Irlanda en llamas

Seguramente John Banville no soñaba en 1973, cuando publicó por primera vez Regreso a Birchwood, que llegaría a ser el escritor irlandés más importante de su generación y uno de los escritores en lengua inglesa más respetados del mundo. Entre otras cosas, porque sus dos primeros libros no fueron bestsellers.

No fue un autor de esos que mete el batacazo a la primera, sino que su carrera ha sido una constante evolución para lograr, tras mucho trabajo, varios títulos sobresalientes. Como el vino, Banville parece que mejora con el tiempo.

Pero todo esto no quiere decir que sus primeras obras sean malas ni mucho menos, como lo demuestra esta novela de neto corte familiar donde el autor le saca la piel a sus parientes al mismo tiempo que traza un cuadro desolador de una Irlanda revuelta y hambrienta, que quiere terminar con una raza de terratenientes ya en decadencia.

La historia, contada por un narrador protagonista que recuerda su infancia y juventud, tiene la particularidad de ser al mismo tiempo terrible y sumamente graciosa. Y es que Banville, entre muchas comillas, está contando parte de su historia verdadera, ya que más de una vez ha dicho que huyó literalmente de su familia como lo hace el protagonista de esta novela.

Ese juego de una de cal y una de arena funciona perfectamente y le permite al lector acercarse a los sentimientos encontrados del autor, que cuando describe la locura genética de sus padres y abuelos no encuentra otra que llenar las páginas de situaciones jocosas, pero que cada tanto se pone muy serio, los mira con el corazón en la mano y escribe páginas sublimes sobre su madre o su padre.

Todo sucede (los líos familiares, la muerte de los abuelos, su romance con una campesina, la huida con un circo ambulante) en un entorno rural exuberante, donde la naturaleza es un personaje más, muy al estilo de Nabokov, uno de sus maestros. Aunque a veces la recurrencia de pajarillos, insectos hermosos, bosques de abedules y praderas infinitas canse un poco, no se puede negar que funciona como contrapunto positivo del desastre colectivo que es la familia, incluido el protagonista, que tiene la honestidad de darse cuenta de que él también es un bicho raro e infame.

No se salva nadie en esta novela que, en la segunda mitad, adquiere realmente un ritmo circense, frenético, mientras Gabriel Godkin intenta adaptarse a su nueva vida entre personas de escasa instrucción, que sin embargo lo acogen como a un hijo descarriado.

Junto a ellos el protagonista verá el mundo desde la vereda de enfrente y recibirá todo el castigo que ello supone. De pueblo en pueblo, siempre en busca de comida, la troupe vive un sinfín de situaciones dramáticas y es perseguida por el ejército que busca pacificar y salvar los campos derramando toda la sangre que sea posible.

Con la habilidad de un mago, Banville logra siempre sorprender al lector, que leyendo pasa por los más diversos estados de ánimo. Si hubiera que definirla, la novela es una comedia trágica o mejor, una tragedia cómica. Porque en medio del cuadro más desolador, en un pueblo de mala muerte, el autor se las arregla para sacarle la carcajada al lector en el momento menos pensado.

Un ejemplo es la historia del ataúd con piso falso que han ideado los habitantes de una pequeña aldea, ante la escasez de recursos y tanto muerto. Como no se les puede negar el derecho al fallecido de tener su velatorio y entierro como Dios manda, se lo traslada en el ataúd que cuando se llega a la fosa se abre por debajo, deja su carga y está pronto para trasladar al siguiente con todos los honores.

Regreso a Birchwood no es una maravilla, pero le falta muy poco.