¿Secuelas duraderas en la economía?

¿Secuelas duraderas en la economía? Opinión, por Andrea Burstin

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05 de octubre de 2022 a las 05:00

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Del mismo modo que el covid parece haber dejado secuelas de largo plazo para un porcentaje de la población infectada, lo mismo sucede a gran parte de las economías del planeta. Importantes desajustes en el mercado laboral, una falsa sensación de canilla libre o dinero fácil y una inusual intervención de los estados en varios sectores de la economía se propagan cual réplicas de los  temblores de estos últimos años.

En primer lugar, asistimos a una profunda y rápida transformación del mercado laboral. En la mayoría de los países desarrollados faltan trabajadores en la hostelería, en la agricultura, en los servicios de transporte, en los aeropuertos y en unos cuantos rubros más. En algunos, como en Estados Unidos la tasa de participación en el mercado laboral (es decir el número de personas que quieren trabajar entre aquellas que están en capacidad para hacerlo) tuvo un ligero descenso (1%) con respecto a los datos anteriores a la pandemia. Sin embargo, esto no es el caso de otras economías como la británica o la española y tampoco explica por sí sola la escasez de trabajadores. Hay movimiento de trabajadores entre sectores y salen perdiendo aquellos que históricamente ofrecen salarios más bajos, menos flexibilidad y menos seguridad.  La presencialidad empieza a ser un requisito que desmotiva a muchos, especialmente a los trabajadores más jóvenes, que con entrenamientos rápidos pueden emplearse fácilmente en sectores que les ofrecen más ventajas, como servicios de atención al cliente, comunicación, back office, etc. En ellos pueden combinar el trabajo en formato virtual y presencial y se les brindan mejores perspectivas de desarrollo profesional.  Las tecnologías de la información que aceleraron su inserción en los tejidos productivos durante la pandemia fueron grandes facilitadores para que estos cambios se materializaran. A las complicaciones señaladas en algunas áreas de negocios se suma que los flujos de migración, normalmente buenos equilibradores en el mercado laboral se enlentecieron en los últimos dos años y aún no se recuperan.

En segundo lugar, los criterios para abrir las canillas del dinero público se tornaron mucho más laxos en aras de mantener los niveles de consumo y el tejido empresarial durante los meses en que la actividad económica estuvo restringida. La recuperación económica posterior, la invasión rusa a Ucrania, las sanciones al invasor y la consiguiente subida de precios de la energía y los alimentos, están causando niveles de inflación preocupantes. Los gobiernos intentan por un lado controlarla con las recetas clásicas de política monetaria y por ello asistimos a una escalada de los tipos de interés como no veíamos desde hace décadas. Sin embargo, la política fiscal no siempre está alineada y para paliar los efectos inflacionarios se pone de manera indiscriminada dinero público en los bolsillos de los ciudadanos.   Las condonaciones a las deudas de los estudiantes universitarios en Estados Unidos, las subvenciones generalizadas a los combustibles en España, la congelación de los precios para hogares y empresas de la energía en Reino Unido (mientras se subvenciona a las empresas energéticas) y las rebajas impositivas, ponen nuevamente en circulación el dinero que las tasas de interés más alta pretenden absorber. La política fiscal borra con el codo lo que la monetaria escribe con la mano.

Bienvenidas las ayudas fiscales y los esfuerzos para que nadie quede atrás y se auxilie a aquellos que de otra manera deberían dejar descubiertas sus necesidades básicas y las de sus hijos. Sin embargo, no tiene sentido que estos fondos se den a las capas de la población en situaciones más desahogadas, endeudando a la sociedad y alejando el horizonte de control de la inflación, que siempre afecta más a aquellos con menos recursos. Así mismo, cuanto más se tarde en controlar la inflación, más lejos queda la entrada a un nuevo ciclo de crecimiento económico, después de una recesión que ya no hay dudas llegará más temprano que tarde.

En tercer lugar, las excepcionalidades en los poderes coercitivos y la acción del Estado para controlar la emergencia sanitaria parecen también de algún modo haberse instalado de forma peligrosa en la gestión pública que no logra salir de la actitud de apagaincendios reinante desde febrero de 2020. Decisiones como la del gobierno británico de congelar las tarifas energéticas, pasando por encima del organismo regulador sientan precedentes muy nocivos y dan señales peligrosas al mercado. Las décadas de crecimiento y desarrollo se construyeron con poca interferencia en los mercados que pudieron operar dentro de marcos regulatorios claros que buscaran la eficiencia, la libre competencia y la protección al consumidor y al medioambiente.

El Estado debería volver cuanto antes a estas funciones, no distorsionar el juego de libre mercado y sí propiciar los cambios transversales necesarios en la oferta con una mirada de mediano y largo plazo. Seguir avanzando en la transformación energética, en la digitalización, en la capacitación de los recursos humanos y en las mejoras de las infraestructuras no pueden quedar relegados como temas secundarios hasta acabar de apagar los fuegos.  Dar nueva luz verde a los flujos migratorios y continuar abogando por una integración global justa para un desarrollo más equilibrado debe también volver a un lugar prioritario de   la agenda.

No cabe duda  que el desatar mucho de los nudos geopolíticos del momento aceleraría el retorno a la normalidad. Hasta entonces todo parece indicar que seguiremos viendo estas sucesivas y por momentos contradictorias intervenciones de la política monetaria y la fiscal. Esta conducción errática de la política económica y difícil de interpretar para los diferentes agentes implicados, es una secuela muy nociva que está tiñendo de mayor incertidumbre e inestabilidad la ya de por sí complicada coyuntura mundial.

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