Anomia. No hay mejor palabra para definir el estado de la sociedad frente al poder judicial hoy. Si la palabra remite a "una situación de falta de normas o valores compartidos en una sociedad. Se da cuando hay crisis o cambios bruscos que rompen el orden social, generando confusión y desorientación moral" bienvenida sea para explicar la Argentina de la era Milei. Pero no viene sola. Los riesgos son enormes y ninguno de los responsables políticos parecen tomar dimensión de lo que significa que la Justicia pase a ser una cuestión de mera interpretación no de los jueces o fiscales sino de cada ciudadano común que no cree en esos jueces y fiscales que mucho hicieron por desprestigiarse solos.
Ante cada decisión judicial hay una interpretación a veces liviana, falaz o intencionada. Nadie cree en nada. Ni en nadie. ¿Entonces? Nace el "amimeparecismo".
Desde la radio, los portales o la televisión cada uno dice lo que le parece con más o menos información. Con más o menos formación. Con más o menos intencionalidad de sacar ventaja para una de las partes en medio de esos análisis ramplones.
Mientras la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner continúa cumpliendo los primeros días de lo que serán por lo menos cuatro años de su pena privativa de la libertad, el kirchnerismo insiste que se trata de una proscripción explícita a la principal líder de la oposición, que todo fue parte de una persecución de jueces pintados de amarillo y que aun habiendo llegado a la máxima instancia como es la Corte Suprema, "no hay una sola prueba que la involucre". Pero éste no es el peor de los escenarios. Aun habiendo convertido unos y otros a la causa Vialidad en una cuestión de fe. ¿Por qué? Porque por lo menos se debate sobre una condena. El "amimeparecismo" se ejerce sobre una decisión que recorrió todas las instancias de la cadena judicial. Sobre una condena confirmada por la Corte. Con una pena en ejecución en San José 1111.
¿Pero qué pasa cuando los funcionarios de gobierno, por ejemplo, dictaminan antes siquiera que el proceso judicial comience? ¿Qué pasa cuando los políticos juegan a ser jueces?
Thiago Correa era un niño de 7 años alcanzado por una bala en medio de un tiroteo en Ciudad Evita. Le disparó un policía federal, vestido de civil, que abrió fuego cuando cuatro delincuentes lo abordaron en la parada del colectivo. Thiago y su padre estaban a unos 180 metros del lugar y recibió un disparo mortal. El hecho conmocionó al país, pero antes siquiera que la Justicia avanzara sobre las primeras medidas Patricia Bullrich, ministra de seguridad solicitaba a través de los medios un cambio urgente de carátula "para los delincuentes que están hospitalizados o detenidos su carátula no es solo robo a mano armada, es tentativa de homicidio" y que el accionar del oficial se encuadró en la "legítima defensa".
El oficial terminó siendo acusado de homicidio primero por homicidio doloso y luego culposo tras analizarse los más de 10 disparos que efectuó. Y fue liberado tras largas deliberaciones no ajenas a la polémica. Pero la ministra ya había tomado una decisión mediático judicial.
¿Y cuál es el problema? El "amimeparecismo" confunde.
Licúa la legitimidad de uno de los poderes del estado, el judicial, cuya credibilidad ya está por el piso gracias a los propios hombres y mujeres que hacen mamarrachos esgrimiendo códigos varios. Desde Julieta Mackintach utilizando la sala de audiencias del juicio oral por la muerte de Diego Armando Maradona como un set para lucirse en una serie. Pasando por Sandra Arroyo que ordena prisiones preventivas y denegó excarcelaciones en dependencias penitenciarias en el marco de la investigación de la caca depositada en la puerta de la casa de José Luis Espert. Hasta el rosarino Marcelo Bailaque acusado por sus vínculos con el narcotráfico y presuntas extorsiones a empresarios. El juez al que se le aceptó la renuncia y el conocido narcotraficante Esteban Alvarado compartían contador. Y el hijo de ese contador trabajaba en el juzgado federal de Bailaque.
Pero un país sin Poder Judicial no es una opción. ¿O sí? "Cerrar Comodoro Py y poner un McDonald's" decía Jorge Lanata.
El caso Espert es un buen ejemplo. El diputado libertario es prepotente, violento en su decir y provocador. Esos rasgos de su personalidad y accionar político fueron resaltados una y otra vez a la hora de analizar el escrache que realizaron en su domicilio. "Espert no es una víctima cualquiera, no es una víctima más" aseguraba Daniel Llermanos, abogado de Alexia Abaiga, detenida en el marco de la causa. Entonces si no es una víctima más, ¿Espert se merece lo que pasó? ¿Debería ser más dura la respuesta o menos? ¿Quién lo decide?
Y la respuesta ante lo que sucedió a los presuntos perpetradores, ¿fue ejemplificadora? ¿Detenidos e incomunicados en el penal de Ezeiza por dejar excremento a las puertas de la casa de un diputado?
Recalculando. Si no es el Poder Judicial, ¿quién decide cuán gravoso es el daño cuál es la pena y cómo y en qué medida se puede reparar? ¿Quién decide qué se merece quién? ¿Cada uno de nosotros? Y si la Justicia reacciona rápidamente con un batallón de allanamientos ¿Es porque busca darle una respuesta a Espert, o al propio presidente Javier Milei que vocifera en las redes "el que las hace las paga"?
El poder que pierde la Justicia por su propia ineptitud, ¿quién lo gana?
Frente a un Poder Judicial que está ausente, producto de su propia deslegitimación, ¿qué o quiénes ocupan ese lugar? ¿La justicia por mano propia? O volvemos sobre nuestros pasos al "ojo por ojo, diente por diente" de la ley del talión inscripta en el código Hammurabi.
Nadie espera que los jueces dictaminen. Se adelantan funcionarios, dirigentes políticos y sociales. Periodistas. Todo el espacio del "amimeparecismo" que no distingue colores políticos ni ideológicos. Ahí se amontonan todos. Nadie le hace asco a una opinión.
Y aun dictaminando, la Justicia perdió el monopolio de la última palabra.
Peligroso que todas las decisiones sean susceptibles de ser discutidas. No hay donde hacer pie. Peligroso.