24 de agosto 2025 - 9:01hs

Peter Drucker decía: "La cultura se come a la estrategia en el desayuno". La cultura, cuando es sólida, pesa más que cualquier plan. Y sin embargo, todavía muchas empresas creen que basta con sumar beneficios simpáticos para "tener cultura".

Tener una mesa de ping pong, frutas gratis o viernes flex no es cultura. Es, como mucho, un gesto agradable. La cultura es otra cosa: es lo que pasa cuando nadie está mirando, es cómo se toman las decisiones, es lo que sostiene a un equipo en los momentos difíciles.

En muchas pymes, cuando se habla de "cuidar la cultura" se piensa en perks (beneficios accesorios, tales como snacks, juegos o after office). No está mal ofrecerlos, claro que no. El problema es cuando se cree que con eso alcanza. Pero mientras tanto, la gente se siente poco escuchada, el propósito no está claro, las decisiones se contradicen y la motivación se diluye.

La cultura real empieza por la coherencia. Un equipo necesita que las decisiones sigan un hilo conductor, que no cambien de un día para el otro, que transmitan rumbo y previsibilidad. Cuando lo que se dice y lo que se hace coinciden, se genera seguridad y confianza. Y esa seguridad es básica: nadie puede comprometerse de verdad si siente que lo que vale hoy, mañana se desarma.

El propósito es otro pilar. Trabajar sólo para "ganar plata" no inspira a nadie. La gente se compromete cuando entiende para qué hace lo que hace, cuando conecta su tarea con un objetivo más grande: mejorar la vida de los clientes, transformar un sector, dejar una huella. Con propósito, hasta las tareas rutinarias cobran sentido.

Según Gallup, sólo el 20% de los empleados en el mundo se siente realmente comprometido con su trabajo. Y uno de los principales factores que explican ese compromiso no son los beneficios, sino la confianza en los líderes y la claridad del propósito. Este dato es clave: muestra que la cultura no se fortalece con cosmética, sino con convicciones profundas y sostenidas.

El liderazgo es el amplificador de la cultura. Un equipo puede tener propósito y claridad, pero si quien lidera no predica con el ejemplo, todo se desmorona. El líder marca el tono de las conversaciones, decide cómo se resuelven los conflictos y muestra —con su conducta más que con sus palabras— qué es lo que realmente importa. Un buen liderazgo inspira con coherencia, transparencia y una brújula clara.

La confianza se construye delegando en serio, no microgestionando. Dar autonomía, sostener reglas claras, acompañar sin invadir. Y junto con eso, escuchar. Escuchar de verdad. Abrir espacios donde los empleados puedan compartir ideas y preocupaciones, y luego tener un líder que toma decisiones claras. La gente no pide que todo lo que sugiere se cumpla; pide ser escuchada y respetada, y que las decisiones tengan fundamentos. Como dice Simon Sinek: "Los clientes nunca van a amar a una empresa hasta que sus empleados la amen primero".

El reconocimiento también marca la diferencia. Las felicitaciones deben ser públicas: celebrar logros, agradecer aportes, poner en valor lo que funciona. Las llamadas de atención, en cambio, siempre en privado. Reconocer es mucho más que un bono: es ver el esfuerzo, dar feedback, sostener la motivación. Con reconocimiento, el talento crece; sin él, se desgasta.

La cultura no se compra ni se improvisa. No se logra con un metegol en la oficina ni con un discurso bonito. Se construye todos los días, en cada interacción. Y ahí está la clave: "Los equipos no necesitan perks, necesitan confianza, escucha y líderes que decidan con sentido".

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