AFP

Reina con genes de Matusalén

Con 70 años en el trono, Isabel II del Reino Unido va camino a lograr un récord mundial

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13 de febrero de 2022 a las 05:05

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¿Qué tienen en común John Lennon, Kurt Cobain, Prince, Jim Morrison y Janis Joplin? Todos murieron antes de cumplir 60 años de edad. Elizabeth, la gran bestia pop de nuestros tiempos, los ha superado a los cinco en cantidad de años, en la vida y en el palacio. La reina de 95 años de edad, que estuvo casada 73 años con el mismo príncipe, acaba de cumplir 70 años en el trono. Una barbaridad. Solo otros tres seres humanos han reinado por más tiempo. La mujer estaba de viaje en alguna parte, haciendo no sé qué, cuando le avisaron que su padre, George VI, había fallecido. Al tiro pegó la vuelta a Londres. Desde entonces ha sido inquilina del Buckingham Palace. Es una de las figuras marca registrada del último tramo de la modernidad. Han sido, pues, días de conmemoración en el país que recomiendo visitar, aunque aclaro: nunca le he encontrado sentido a la monarquía y sus fantochadas. ¡Viva la reina! (pero no tanto). No obstante, como curioso universal que soy, suelo unirme a la legión que se acerca alborotada a vichar los diarios cuando aparece alguna noticia relativa a la realeza. Si es algún escándalo, mejor. De ahí, fábrica de ficciones al por mayor, casi lo único que sale son chismes, buenos y malos, y alguno que otro de antología. Se va a poner lindo cuando Carlitos asuma el trono y la imagen pública del Reino Unido (para que sea reino debe haber alguien que lo una) sufra un viraje con el cambio generacional impuesto por el paso del tiempo. Sangre joven que le llaman, aunque el susodicho príncipe ya tiene un largo prontuario detrás. Tremendo zorrito ha salido. Hay un dato que a la reina debe poner contenta. Con el 76% de aprobación entre los británicos, es el monarca inglés más popular de todos los tiempos. Como si se tratara de la bolsa de valores de Wall Street, el ranking de popularidad entre sus hijos y nietos fluctúa: hoy, Charles tiene 45% (muy bajo), William, 66% y Harry, 39% (se fue al piso).

La princesa Elizabeth Alexandra Mary se convirtió en reina el 6 de febrero de 1952. Tenía 25 años. Cuando otros de la raza humana salen a buscar a trabajo, ella pasó a residir en un mundo caracterizado por el ocio y el obsceno derroche de lujos. La nobleza desempolva su tedio criando perros corgis galeses y fox terriers, hermosos animales ambos. Ahora, si la salud se lo permite, quiere superar en longevidad en el trono a Louis XIV de Francia (72 años), Bhumibol Adulyadej de Tailandia (70 años y 126 días), y Johann II de Liechtenstein (70 años y 91 días), es decir, batir un récord universal de los que no se ponen en juego en las olimpiadas. En la eternidad interminable en términos humanos desde que es reverenda soberana (y no reverenda estupidez), en el mundo pasó prácticamente de todo. Estados Unidos ha tenido 13 presidentes. Eli la eterna, la de los costosos sombreros hechos en Luton (ciudad de cuyo club de segunda división soy hincha), la reina posguerra, los ha conocido a todos, menos al texano Lyndon B. Johnson, presidente de gran estatura. Este nunca la invitó a la Casa Blanca y ella retribuyó haciendo lo mismo, puro desaire, aunque por tres años se mandaron en forma regular cartitas diciéndose, “feliz cumpleaños”, “feliz Día de la Independencia”, “feliz Navidad y prospero (sic, sin acento) año”, como José Feliciano.

La foto del encuentro con Donald Trump parece una postalita de dos ancianos lengua larga tomando té con ricos escones y galletitas, y chismeando sobre las vicisitudes de alcoba de todos los vecinos de la cuadra. La risa pícara de la reina permite suponer una pregunta sobre la mujer del entonces mandatario, la ex (modelo) Melania, relativa a la diferencia de edad entre los cónyuges. Dale, bo, ¡decime Don! Trump, por su parte, parece estar respondiéndole con total descaro: “¿Qué querés que te diga reina, je, je?” Desde que Elizabeth asumió el trono, Gran Bretaña ha tenido 14 primeros ministros. ¡Catorce! El primero fue Winston Churchill. Hay rumores de que en una noche de farra hace mucho fumaron un habano junto con el príncipe Felipe, un apasionado ménage à trois de humo, cenizas y nicotina fina. La felicidad está hecha de momentos así.

