11 de abril 2025 - 21:24hs

Tenía la voz tan resquebrajada que todos supieron que pronto iba a morir.

El 12 de junio de 1974 Juan Domingo Perón pronunció un discurso de apenas trece minutos. Fue en la Plaza de Mayo. Era invierno en Buenos Aires y los médicos le habían aconsejado que no lo hiciera. Pero habló igual. La Argentina y el mundo querían saber quién iba a ser su heredero. La muerte le tenía reservado solo 18 días de vida.

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- Mi único heredero es el pueblo-, susurró Perón, en una frase que iba a recorrer la prensa muchos años, a alimentar libros sobre su figura y a acompañar posters con su fotografía.

Lo que fue quedando claro con el tiempo es que Perón, como la mayoría de los líderes políticos poderosos, no quería un heredero. Si ese heredero era el pueblo, no lo era ningún ser de carne y hueso.

Los que tomaron la bandera del peronismo en las décadas siguientes continuaron su ejemplo. No instruyó herederos políticos Carlos Menem, como tampoco lo hicieron Néstor y Cristina Kirchner.

Todo lo contrario. Los tres hicieron lo posible por arruinar el camino ascendente de todos aquellos que pretendieron heredar sus liderazgos.

Menem se ensañó con Eduardo Duhalde. Kirchner bloqueó cualquier intento eligiendo a su esposa para jugar a intercambiar el poder hasta que lo sorprendió la muerte. Y Cristina fue sembrando de cizañas el camino de Alberto Fernández, de Sergio Massa y ahora lo sigue haciendo con el rubio Axel Kicillof.

La excusa es el choque de herederos entre el gobernador Kicillof y su hijo Máximo, que lleva nombre de emperador romano. Pero la realidad es que la ex presidenta, quien lideró al peronismo durante veinte años agitando los miedos de un movimiento con Síndrome de Estocolmo, está llevando a los peronistas al límite de la fractura.

Es ella o Kicillof. Así manipula la disputa interna y los fantasmas del peronismo porque la doble condena que tiene por corrupción en la Argentina la convirtió en un lastre hasta para los que crecieron besando sus estampitas.

“La Patria es el otro”, le gusta decir a Cristina. El problema es que el otro es Kicillof.

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De Alfonsín a Menem, y de Cristina a Macri

Pero como la Argentina es el país que adora matar a sus herederos políticos, esos asesinatos virtuales no son patrimonio del peronismo.

El radical Raúl Alfonsín, amado líder del regreso argentino a la democracia, jamás tomó partido entre su nutrido book de sucesores. Y postergó a Leopoldo Moreau, a Enrique Nosiglia y a Federico Storani cuando debió elegir para quedarse con el más conservador Fernando De la Rúa.

El experimento duró apenas dos años. Tal vez, ese era el objetivo final de Alfonsín.

Algo parecido le está sucediendo en estos tiempos a Mauricio Macri.

Postergó primero en la ciudad de Buenos Aires a Gabriela Michetti apoyando a Horacio Rodríguez Larreta; y después a Horacio erigiendo a Patricia Bullrich; y finalmente malogró a Patricia en la misma noche que ganó la interna presidencial del PRO elogiando efusivamente a Javier Milei.

El resultado fue el que quería. Mauricio sigue liderando el PRO, que ya no tiene ni a Horacio ni a Patricia, y maldice la hora en que eligió acompañar a Milei porque el presidente de la Argentina y su hermana, la poderosa Karina, trabajan ahora día y noche para arrebatarle el gobierno porteño a su primo, Jorge Macri.

Se trata de la última joya de un patrimonio que tuvo al mismísimo gobierno nacional y al más peronista de todos los territorios, la provincia de Buenos Aires.

Al estilo de la antigua Grecia, la Argentina es un país de líderes ancianos.

Cristina se aferra al astillado timón del peronismo con 72 años y Macri defiende la pureza de un PRO empequeñecido camino a los 67. A juzgar por el resultado deficitario de sus gestiones, el símil con los griegos va mucho más por el lado de la ancianidad que por el de la sabiduría.

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Isabel Díaz Ayuso y Pedro Sánchez

Isabel Díaz Ayuso y Pedro Sánchez

El modelo español: Pedro y Yolanda, Isabel y Alberto

En eso de las edades y las herencias, hay que reconocer que España le lleva la delantera a la Argentina en la era digital.

El presidente Pedro Sánchez suma siete años en el poder y tiene 53 años. Es que llegó a la Moncloa con flamantes 46 y casi sin arrugas ni botox en los pómulos.

Los mismos 53 años tiene su vicepresidenta, la izquierdista Yolanda Díaz, y su rival emergente, la madrileña Isabel Díaz Ayuso sostiene dos mandatos en la capital de España con 46 cumplidos.

Son todos dirigentes de una misma generación y gobiernan el presupuesto al que The Economist acaba de definir como el de la economía más avanzada del planeta.

Sánchez, como su adversario del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, y las chicas Yolanda e Isabel son herederos en los dos partidos mayoritarios españoles de los líderes veteranos que prefirieron dar sus pasos al costado.

Felipe González baja línea en el Socialismo Español con 83 años, del mismo modo que José María Aznar (73) y Mariano Rajoy (70) le dan sustancia a la narrativa de la derecha.

No es que siempre haya sido así.

Como Perón, el dictador Francisco Franco solo entregó el poder en el lecho de su muerte. Y ni siquiera le bastaron sus 36 años reinando en España para alumbrar a algún heredero. Después de mi, el diluvio. Y vaya si llovió.

Pero hoy los liderazgos están claros en España. Y en manos de dirigentes más jóvenes, que compitieron para llegar al espacio más alto del poder y encontraron que sus referentes más veteranos los ayudaron apartándose del camino. Una actitud saludable de renovación dirigencial, más allá del éxito o el fracaso que le toque a cada uno.

Por eso, suena frustrante ese tango tan argentino de dirigentes que apuestan a aferrarse al poder hasta el día de sus muertes. Emulando a ese Perón que le dejaba su herencia al pueblo para taponar a aquellos apóstoles que esperaban su bendición.

Allí están los Kicilloff y los Larretas tratando de desafiar el destino maldito de los herederos políticos.

Cristina Kirchner le ha colgado el cartel de traidor a cada uno de los que la ha desafiado. Tal vez, no le alcance ahora para evitar las aguas del cambio.

En los primeros días de diciembre de 2023, Mauricio Macri llamó a un conocido en Madrid para pedirle ayuda y poder ganar la interna del club Boca Juniors que peleaba uno de sus aliados. Faltaban días para que asumiera Milei en Argentina y el madrileño boquense le preguntó como veía al nuevo presidente. Debía saberlo. Él lo había apoyado.

- Olvidate, Javier no tiene a nadie al lado. En tres meses vamos a gobernar nosotros…

El tiempo es cruel. Han pasado más de dieciseis meses de aquel diálogo transatlántico.

Y el desenlace fatal que pronosticó Macri aún no habría sucedido.

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