Eliseo, sino que a pesar de haber quedado tercero en las europeas, ahora puede aspirar a reperfilar su liderazgo continental. El peso de Francia es mucho mayor que el de España; y una vez despejada la bruma de las elecciones, el poder del mandatario galo podría empezar a tallar con bastante más fuerza que el del español en los corredores de Bruselas.        

Pero hay un pequeño problema, y es que entre socialdemócratas y liberales no llegan a la mayoría absoluta en el Parlamento europeo. Aun si trabaran una alianza con los verdes, con los 70 diputados de estos, tampoco llegarían al número mágico de 376. Además de que el PPE fue, guste o no, la fuerza más votada en estas elecciones, y simplemente no se lo puede sacar de la conversación como si fuera un actor de segunda línea.

Así las cosas, parece ineludible que socialdemócratas y liberales deberán pactar en algún momento con los conservadores, y que al final todo termine en una nueva alianza de facto en Bruselas; aunque esta vez, tripartita. De hecho, tanto Macron como Sánchez se reunieron con Merkel el miércoles pasado en Bruselas; y todo hace suponer un reparto de cargos y de poder a tres bandas.
Hasta ahí, está todo muy bien. Pero ¿y el problema de fondo que han puesto en evidencia los comicios del domingo? ¿El avance de los nacionalismos?  

En la cumbre del miércoles pasado se hizo especial hincapié en cerrarles a los nacionalistas todos los espacios en Bruselas. Y siguen descalificando a sus votantes como ultras, xenófobos, odiadores y demás epítetos. No han entendido estos miembros de las élites europeas que demonizarlos o ignorarlos no puede ser la solución al problema. No han entendido que el advenimiento de estas corrientes es apenas el síntoma y no el mal. 

El verdadero mal es que hay amplios sectores de la sociedad europea descontentos con “la política de siempre” y con la burocracia de la Unión, que entienden no les reporta beneficios y ven a sus integrantes como una cofradía que vive en la opulencia de sus impuestos y justamente ignora sus problemas. No es que todos son xenófobos y ultras; no es tan simple. ¿Dónde estaban todos estos ultras, xenófobos y odiadores cuando los partidos tradicionales arrasaban en las elecciones? 

Por lo demás, su crecimiento debería ocupar —no solo preocupar—a los líderes europeos aunque más no fuera por tener lugar en países tan importantes, nada menos que Francia, el Reino Unido e Italia. Pero los líderes parecen simplemente querer romper el termómetro en lugar de atacar la fiebre.

Por eso es un problema más que nada de liderazgos, de los liderazgos europeos actuales. Es cierto que son otros tiempos, y que mucha agua ha corrido bajo el puente; pero también es cierto que el nacionalismo nunca prendió en la Europa de medio siglo y pudo mantenerse a raya durante tanto tiempo gracias a los liderazgos fuertes, los verdaderos estadistas que gobernaron en esos países: en la posguerra,Adenauer, De Gaulle, Churchill… Y más contemporáneamente en los años de 1980, cuando el proyecto europeo terminó de consolidarse: Margaret Thatcher en el Reino Unido, François Miterrand en Francia, Giulio Andreotti en Italia, Helmut Kohl en Alemania y Felipe González en España. Podrán decirse de ellos muchas cosas, podrá renegarse de muchas de sus políticas; pero esos eran líderes, y lo demostraron en tiempos difíciles para dejar planchada una Europa en paz y unida en el mayor proyecto de integración que el mundo haya conocido.

Hoy con Macron, Sánchez, Merkel en retirada y un Reino Unido acéfalo, al borde del brexit precisamente por la falta de liderazgos, nada parece ya revestir la fortaleza de otrora en la vieja Europa para hacer frente a los nuevos desafíos del nacionalismo, y a los tiempos difíciles que no solo se avecinan, sino que más bien ya parecen haber llegado. 

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