20 de septiembre 2025 - 12:03hs

Cinco siglos después de la Inquisición, España vuelve a convertirse en un espacio donde ser judío implica riesgos que van más allá del debate político. En tiempos de Torquemada, a los hebreos se les ofrecieron dos opciones: la conversión al cristianismo o el exilio. Muchos, incapaces o renuentes a abandonar su tierra, eligieron convertirse solo en apariencia. Nació así la figura del “marrano”, el criptojudío que practicaba su fe en secreto, mientras sostenía una fachada católica para evitar la persecución. La palabra “marrano”, cargada de desprecio, significaba literalmente “cerdo”. El insulto estaba en la piel y en la sospecha: cualquier cristiano nuevo era culpable hasta que se demostrara su cristianismo. Hoy, siglos después, la historia encuentra su eco.

La situación actual en España se parece a aquella época. Ser judío o apoyar a Israel, incluso de forma mínima, expone a ciudadanos y visitantes al escrutinio, la hostilidad y el peligro físico. Lo vivieron los jóvenes judíos franceses echados de un vuelo de Vueling, lo saben los israelíes que viajan y ocultan su acento, y lo padecen los judíos españoles que deben matizar, explicar o directamente negar su vínculo con Israel para no ser tratados como cómplices de un “genocidio”. La acusación ya no es Deicidio, porque "los judíos mataron a Jesús", sino Genocidio: los judíos matan palestinos. La estructura es idéntica, con la colectivización del odio. No importa quién seas, qué pienses o qué hagas; basta con ser judío para ser culpable.

El fondo de la cuestión sigue patrones conocidos. Todo comienza con palabras, luego vienen las leyes y después el fuego, como insisto en mis análisis.

Ese clima de sospecha ahora se institucionaliza desde el gobierno. El ministro de Cultura, Ernest Urtasun, pidió públicamente que España boicotee el Festival de Eurovisión si no se expulsa a Israel del certamen. Según su planteo, la participación israelí en un evento musical es ya, por sí sola, intolerable. Por su parte, el presidente Pedro Sánchez fue aún más lejos, y volveré a esto.

Tomando una página del guion alemán de entreguerras, la vicepresidente segunda del Gobierno de España, Yolanda Díaz, impulsa una ley que impone un rotulado especial a productos israelíes en su país, según informó la prensa ibérica. Al mismo tiempo, Díaz fue un paso más allá y aclaró a Cadena Ser que el boicot "yo lo hago y mi hija también".

Así como en la Alemania Nazi escracharon comercios de judíos con Estrellas de David, los productos israelíes tendrán la misma identificación en España, si el gobierno impone esta norma.

A esta altura es claro que estas iniciativas no buscan moderación ni diplomacia, buscan apartar a Israel del mundo civilizado, aislarlo en todos los ámbitos, y con él, arrastrar a cualquiera que se le parezca. El mensaje es simple: si eres israelí, no puedes competir, cantar, correr, comerciar ni existir públicamente.

La ofensiva institucional encuentra su eco en turbas colaboracionistas. Durante la última etapa de la Vuelta a España, manifestantes propalestinos bloquearon la ruta en Madrid, interrumpieron la competencia y exigieron la expulsión del equipo Israel Premier Tech. Hubo forcejeos, caos y sobre todo, una declaración oficial en favor del hostigamiento.

El presidente de gobierno, Pedro Sánchez, declaró públicamente su "profunda admiración por una sociedad civil española que se moviliza contra la injusticia", tras los incidentes anti israelíes en la competencia de ciclismo.

La "admiración" del jefe de gobierno español es una amenaza para los judíos en su país, y reverbera más allá. Israel debe ser el nuevo Gueto de Varsovia, y los hebreos allí pertenecen y allí deben quedar. No pueden abandonarlo para comerciar, participar en eventos deportivos o artísticos.

Y como en otros capítulos de la historia, la amenaza genera silencio. Turistas israelíes esconden el acento, se evita mencionar el origen, se deja el kipá en casa. Así, ser judío en España exige volver a la lógica de un disfraz. Todavía no hay hogueras ni sambenitos; pero hay escraches, insultos en las universidades, discriminación institucional y un clima de sospecha constante. La libertad de culto, la identidad cultural, el respeto a la diversidad, todo eso queda suspendido cuando el antisemitismo se recicla bajo una máscara de lucha política. La antigua excusa era la fe cristiana; la nueva es la solidaridad con los pueblos oprimidos. El resultado es el mismo: el judío debe dejar de serlo o fingir no serlo.

Lo trágico es que el fenómeno no se limita a España. Portugal, Francia, Bélgica e incluso ciertos sectores en América Latina replican la misma dinámica. Este oscurantismo comienza con la deslegitimación del Estado de Israel, sigue con el señalamiento de quienes lo apoyan, y se termina estigmatizando al judío como figura tóxica. Es el mismo mecanismo inquisitorial, pero adaptado al siglo XXI. Y como en el siglo XV, los que se quedan deben simular. Reaparecen los nuevos marranos, no encienden velas a escondidas ni rezan en hebreo bajo tierra. Simplemente bajan la voz, ocultan sus símbolos, se cuidan de hablar hebreo, evitan temas incómodos. La identidad se vuelve clandestina.

Es el retorno del miedo, disfrazado de corrección política. Y es, sobre todo, una advertencia. Cuando una sociedad obliga al judío a dejar de ser visible para poder ser aceptado, ya no hay democracia que lo salve. Porque no se trata de Israel, se trata del derecho a ser. Y si ser judío exige volver a ser marrano, entonces lo que está en juego no es una política, sino la dignidad humana.

Las cosas como son.

Mookie Tenembaum aborda temas internacionales como este todas las semanas junto a Horacio Cabak en su podcast El Observador Internacional, disponible en Spotify, Apple, YouTube y todas las plataformas.

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