Y el Oscar es para… Maradona

La estrella del balón tuvo una vida de película que representa un desafío para el cine

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12 de diciembre de 2020 a las 05:03

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Ahora resulta que Diego Armando Maradona fue casi un mártir.  Si el desproporcionado intento hagiográfico continúa, pronto se le va a pedir al papa Francisco que lo incluya en el santoral católico. Habrá estampitas con su imagen. Tendremos San Diego, aunque estaría el riesgo de que lo confundieran con la ciudad estadounidense, de las más lindas de ese país, frontera con Tijuana, llena de narcos. Parece que en los triunfos el muerto reciente encontró sus castigos. Es una de las interpretaciones que podemos hacer del desmedido cúmulo de opiniones desfavorables a la realidad presente, y favorables al astro futbolístico, quien supuestamente habría sido víctima de todos nosotros, sus contemporáneos. En varias partes se ha repetido con idénticas palabras el mismo comentario: “A Diego lo dejaron morir”. ¿Cómo a un hombre adulto, en plena actividad, pues no era un jubilado sino el entrenador de un club de primera división, se le puede dejar morir sin su consentimiento? No hay lógica en la afirmación y es más bien un tiro al aire producto de la falta de puntería. La verdad es otra. 

Desde que se convirtió en miembro del club de los cocainómanos, al que entró cuando tenía 21 años (según Carlos Fren, quien lo conoció bien), Maradona comenzó a escribir con sangre propia su eutanasia. Vivimos en tiempos afortunadamente democráticos, en los que cada uno, sin distinción etaria, étnica ni social, puede tener el final que quiera (el principio es ya un poco más difícil). Cada uno es libre de elegir el camino al óbito que prefiera; más rápido o más lento. Pasta base, o coca de la mejor. Alcohol o fármacos. O ambos. Maradona quiso desacelerar, bajar revoluciones, pero ya era tarde. Había entrado en la pendiente y los frenos estaban dañados. Su cuerpo era víctima de los desmanes cometidos por su propietario. La juventud, divino tesoro, es una ilusión de actualidad permanente, hasta que el organismo emite su opinión. El Tiempo, como lo recuerda la película El lado oscuro del corazón 2, suele venir acompañado de la Muerte (nadie la interpretó mejor que Nacha Guevara, bella y procaz, como debe ser). “Él [tiempo] siempre llega”, dice Ella. Viene para quitar por anticipado los minutos que al final a la vida le terminan faltando. Es “el nuevo perseguidor”, dice la mujer de negro. El tiempo “lleva la cuenta”, y después la pasa, “el día menos pensado”. De esta vida nadie se va sin pagar (aunque no quiera dejar propina). Tarde se vino a acordar Maradona de hacerle preguntas al destino. Para entonces, el silencio, el que no necesita de últimas palabras para imponerse igual, era un pensamiento sin propietario. 

“Cuando se miran de frente / los vertiginosos ojos claros de la muerte”, dice el poema de Gabriel Celaya, aunque no estoy seguro de que esos ojos sean claros. Son los de algo o alguien que viene a llevarnos, a llenar la soledad con cenizas. La soledad, eso, el final definitivo sin bis ni compañía. Maradona murió solo, a una hora que nadie sabe. ¿Era aún de noche o había llegado ya el día? ¿Cómo habrán sido sus últimos instantes? ¿Habrá muerto mientras dormía, sin sentir nada, sino solamente la enorme tranquilidad de poder librarse del cuerpo que había empezado a fallarle? ¿Habrán sido fulminantes y no vertiginosos los ojos de la muerte, tal cual los cantó el poeta romántico? ¿Habrá tal cosa como morir sin sentir nada? Qué misterio. Ahí está, creo, el gran y blindado enigma de esta historia. El hombre al que le fue casi imposible librarse del ojo público, quien vivió en la casa de Gran Hermano fisgoneado todo el tiempo, murió en la radical soledad de una casa que, además, no era la suya. En Mi último suspiro, su maravilloso libro de memorias, dice Luis Buñuel que no le teme a la muerte, pero que tiene miedo a morir solo en un hotel y no saber quién será el que le cierre los ojos.  Maradona no murió en un hotel, pero la soledad que lo acompañó en su hora final fue tan grande que daba para llenar todos los cuartos del cinco estrellas más grande del mundo. La verdad de esa historia tan privada se la llevó con él a la tumba, tal vez lo más íntimo y único que pudo llevarse a la otra vida. Al menos pudo despedirse de sí mismo, en la soledad completa que lo rodeaba, sin que hubiera paparazzi para acecharlo.

