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Sin líneas rojas que lo amenazaran, Putin llegó al corazón de Kiev a las risas

Las normas de derecho internacional son letra muerta cuando un Estado poderoso tiene el apetito abierto y la percepción de que no será castigado por sus acciones

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26 de febrero de 2022 a las 05:03

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Manipular el comportamiento de terceros a través de amenazas es un fenómeno natural. En el reino animal hay suficiente evidencia sobre ello. A lo largo de la historia, las naciones y estados también aprendieron que lanzar amenazas condicionales puede ser efectivo para señalar a otros que tomar determinado curso de acción no será gratuito, sino que provocará costos que eventualmente podrían ser mayores a los beneficios. Los estudios de estrategia lo llaman disuasión, un concepto que según el prestigioso académico Lawrence Freedman, tiene el sentido instrumental de asustar a otros con el propósito de la inacción. 

La idea de que demostraciones de fortaleza militar puede llevar a los adversarios a la contención se vio reflejado en el lema romano si vis pacem, para bellum (si querés paz, preparate para la guerra), aunque el concepto ganó importancia varios siglos después, durante el medio siglo de Guerra Fría en el que el régimen de destrucción mutua asegurada (MAD en inglés) por la condición nuclear de las potencias puso el foco de las preocupaciones en la contención para evitar una apocalipsis atómico.

Lo que ha quedado estrictamente claro en estos últimos días es que para el presidente ruso, Vladimir Putin, no hubo ni una sola línea roja disuasoria que lo hiciera dudar sobre la movilización de sus fuerzas hacia el territorio ucraniano. En su cálculo estratégico, el exagente de la KGB, jamás se sintió amenazado por las posibles consecuencias que su comportamiento podía tener y, en buena medida, eso se ratificó con la reacción de Estados Unidos y sus aliados de la OTAN que, contrarios a sus encendidos discursos, dejaron en soledad al presidente ucraniano y a su pueblo. 

Putin olfateó debilidad y encontró el momento indicado para actuar. Porque Estados Unidos está de repliegue luego de dos décadas de guerras costosas e impopulares, porque el Reino Unido y Francia están hundidos en sus problemas internos y porque Alemania depende del gas ruso como pocos en Europa. Pero, sobre todo, porque ninguno de esos cuatro estados tienen un jefe de Estado con capacidad de liderazgo. La desconcertante conferencia de prensa que brindó este jueves “el líder del mundo libre” -titubeante e incapaz de dar respuestas- hubiera ofendido a Franklin Delano Roosevelt.

Sin embargo, no es contradictorio decir que existen buenas razones para entender el comportamiento de Occidente. Primero, porque el envío de tropas a Ucrania hubiera conducido seguramente a una gran guerra. Segundo, porque nadie en Occidente quiere pagar el costo moral y material de otro conflicto, sobre todo cuando hablamos de reeditar el hecho de un enfrentamiento entre potencias. Y tercero, porque según parece, los intereses estratégicos de la OTAN en Ucrania no son lo suficientemente importantes como para usar la fuerza.

Lo que ahora también resulta claro es que los separatistas prorrusos de las provincias del este apenas eran la excusa que necesitaba para justificar su aventura (tal como lo hizo Medvedev en 2008 con las provincias georgianas de Abkhazia y Ossetia del Sur). Lo que realmente se proponía Putin era llegar a Kiev y hacer un cambio de régimen que esté en línea con los intereses de Moscú, es decir, que no coquetee con adherirse a la OTAN. 

En el fondo de la cuestión -más allá de los factores económicos con los que se pueda especular- hay una visión sobre el lugar que le corresponde a Rusia, la tercera Roma, el “legítimo” sucesor político de Bizancio y una preocupación por su seguridad e integridad territorial que atravesó toda su historia. Porque tal como argumenta Jeffrey Mankoff, “la premisa básicas de la política exterior rusa han sido moldeadas por la experiencia histórica”.

Ni un paso atrás

El 28 de julio de 1942 Iósif Stalin emitió la orden 227, conocida como “¡Ni un paso atrás!”, según la cual las tropas soviéticas tenían prohibido emprender la retirada si no mediaba una orden expresa. Los “cobardes” podían ser fusilados, tal como ilustró la recomendable película Enemy at the gates

El sacrificio por la defensa de la madre patria rusa, asumiendo altos costos, ha formado parte de la evolución de la cultura estratégica rusa durante el imperio, la Unión Soviética y ahora la Federación que, con todas sus diferencias, constituyen tres expresiones políticas de una misma cosa. Como dice el historiador Geoffrey Hosking “en todos los tiempos, la supervivencia del imperio y la manutención de su integridad territorial fueron las prioridades principales de los gobernantes rusos”. 

De manera que existen imperativos geopolíticos vinculados a un estado con pocas barreras naturales que pudieran actuar como fronteras defendibles. Es por eso que Rusia históricamente tuvo la necesidad de encontrar una zona que actuara como buffer entre ellos y sus rivales (Ucrania contra los turcos, Polonia contra los alemanes, o los satélites soviéticos durante la Guerra Fría). Eso llevó de forma inexorable a comportamientos expansionistas y a tener fronteras disputadas durante varios siglos. 

En el siglo XX, Rusia vivió en poco tiempo experiencias de colapso catastrófico, que amenazaron su supervivencia e integridad territorial, antecedidas por una proyección de poder inmenso. En 1917 cayó el imperio y en 1991 la URSS, algo que ciertamente dejó una honda huella en el joven agente de la KGB que hacía contrainteligencia, entre otras actividades, en Berlín Oriental.  El desplome soviético y la reorientación llamada “new thinking” de Boris Yeltsin en los 90 fue un error histórico para el actual líder ruso.

Como han argumentado los teóricos Ikenberry y Deudney, la Guerra Fría no solo terminó, sino que lo hizo con un acuerdo tácito en el que la nueva Federación Rusa tendría capacidad de acomodo e integración en el nuevo orden mundial, con un control de armas nucleares simétrico y fundamentalmente con Washington exhibiendo restricción. El espíritu era que la paz que resultaría del fin de la bipolaridad había sido lograda por las dos potencias. 

Sin embargo, la percepción en Moscú es que el acuerdo se socavó y que Washington ha interferido con los intereses legítimos e históricos, nacionales y de seguridad rusos, sobre todo con el avance sobre las zonas de influencia soviética. 

Además, las dificultades económicas de los 90 despertaron el malestar de las oligarquías y sectores nacionalistas que veían la sombra de un gran imperio sometida a la voluntad de otros poderes e incapaz de sembrar respeto en Europa Oriental, el barrio que históricamente le había temido. Y por eso necesitaban a un nuevo líder que pudiera resurgir el orgullo de la tercera Roma. Porque, al fin de cuentas, Rusia nunca había sido invadida y colonizada. 

Desde entonces, Putin se transformó en una molestia. La toma de Kiev no es un hecho aislado. Antes existieron Chechenia, Georgia, Crimea, y Siria. Existió un apoyo a Irán y a Venezuela. 

Pero Kiev no es un hecho más. Para el registro quedará que aún en 2022 los discursos que invocan las normas de derecho internacional en las organizaciones multilaterales son letra muerta, cuando un estado poderoso tiene el apetito abierto y decide usar las armas ante la percepción de que su conducta no será castigada. Putin podrá decir suelto de cuerpo que el Consejo de Seguridad no es muy eficiente. De hecho, mientras las tropas rojas cruzaban la frontera, en Nueva York se seguía dando una discusión estéril a todas luces.

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