Ina FASSBENDER / AFP

Revolución verde 2.0

En el siglo XXI la agronomía está incorporando una nueva dimensión

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19 de julio de 2020 a las 05:00

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Durante casi todo el siglo XX las hambrunas fueron algo permanente o al menos muy frecuente. Los experimentos colectivistas de Rusia y China, las guerras y el crecimiento poblacional en los países en aquel entonces llamados del Tercer Mundo y particularmente en África hacían que las imágenes de niños con desmesuradas cabezas y raquíticos cuerpos eran frecuentes en los primeros noticieros televisados y generaron millones de muertes que nadie registró.

Finalizada la segunda guerra mundial el tema fue inaceptable para la recién inaugurada Naciones Unidas que creó la FAO que lleva precisas estadísticas.  En esos años no solo se tomaba plena consciencia del problema sino   que la demografía avisaba de una explosión de población, certeramente advertida en el libro de Paul Ehrlich The population bomb, la bomba poblacional publicado en 1968. Las hambrunas podían multiplicarse.

China e India tomaron medidas drásticas en términos poblacionales, China con su política de un único hijo, en tanto India salió directamente a castrar gente. La política se derrumbó ante la obvia rebelión suscitada por una política estatal literalmente castradora. Ahora la población de India crece a un ritmo tres veces mayor que en China.

Parecía que venía la catástrofe malthusiana. Se formó el Club de Roma, primera aproximación a analizar los peligros del crecimiento económico ilimitado. Pero la agronomía dio una respuesta formidable a través de la revolución Verde y su héroe Norman Borlaug. Con tres mil millones de personas, la humanidad de 1950 sometía a mil millones a la hambruna. Hoy la cantidad absoluta sigue en términos similares, cerca de mil millones de personas tienen una alimentación biológicamente deficiente.

También en 1968 fue acuñado el término revolución verde para referirse a la obra de Borlaugh y el CIMMYT, según informa Wikipedia, el término “Revolución Verde” fue utilizado por primera vez en 1968 por el exdirector de USAID, William Gaud, quien destacó la difusión de las nuevas tecnologías y dijo: «estos y otros desarrollos en el campo de la agricultura contienen los ingredientes de una nueva revolución. No es una violenta revolución roja como la de los soviéticos, ni es una revolución blanca como la del Sha de Irán. Yo la llamo la revolución verde».

En aquel entonces se trataba de correr a toda velocidad a salvar vidas. Expandir la producción de arroz, trigo y maíz. Aumentar los rendimientos por hectárea. Y los rendimientos efectivamente se multiplicaron. El trigo que daba 1.000 kilos por hectárea a través de genética y nutrición pasaba a dar 4.000, el maíz de 2.000 kilos pasaba a dar 8000. Al final del siglo XX, en aquellos tiempos optimistas de la caída del muro de Berlín, la derrota del hambre parecía relativamente cercana.

Esa agronomía era una carrera por el rendimiento. Como en una competencia de garrocha, había que aumentar la productividad, minimizar el costo. Como un negocio más, digamos.

La erosión no entraba en la cuenta. Las emisiones al agua no estaban en el radar. Muchísimo menos las emisiones de gases. La pérdida de biodiversidad entraba  como un daño colateral inevitable sobre el que no cabían muchos comentarios. Ser buen agrónomo era sustituir el tapiz natural por un cultivo más “productivo”. Que no se olviden que no sembrar la tierra es crimen. El “ganadero extensivo” era un “oligarca” holgazán que no se tomaba el trabajo de arar la tierra. El símbolo de la Asociación de Estudiantes de Agronomía, el arado de reja, una cuchillada para la salud del suelo. Ya en los años 80 Ricardo Cayssials advertía sobre los estragos de la erosión y Rachel Carson advirtió en Primavera Silenciosa que surgían problemas en el enfoque orientado exclusivamente a la productividad física. Una grave simplificación de la economía clásica, el no contabilizar costos ambientales, no contabilizar la entropía generada.

En el siglo XXI la agronomía está incorporando una nueva dimensión. Sin abandonar el crecimiento a la productividad, al mismo tiempo debe restaurar la naturaleza. Como parte de un esfuerzo de la civilización completa por evitar la extinción. No porque la agricultura sea la culpable. La gran culpable es la industria de la energía fósil. Simplemente porque más allá de culpas, al igual que la industria automotriz, todas las actividades económicas van a tener que remodelarse con el objetivo de estabilizar el clima y los ecosistemas.

Ya hay cambios espectaculares que suceden. La evolución de los cultivos de cobertura es algo que Uruguay debería destacar fuera de fronteras. Cada año se prueban mezclas forrajeras y estrategias distintas para controlar mejor malezas e incorporar más carbono al suelo. Todo en agronomía tendrá esa lógica.

¿Como lograr las más altas productividades capturando carbono, aplicando menos insecticidas y herbicidas, reconstruyendo la biodiversidad del suelo, desde los microorganismos que convierten las hojas en humus, a la microfauna como las lombrices que aceleran el proceso y de allí al conjunto de la fauna? Son desafíos dificilísimos, y a la vez apasionantes.

Es apasionante porque de la sabiduría que le pongamos dependerá la calidad de vida de nuestros nietos. Pero también porque una agronomía climáticamente inteligente es la que pone más carbono en el suelo. Y eso es hacer suelos cada vez más fértiles. Para curar el planeta tenemos que construir un vergel mientras producimos alimentos para todos.

Si la trazabilidad total ya era importante, ahora es cualitativamente importante. El consumidor no solo va a exigir que el alimento sea sano para el planeta, va a querer pruebas, números. Y los va a querer en su celular, porque va a hacer sus compras a través de aplicaciones y pasando su celular por un código de barras o qr u otras formas más sofisticadas.

En una tarea tan desafiante, sin los espectaculares avances de la genética será simplemente imposible. La edición génica se volverá norma, otro aspecto intrigante y fascinante de esta versión 2.0 de la revolución verde.

Es una fase más intensamente verde que la anterior, o con un verde que tiene muchos más matices. El verde de los cultivos, el verde de las áreas protegidas, el verde de nuevas formas de cultivar. Es orgánica pero futurista, con big data, drones, arduinos, crispr e inteligencia artificial y robots que arrancan malezas sin dejar huella.

Ya hay varios síntomas de ello en Uruguay y el mundo. Pero Uruguay, como con la trazabilidad ya instalada en vacunos y en cannabis, puede ir a una trazabilidad generalizada y ser la sala de ensayo mundial de esta revolución verde 2.0. 

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