Quien vivo fue un hombre, ahora muerto es el nombre de un estadio (dos, uno en Buenos Aires, otro en Nápoles), y pronto será el de una calle de Buenos Aires. El ser que fue estrella, e ídolo después, pervivirá en el elitista club de los mitos, a donde pocos entran y quienes sí, se quedan. Ya no hay luego forma de desalojarlos. Durante una vida que duró 60 años, Maradona construyó una imagen mítica y lo pagó con una muerte por anticipado, como la que tienen todos quienes entran al país de las leyendas sin necesitar visa, mejor dicho, que pagan con su vida y sus actos para no necesitar una.

Nada extraño hay en lo breve de la vida humana, la cual se hace incluso más corta en la recta final. La pasamos, tratando de aceptarlo. Cambia todo y lo nuestro es pasar. Como si nada y sin piedad, mueren los héroes, los astros y los dos nadie. A la aurora o al anochecer los días se quedan dormidos para cumplir así con el dictado inapelable de la condición humana: la muerte es la única gran democracia. A nadie deja de lado. En el proemio de Nueva refutación del tiempo, escribe J. L. Borges que Juan Crisóstomo Lafinur (1797-1824), “murió en el destierro; le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir”. Los tiempos que le correspondieron a Maradona fueron malos y fueron buenos, se turnaron, aunque al final dio igual que el carro de la montaña rusa estuviera en lo alto o a ras de tierra para cambiar la opinión sobre el panorama a la vista. Poco se necesita para darse cuenta de la gran ilusión que es todo. Y esa certeza, si no mata, daña. Ni siquiera las luminarias que hicieron goles perfectos se libran de padecer esa verdad, de tener que golpear la puerta de la nada en la oscuridad.

Un cigarrillo argentino se llamó 43/70 (la marca murió en julio de este año y no de covid-19). El futbolista que debutó en los años 70, llegó a tomar por día 30 pastillas del ansiolítico Alplax y 13 cervezas. Se auto medicaba y él mismo destapaba las botellas. Había encontrado en esas dosis de delirio, producto de la desesperación, la forma de decidir cómo quería terminar sus días. En la sedación de la ansiedad, la vida no pasa a ser más larga ni menos corta, simplemente deja de ser. Ese frenesí sin fin –es un decir, pues el fin, si lo apresuran, tarde o temprano llega– transformó su existencia en ficción, de esas que terminan siendo difíciles de representar, en cine o en literatura. Son casos en que la realidad tiene mayor poderío que la imaginación. Cualquier intento de aproximación a la figura en cuestión se queda corto. Las interpretaciones fallan y las vidas reales pasan a tener mayor atractivo que la ficción que de ellas pueda hacerse. Con respecto a representar figuras deportivas cuya imagen fue definida por su narcisismo autodestructivo, el cine no ha sido muy efectivo. Se cuentan con los dedos de una mano las buenas películas basadas en estrellas del deporte: The Babe (con John Goodman, 1992) y Cobb (con Tommy Lee Jones, 1994), sobre los beisbolistas Babe Ruth y Ty Cobb, respectivamente. Respecto del malditismo de ciertas estrellas deportivas, cabe también mencionar The Hurricane (Huracán, con Denzel Washington, 1999), sobre el boxeador Rubin Carter. Sobre futbolistas no hay nada, ni una sola película. Resulta incomprensible, pues es parte del show poder ver a una figura descascarse sobre el escenario. Lo atractivo es conocer todo lo malo que condicionó a su existencia. El deterioro público del semejante, con la aprobación de este, despierta el mismo interés que durante el imperio romano despertaban los gladiadores al entregar su vida para que nadie regresara a casa aburrido. “La vida es un ratito”, dijo Dalma, hija mayor de Maradona. El asunto es cómo cada uno vive ese ratito. No hay manual de uso y las vidas tienen expectativas diferentes. Por consiguiente, no es una buena idea medir a todos con la misma vara ni plantear un modelo estándar de vida ‘normal’ y universal.

Maradona pasó su vida resbalándose hacia arriba, hasta que cayó. Maradona: la película debería tener en cuenta que el implicado, lo mismo que todos quienes exhiben la valentía de la aceptación, no había nacido para vivir la vejez y hacer de esta un martirologio. El final del ídolo que tuvo una vida de película, hace pensar en los últimos días de Ludwig Wittgenstein (1889–1951). Cuando el médico le informó que tenía cáncer terminal, el filósofo austriaco le dio la mano y le agradeció: “Hacía tiempo que me quería morir, pero como soy un cobarde no me había animado a apurar el final”. Tal vez sin proponerse tener la exactitud con que le salió la jugada, Maradona vivió su vida escribiendo el libreto de una película que tuvo el final ideal para un mito que no había nacido para morir viejo. Igual que el sheriff de A la hora señalada inmortalizado por Gary Cooper, quien debe enfrentar a sus enemigos con la muerte como única aliada, Maradona vivió su vida con esa muda presencia al lado, tal vez el único amor incondicional que conoció. No en vano, quien empezó con nada y terminó con nadie, aceptó el dictamen del destino con estoicismo. Los mitos no son de pedir clemencia.  

 

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