nos muestra una vez más el caos que domina las estructuras del poder. En este caso, tres votos de la Corte, entre ellos el de Manuel García-Mansilla, rechazaron que el juez Lijo pueda jurar como nuevo miembro del tribunal. Pero lo que está detrás de esta decisión no es solo un detalle judicial, sino la desestabilización de un sistema que está fallando a la vista de todos.
Hoy nos encontramos con una Argentina desordenada, un país donde las instituciones parecen perder credibilidad y las decisiones del Gobierno se toman a la deriva. La reciente decisión de la Corte Suprema de rechazar la licencia del juez Ariel Lijo expone el caos que domina las estructuras del poder. En este caso, tres votos de la Corte, entre ellos el de Manuel García-Mansilla, rechazaron que el juez federal y candidato al máximo tribunal pueda jurar como nuevo miembro. Pero esta decisión no solo se basa en argumentos que pueden resultar, para muchos, jurídicamente cuestionables -desde que carecen de adecuado sustento normativo-, sino que revela la inestabilidad de un sistema que está fallando a la vista del que quiera verlo. Aun reemplazando el nombre del cuestionado Lijo por el de cualquier otro en la misma situación, el escenario de desmadre vale por igual.
Preocupa la falta de legitimidad de las decisiones que se toman en la Corte. Se podría sospechar que en la resolución terciaron intereses que van mucho más allá de la institucionalidad, aunque se valieron en ella para excusarse. De hecho, sentadito y de corta memoria, ahí estaba firmando una resolución cortesana García-Mansilla, quien hacía segundos aseguraba que jamás aceptaría una designación en comisión por decreto presidencial. Aunque la designación en comisión por decreto se trate de una opción habilitada bajo alguna interpretación del texto constitucional, no deja de revelar la desmesura de la centralización del poder presidencial, la prescindencia del Senado y la fragilidad de un vidrioso sistema judicial que parece no estar funcionando como se espera.
Ni Horacio Rosatti ni Carlos Rosenkrantz hicieron mención a la designación en comisión de los dos candidatos propuestos por el gobierno de Javier Milei. Si no habían dicho una palabra cuando el entonces presidente Mauricio Macri pretendía designarlos así, astutos, intuyeron que se les cuestionaría la altura moral para semejante planteo.
Denegarle la licencia al polémico Lijo fue una salida elegante para todos.
En medio de tanto escándalo, especularon que pocos iban a reparar en el hecho que Manuel García-Mansilla no cuenta con el acuerdo del Senado. Ni siquiera cuenta con dictamen de comisión. Y que Ariel Lijo tiene acuerdo del Senado: lo obtuvo hace 20 años para ser juez federal. Además, tiene dictamen favorable de comisión con la mayoría de los votos de todos los espacios. Datos. Puros datos. Ninguna amainada manipulación de los hechos. Pero, en el mundo del revés, es García-Mansilla quien vota para que Lijo no ingrese a la Corte.
Lo que parece indiscutible es que el desorden político se traslada a la Justicia. Y este desorden no se limita a la Corte Suprema. Lo vemos también en las decisiones del Gobierno nacional. La falta de previsión y planificación es la norma, no la excepción. El Presidente ha decidido no acudir al Congreso para discutir temas fundamentales como el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. En lugar de trabajar en una coordinación con el Legislativo, el Presidente decide que "no lo necesita". Esto no solo refleja una falta de diálogo, sino también una peligrosa concentración del poder. Si el acuerdo con el FMI no puede ser discutido a nivel parlamentario, entonces el país está expuesto a las decisiones unilaterales de un solo actor.
A este escenario se suman otros problemas que terminan de completar el panorama de caos: los cortes de luz masivos que afectan a más de 650.000 personas, un Gobierno que no da explicaciones ni soluciones claras -la secretaria de Energía María Tettamanti brilla por su ausencia-, y una sociedad que se ve atrapada en una serie de crisis interconectadas. La falta de respuesta oficial ante la crisis energética es, sin lugar a dudas, otro indicio de un Estado ausente que deja a la ciudadanía a merced de las circunstancias.
La oposición, por su parte, está completamente desarticulada. La falta de cohesión y de propuestas claras hace que el Gobierno no necesite ni siquiera un adversario firme para seguir avanzando en sus errores. Lo más curioso es que, a veces, el Gobierno parece organizarse a partir de sus propios desaciertos, lo que le permite ganar tiempo mientras la oposición sigue perdiendo terreno. Lilita Carrió, en su papel de eterna salvadora de la república, se perfila como una figura que podría haber tenido más peso en la política nacional si no fuera por el ambiente polarizado y fragmentado en el que se encuentra.
En definitiva, Argentina se encuentra atrapada en un espiral de desorden donde las instituciones y el Gobierno no ofrecen respuestas coherentes. La Corte Suprema, el Congreso, y la Casa Rosada parecen estar desconectados entre sí, y lo peor es que, mientras tanto, los ciudadanos siguen enfrentando las consecuencias de un sistema que ha perdido el rumbo.
¿Hasta cuándo seguiremos naturalizando este desorden? ¿Qué más debe pasar para que nos demos cuenta de que el caos institucional ya no es una excepción, sino una norma? El país necesita una reforma profunda, pero más que nada, necesita un poco de sentido común en su funcionamiento. Sin él, no hay acuerdo, ni Justicia, ni gobierno que funcione.