Me hizo mucha gracia el lunes cuando, luego de la cadena nacional del presidente Milei, uno de sus periodistas/funcionarios tuiteó:
"Impresionante. La Cadena Nacional de Milei marcó picos de más de 33 puntos de rating. Sumando streaming estamos hablando de entre 45 y 47 puntos. Un país escuchando al Presidente..." "Impresionante. La Cadena Nacional de Milei marcó picos de más de 33 puntos de rating. Sumando streaming estamos hablando de entre 45 y 47 puntos. Un país escuchando al Presidente..."
Hay varios disparates en el enunciado, el principal es que se quiere convertir en relevante un dato totalmente intrascendente y muy difícil de leer. Una cadena nacional interrumpe el flujo de consumo de televisión: el grueso de esa medición se debe a televisores ya prendidos viendo otra cosa. Las personas que prenden la tele para ver el discurso (que ahora se puede seguir por mil vías distintas) son una minoría respecto de las que venían viendo sus programas favoritos. El que estaba viendo LAM espera que vuelva LAM; le preste o no atención al mensaje presidencial va a dejar el aparato prendido. Por otra parte, las mediciones de rating mostraron finalmente que cuando comenzó a hablar Milei, los canales de aire venían sumando entre ellos 22 puntos; al terminar, la cifra había bajado a 18 puntos.
Ese descenso no significa absolutamente nada en términos políticos. O por lo menos no significa nada especial sobre la figura del presidente, le habría pasado a cualquier otro político. Es simplemente que la cadena nacional es una intromisión en la vida privada de la gente, se la despoja de una de sus herramientas de entretenimiento para hacer anuncios que, se supone, son más importantes que cualquier otra cosa. Entiendo que un uso esporádico de la cadena le da al mensaje cierta relevancia que eventualmente puede ser necesaria. Por el contrario, el más de centenar de cadenas realizadas por CFK durante sus dos períodos presidenciales no tenía el objetivo de realzar cada uno de los mensajes sino dar otro: el de la predominancia de la política por sobre la vida privada. El kirchnerismo politizó la vida cotidiana, obligándonos a tomar partido y a sectorizarnos por cada pequeña cosa. Esa politización parece haber llegado para quedarse y da la sensación de que, incluso sacándonos el kirchnerismo de encima, vamos a tener por mucho tiempo polarización y discusión por cualquier evento público.
La colonización de la conversación pública
Cada persona tiene el derecho de considerar que lo que le gusta y apasiona es lo más importante del mundo. Pasa con los fanáticos del fútbol, con los seguidores de una banda musical o con los jugadores de bádminton. El problema de los politizados es que pretenden la colonización de la conversación pública, la hegemonía en los temas que se discuten, para colmo argumentando en términos morales. Desde el estupidísimo "Todo es política" hasta "Si no tomás partido, otros lo harán por vos", las consignas que quieren que uno se interese en sus temas son autoritarias y tautológicas. Los politizados no nos dejan holgazanear ni refugiarnos en nuestras pequeñas pasiones. Si uno le dice a un politizado que ya no lee las columnas de los domingos ni está pendiente de discursos y entrevistas, puede recibir como respuesta que ésa es justamente una actitud gorila/conservadora/fascista/genocida (la que corresponda), con la misma convicción que si cuando uno dice que no cree en el horóscopo el que elige creer le contesta que esa es una actitud típica de los regidos por Escorpio.
Como decía más arriba, dejé de leer las columnas de los domingos y me reservo sólo para algunos pocos artículos semanales sobre política, amén de mis newsletters de cabecera, más libres, menos previsibles y adocenados por la rutina. La obligación de escribir semanalmente sobre un mundo dominado por la mediocridad lleva al contagio. No se puede hacer magia con Mayra Mendoza, la chica Lemoine o Luis Juez. La clase política argentina hace décadas que no se destaca por sus méritos intelectuales, pero la decadencia generalizada de los últimos años la resintió de la misma manera en que lo hizo con otras profesiones. El debate se ha simplificado al extremo y basta con enarbolar una consigna y el trabajo ya está hecho.