La monarquía es una institución obsoleta, pero hay países, incluso algunos que integran la elite del llamado “primer mundo” (como si el mundo fuera una liga de fútbol en la cual hay 1ª y 2ª división) que veneran a sus monarcas, haraganes con corona. Incluso hay países cuyos habitantes desearían ser súbditos de algún monarca. Al respecto, me resultó incomprensible la manera como los argentinos tiempo atrás celebraron y disfrutaron colectivamente el hecho de que una compatriota, Máxima Zorreguieta Cerruti, se convirtiera por efectos colaterales del amor, en reina de los Países Bajos. Pero bueno, esa es otra historia. Hay reyes y reinas en demasiadas partes, aunque solo una tiene apelación mundial: la Queen Isabel. Los otros monarcas son clase B, o turista, los que viajan en el fondo, y lo que hagan, salvo que se casen o mueran, pasa inadvertido, es decir, en la realidad más real de todas, nadie presta atención a lo que sucede en las coronas del mundo. La number one, sin duda, la indiscutida, es la Queen de los ingleses. He llegado a pensar que es eterna. Algo tienen sus genes que no se oxidan.

Por esas cosas que tiene la vida, nunca he sido invitado a una fiesta de la realeza. Lo más cerca que estuve fue cuando Juan Carlos Real (sic) me invitó a un ágape en su casa en México, donde lo único que había para comer eran cositas para picar. En esos pequeños detalles se encuentra la diferencia entre la realeza, con su caviar, y Real con sus saladas papas chips y maníes. Si bien nunca estuve en una fiesta de la monarquía, en la década de 1980 tuve la oportunidad de ver a Isa (y perdón que la llame como si fuéramos amigos, es que estuvo tan cerca…) mientras ella pasaba por la calle dentro de una enorme limusina que parecía un pan flauta con ruedas y vidrios antibalas. Lo que recuerdo ocurrió muchos años antes de ayer.

Caminaba por Washington DC cuando de pronto, al llegar a una avenida tan ancha que apenas podía ver el semáforo al otro lado, encontré a una pequeña muchedumbre –las hay–, la cual se notaba feliz, pues algo importante estaba a punto de pasar delante de sus ojos, que miraban justamente en esa dirección, por donde pasaría Isa. A un policía que impedía el tránsito le pregunté sobre la razón del bullicio. Me miró sin responder nada, sospechando de mi desconocimiento de la situación. Sin necesidad de repetir la pregunta, una mujer, con un pedazo de tela en la mano que parecía una bufanda a guisa de bandera, me dijo en tono entusiasta: “¡Es que está por pasar la reina!”. Y otra, también mujer, sin que yo le preguntara nada o algo exclamó: “Ahí viene la reina”. ¿Una reina, pero cómo puede ser si Estados Unidos no es aún una monarquía? Pensé, y en la confusión supuse –y qué mal lo hice– que la Casa Blanca, sin que yo me hubiera enterado, había sido ocupada por una monarca venida directamente del frío.

Mientras suponía todo esto, en los alrededores poblados se oían sirenas y ruidos, como de asunto importante a punto de suceder, como si algo raro o enrarecido estuviera aproximándose, porque se aproximaba. Y la mujer siguió insistiendo, “ahí viene la reina, ahí viene la reina”, porque venía y el policía hizo la venia. “Ah”, respondí. No pude agradecerle, aunque el “ah” delató en el instante mi estado mental y emocional ante la imprevista situación. Puesto que todo lo que yo tenía que hacer podía esperar, lo hice esperar y me quedé esperando hasta que pasara en su coche la majestad inglesa.

En tanto vive la vida color de rosa aunque tenga sangre azul, la reina alias Liz puede prescindir de transfusiones y de la realidad sabiendo que esta igual la tendrá en cuenta como ser único. Seguramente o quizá, por tal nada insignificante detalle, esto es, por carecer de obligaciones, es que la reina con tantas décadas encima luce aún ajuventada, como si no tuviera la edad que tiene, y continuara siendo la misma de hace tanto tiempo cuando la vi de cerca, completa y transitoria, lenta y anacrónica, planeando en movimiento su posteridad. Porque aquella mañana, finalmente (para todo siempre hay un adverbio), Isabel pasó cerquita, moviéndose en su protegido motocarro a la velocidad sin prisa que llevan los monarcas cuando alguien más anónimo que ellos los mira embobado desde lejos.

Tanto entusiasmo por una reina en un país republicano como los Estados Unidos me pareció extrañísimo, aunque era comprensible. Al no tener un rey permanente, los estadounidenses sienten curiosidad y reverencia cuando los visita uno de fuera, sobre todo una reina tan prestigiosa y duradera como la del Reino Unido. Aquella mañana la vi de tal forma, y más que nada en mi imaginación la vi como suele ser ella en los días de su vida, irreal & real, ella todo el tiempo: eterna, permanente, insípida, contaminante, fría, tan fría como será algún día su estatua futura.

En fin, pasaron los minutos, y de pronto llegó el momento de verla pasar. El largo vehículo negro que la transportaba aumentando la polución del planeta pasó menos rápido de lo esperado, pero igual así, ni tiempo tuve de saludarla. ¡Pasó todo tan rápido! Para cuando levanté la mano derecha o la izquierda, no me acuerdo, para decirle ‘hola’, con seguridad Elizabeth había llegado ya a su destino. Ese día yo llegué tarde al mío, sintiendo que había perdido el tiempo, como muchos de ustedes han de sentir que lo pierden cuando tienen que leer historias sobre reyes o reinas fácilmente prescindibles. 

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