A días de las elecciones, Argentina no parece un país: parece una trampa. Todo huele a encierro, a pasillo con micrófonos escondidos, a mirada sobre el hombro. ¿Quién espía a quién? ¿Quién graba a quién? ¿Quién traiciona a quién?
En el centro del torbellino, una figura que no es política, pero lo es todo: Karina Milei. La hermana, la guardiana del hombre, del principal asset de esta epopeya, la que no habla, pero opera. El nombre que aparece en audios que comprometen al círculo íntimo del oficialismo, pero cuya mención no puede ser dicha sin que tiemble el piso. En otro momento, se hubiera dicho que era intocable. Hoy, la tocan. Al menos judicialmente. El fallo del juez Maraniello es una piedra en el estanque de un gobierno que juraba no meterse en la justicia. Y, sin embargo, reverbera el eco de la jueza Badú-Budú-Budía, aquel sketch de Tato Bores que parece más actual que nunca. Justicia, farsa y espectáculo. La historia no se repite, pero rima.
La respuesta oficial: silencio. Como si hablar fuera ceder. Como si callar fuera una forma de control narrativo. Como si la realidad pudiera desactivarse callando. Mientras tanto, se multiplican las encuestas que nadie cree, las denuncias que nadie confirma y las operaciones que todos suponen. El clima no es electoral, es de encierro. El voto aparece como una llave, pero también como una coartada.
La estética del poder paranoico
Fantino lo dijo con precisión quirúrgica: si Milei gana, se vienen tiempos tormentosos; si pierde, también. La lucha no es ideológica, es mitológica. Un país atrapado en el eterno retorno del conflicto. El primer set de este match no es en la Nación, sino en la Provincia. Provincia de Buenos Aires como wild card: puede ser el as en la manga o la carta marcada.
Pero más allá de los nombres propios, lo que se impone es una estética del poder basada en la paranoia autorreferencial. El poder ya no construye futuro: construye enemigos. Y lo hace adentro. La idea de infiltrados, topos, dobles agentes, jueces con agendas. Nadie se equivoca, todos son víctimas de una conspiración. ¿Qué revela esta lógica? Que gobernar ya no es planificar, es sobrevivir. La estrategia es el blindaje.
Y ahí aparece el costado filosófico de la escena. La sociedad entera parece haber internalizado esa lógica. El ciudadano promedio vive en clave de desconfianza. No cree en las encuestas, no cree en los medios, no cree en la política. Pero tampoco se retira. Vota, opina, comparte, cancela, denuncia. Participa de una democracia paranoide, donde todos están convencidos de que algo raro pasa, pero nadie sabe exactamente qué.
La figura del topo, símbolo de la traición silenciosa, se convirtió en protagonista de esta tragicomedia. Hay algo podrido en Dinamarca, decía Hamlet, y ese olor llegó a Buenos Aires. ¿Pero qué es lo podrido? ¿El gobierno que se vuelve casta o la casta que ya operaba dentro del gobierno desde antes? La línea se vuelve borrosa. Las fronteras entre aliados y enemigos son líquidas, como las encuestas, como las ideologías, como las lealtades.
En este clima, cada palabra pesa. Cada silencio también. Cada audio filtrado suma un capítulo a una saga que ya parece escrita por los guionistas de Netflix. La paranoia no es una desviación del sistema: es su forma de funcionamiento. Y todos, de algún modo, colaboramos. La sospecha se volvió deporte nacional. Si alguien tiene éxito, seguro "lo apadrinan". Si alguien cae, seguro "lo operaron".
Quizás el problema no sea solo la política, sino el lenguaje que la rodea. Un lenguaje saturado de acusaciones, de gestos defensivos, de denuncias cruzadas. Un lenguaje sin futuro, sin imaginación, sin juego. Un lenguaje que ya no promete nada porque ni siquiera cree en sí mismo.
El domingo se vota. Pero más que un gobierno, está en juego una tensión crucial entre un poder que sobrevive victimizándose y una sociedad que empieza a desconfiar incluso del relato. Quizás gane Milei, quizás no. Pero el clima está sembrado para que, gane quien gane, la tormenta venga igual. Lo que está en juego no es solo quién gobierna, sino cómo se gobierna en un país donde el enemigo siempre está adentro. Incluso en uno mismo.