Esta es una tendencia que se ha generalizado en todo el mundo y se ha hecho especialmente dramática en la colonia artística. Los actores, por poner una de las profesiones afectadas, creen que el discurso político y la toma de posición jerarquiza a las personas, mucho más que representar las palabras de otros, intermediación que seguramente les genera una ansiedad profunda; entonces caen en las redes de los manipuladores. La izquierda global tiene la táctica de imponer causas y palabras clave, con una carga emotiva tan grande que cualquier cuestionamiento pasa por insensibilidad y crueldad. Entre nosotros pasó con el caso de Santiago Maldonado: su desaparición fue convertida en desaparición forzada, para ligar al gobierno de Mauricio Macri con la Dictadura. Ahora, en el resto del mundo, no en la Argentina afortunadamente, la causa es la situación en Gaza y el reclamo palestino, y la palabra clave, a la que se adhiere irreflexivamente, es genocidio. No estoy en condiciones de evaluar si la respuesta militar de Israel a la invasión de Hamas de hace dos años fue o no proporcional, no creo que sea fácil hacerlo, y mucho menos por actores multimillonarios que viven en una burbuja de confort y halagos. Sin embargo, muchos de ellos sintieron que era la posibilidad de sumarse puntos al currículum haciendo un par de gestos, usando una determinada ropa y pronunciando en voz alta la palabra clave. La forma concreta más patética la dio esta semana el actor español Javier Bardem, un señor de 56 años envuelto en un pañuelo palestino y haciendo el puñito ante los fotógrafos convocados por los premios Emmy, como si fuera un estudiante y estuviera en la toma de un colegio secundario.
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La invasión de los espacios neutrales
La invasión de la vida cotidiana por parte de los politizados, generalmente, pero de manera no excluyente, de izquierda, alcanzó un territorio que debería ser de estricta neutralidad: los chats de WhatsApp de padres o vecinos o cualquier otra relación que se basa en una casualidad geográfica y que no responde a determinaciones de origen político. Así, es cada vez más usual encontrar que en una charla para ubicar la campera de Fulanito o avisar que se va a cortar el agua entre las 14 y las 16 se cuelen mensajes que aprovechen para convocar a una marcha en defensa de algo circunstancialmente sagrado, o quejarse por el gobierno o cualquier otro enunciado políticamente cargado. Ya bastante tenemos con la multiplicidad de mensajes innecesarios en esos chats como para agregarles esos que suponen una complicidad que solo puede ser imaginaria.
Hace unos cuatro años, en plena pandemia, me quejé de la politización de lo que para mí era un lugar que debía especialmente estar por encima de esas discusiones: la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, probablemente, el semillero más importante de ciencia de nuestro país. Como pueden ver en esta nota, el decano sigue siendo un actor político partidizado y usando algunos argumentos de chicana pobre ("Vive de la política desde hace veinte años") provenientes de la derecha que él mismo está combatiendo.
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La politización de la ciencia tiene como contrapartida la barbarie libertaria que considera que cualquier actividad económicamente deficitaria debe anularse porque no puede ser que se pague "con la nuestra". Lo mismo sucede con la discusión sobre el Instituto de Cine y los subsidios a las películas, un debate sobre asignación de recursos arruinado por las creencias políticas previas de los polemistas.
Creo que la política debería ser un territorio del cual, como todos, se pueda entrar y salir a voluntad. Hoy, la obsesión y el afán imperial de los politizados lo han convertido en irrespirable. Esta semana, como lo hice durante las 150 cadenas de Cristina Fernández, no presté especial atención al discurso presidencial mientras sucedía en vivo, ni me preocupé por tomarle examen a Pagni o a Kicillof en su comentada entrevista del último lunes. Me gustó este análisis de Hernán Iglesias, justamente porque, a pesar de ser un politizado, tomó la distancia justa y se permitió evaluarla sin piloto automático. En todo caso, ver una entrevista a Axel Kicillof me parece una actividad muy poco estimulante intelectualmente, y lo voy a evitar mientras esas entrevistas existan. Lo mismo vale para prácticamente cualquier político, porque es una profesión que lo primero que aprende e incorpora es a no contestar lo que se les pregunta sino a responder cualquier otra cosa en función de sus intereses.
Defiendo mi territorio, definido por mis intereses. La política no figura entre los cinco primeros. No me invadan.