Pancho Perrier

Vergüenza ajena por Trump

Deja más división interna que nunca desde la Guerra de Vietnam, porque dividir es la técnica básica de los populistas

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09 de enero de 2021 a las 05:04

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Iba a hacer un muro en la frontera con México, y pasaría la factura a los mexicanos. Creía que la integración industrial y comercial con México, y la inmigración masiva de hispanos, esa mano de obra barata que inunda Estados Unidos, eran una amenaza para el sueño americano; una gran nación construida precisamente por los pobres venidos de todo el mundo en busca de una vida mejor.

Iba a crear 35 millones de puestos de trabajo; y terminó repartiendo centenares de millones de cheques de desempleo y de ayudas a hogares y empresas.

Cierto que hubo mucha injusticia en eso: a principios de 2020 el desempleo en Estados Unidos era apenas superior al 4%, en medio de un auge notable, y la bolsa de Wall Street recalentaba en su cúspide histórica. El inusitado éxito económico del país era muy incómodo para los críticos del presidente.

Pero él subestimó el impacto de la pandemia que se gestaba en China en 2019. En febrero de 2020 todavía auguraba que el Covid-19 sería pasajero, y después aconsejó tomar hipoclorito. Al final, el desbarranque fue más grave por la imprevisión. 

Ahora deja una deuda pública que supera el 100% del PBI, y un déficit fiscal que creció 218% en 2020 por las ayudas a familias y empresas, y llega al 15% del PBI, un pasmoso récord histórico.

Ensució el vínculo con Europa occidental, la piedra angular sobre la que se asentaron las relaciones internacionales desde el fin de la Segunda Guerra Mundial; y declaró la guerra aduanera a los productos europeos, desde vinos a aviones.

En 2018 llegó a asegurar que la Unión Europea había sido creada “para aprovecharse de Estados Unidos”. Fue particularmente duro con Angela Merkel y con Alemania, en tanto se mostró casi siempre afable con los autócratas, así fuesen tipos más bien decadentes como el ruso Vladimir Putin o el norcoreano Kim Jong Un.

Una de las consecuencias, acelerada por la pandemia, fue que durante el tercer trimestre de 2020 China se convirtió en el primer socio comercial de la Unión Europa, un cataclismo histórico a costa de Estados Unidos.

Iba a eliminar el déficit comercial con China, la gran potencia emergente, a la que acusaba, no sin razón, de un dumping comercial a escala jamás vista. El comercio entre ambos países se redujo, pero el déficit comercial de Estados Unidos con China se agrandó hasta lo indecible (+52% a noviembre del año pasado), pese a la guerra de aranceles iniciada en 2018.

Esta semana el yuan alcanzó su cotización más alta frente al dólar en dos años. El día que sea plenamente convertible ante otras monedas, competirá con el dólar y el euro como reserva de valor y medida de todas las cosas.

El eje del mundo se desplaza marcadamente hacia Oriente.

Pero Estados Unidos nunca fue tan rico como ahora, gracias a las cadenas de valor (productos que se arman por piezas producidas en distintas partes del mundo), a su supremacía tecnológica y a la captación de inmigrantes calificados. El desafío de China se basa más en el volumen que en la calidad o en la plenitud individual.

El índice bursátil Dow Jones, que mide el desempeño de las principales industrias, alcanzó el miércoles su récord histórico mientras los manifestantes ultras invadían el Capitolio, pues los demócratas ganaban en Georgia y pasaban a controlar el Senado.

Deja tras de sí más división interna que nunca desde la Guerra Civil o la Guerra de Vietnam, porque dividir por odio para manipular es la técnica básica de los populistas.

Hasta su vicepresidente Mike Pence lo desautorizó el miércoles… y dejó de seguirlo en Twitter.

Y deja una torre inconclusa en Punta del Este.

Cuando se evoca a ciertos gobernantes ególatras y charlatanes, tan propios de América Latina pero no solo, muchos se preguntan cómo llegaron a tener tanto poder. Resulta que el principio Vox populi, vox Dei (la voz del pueblo es la voz de Dios) es esencialmente falso. Los pueblos sí se equivocan, y muy seguido. Pero tienen derecho a hacerlo. Y la ventaja del sistema democrático es que al menos los pueblos pueden rectificarse cada cuatro o cinco años, como sucede ahora en Estados Unidos, y no hundirse con sus tiranos, como le ocurrió y ocurre a tantos otros.

Donald Trump, quien abandona la Presidencia de Estados Unidos entre berrinches y empujones, por las buenas o por las malas, se sirvió del miedo de las clases populares y los wasp (blancos, anglosajones y protestantes), nostálgicos de las antiguas formas de vivir y trabajar, y temerosos de cambios globales acelerados.

Ese tipo de miedos produce proteccionismo económico, populismo político y conflictos de todo tipo. El miedo y el odio, manipulados por un líder, pueden ser motores de la historia tan poderosos como las ideas, los credos, el lucro y el amor.

Para bienpensantes y progres es fácil hacer buena letra a costa de Donald Trump y sus libertarios ultraconservadores. Pero quienes conocen y respetan la contribución decisiva de Estados Unidos a la modernidad, sienten vergüenza ajena.

Resta ver si los incidentes del miércoles en la sede del Congreso, en Washington, son el preámbulo de una guerra abierta de la extrema derecha contra el sistema liberal, como temen algunos, o una mera convulsión folklórica de una vía muerta: el fin de la extraña y vergonzante era de Donald Trump en la Casa Blanca.

Joe Biden, un anciano, y Kamala Harris tendrán la fatigosa tarea de reconstruir vínculos: el de los estadounidenses entre sí, y el de Estados Unidos con el mundo. Es probable que también traigan consigo un impuestazo para extender la esfera del Estado, y para cubrir los déficits acumulados y las asistencias masivas por la pandemia. Pero esa es otra historia, y otro debate, que debería ser más inspiradora.

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