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La imaginación al poder

Cincuenta años atrás, el mundo repetía atractivos eslóganes ideológicos
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25 de febrero de 2018 a las 05:00
Rara es la forma cómo funciona la memoria a la hora de recordar lo sucedido en determinados años de la historia o de la vida de alguien. Algunos años permanecen en el calendario de la posteridad como momentos a los cuales por una causa u otra siempre hay que regresar. Otros comienzan a borrarse, hasta que desaparecen por completo. El año 1974 fue uno de los peores de mi vida. Sin embargo, no recuerdo nada de histórica trascendencia que haya ocurrido en alguno de sus días, semanas o meses. A la memoria me vienen ciertas canciones, joyas de la música más rabiosamente pop y capitalista, Seasons in the Sun, de Terry Jacks; Rock Me Gently, de Andy Kim, y Hooked on A Feeling, de Blue Suede, porque las pasaban a cada rato en el programa radial que escuchaba todas las tardes, o cuando tenía tiempo. Eran los días en que reinaban ABBA y Barry White, y la música disco tomaba control de las pistas de baile. Para salvar algo del resto debería hacer un esfuerzo, pero para qué. Volver a la grisura horrenda de ese año es una invitación al suplicio. Tal vez la memoria se protege olvidando.

Así pues, ¿por qué en algunos años ocurren tantas cosas casi en simultáneo, y en cambio otros pasan desapercibidos, como si sus doce meses hubieran tenido un contenido vacío, sin nada o con muy poco para preservar del olvido total? ¿Por qué en 1968 vinieron a coincidir tantos hechos de relevancia que hacen imposible pasar por alto lo ocurrido en alguno de sus doce meses? ¿Por qué 1968 permanece aún como referente para intentar entender muchas cosas que se proyectan en la realidad actual, cincuenta años después, lo cual, considerado en frío, es mucho tiempo? Puede decirse, por ejemplo, y con poco margen de error, que en 1968 comenzó la radical polarización ideológica que hasta la fecha afecta a la realidad, sobre todo en Estados Unidos, país que hoy políticamente está partido en dos, coyuntura que Donald Trump supo usar muy bien para acceder a la Presidencia. Sin duda el año “más influyente” en la historia posterior al final de la segunda guerra mundial, 1968, vio el inicio de la globalización del descontento, sentimiento colectivo que no fue parte de ningún plan en concreto, sino de la necesidad de ponerse en la misma sintonía con aquello que iba a contramano.

El adiós a una época que culminaba con estruendo coincidió con la consagración de la última vez de “algo importante” que tuvo efecto catalizador y afectó a todos los niveles de las sociedades. Antes de MTV, de CNN y de las redes sociales, el mundo conoció en 1968 la primera versión de una realidad globalizada en simultáneo, pues los hechos que sucedían en una parte tenían repercusión en otra, así fuera muy lejos. La historia contemporánea aprendió por entonces a vivir al unísono. Aquello fue, por encima de todo, un rearme de la esperanza. De una manera u otra, una mayoría atenta a los hechos se sintió protagonista a la distancia del levantamiento estudiantil de Mayo de 1968, de las manifestaciones estudiantiles en México que terminaron en el fratricidio colectivo de Tlatelolco, de la “primavera de Praga” y de las protestas en contra de la guerra de Vietnam que influyeron en la decisión del presidente Lyndon B. Johnson de no buscar la reelección. Fue 1968 el año en que el mundo se llenó de eslóganes atractivos, casi todos ellos acuñados durante la revuelta de mayo en Francia. El afán utópico que los impulsaba tuvo un peculiar poder de seducción, que llevó a millones a repetirlos como si fuera un mantra que permitía entrar por cuenta propia a una dimensión mejor. Nada atrae más que la utopía y lo imposible cuando vienen envueltos para regalo. El inconformismo tiene proporciones diversas y obliga a ser mantenido actualizado para no perder la juventud, divino tesoro. El año 1968 quedó asociado para siempre a varios eslóganes memorables, que califican para figurar entre los mejores de todos los tiempos y que se propagaron a través de un medio que hasta la fecha mantiene vigencia absoluta y que difícilmente la vaya a perder a corto plazo pues su popularidad, con diferente diseño y consignas diferentes, continúa en alza. Me refiero a las camisetas de algodón que usaban los jóvenes, cuya parte frontal sirvió para propagar las frases favoritas en cuestión o la imagen de algún ídolo caído en acción y transformado en fetiche de la cultura pop, como el Che Guevara.

El relato de la idolatría daba para todo. En la misma bolsa estaban Mao Tse-tung y Andy Warhol, el comunismo y las sopas Campbell.

Compañeras ideales de los pantalones jeans (vaqueros), las camisetas se transformaron en medio para distribuir gratuitamente credos, de la misma forma que hoy se reparten gratis condones en algunos recitales de rock, y fueron el medio (“el medio es el mensaje”, dijo por entonces Marshall McLuhan, de extraordinaria influencia en esos tiempos) para esparcir “a la vista de todos” la síntesis moral de existencias apabulladas que compartían la misma dosis de desencanto. Las frases eran poderosamente atractivas, invitaban a la disidencia con efecto inmediato: “Soyez réalistes, demandez l’impossible” (Sé realista, pide lo imposible); “No reclamaremos nada, no pediremos nada. Tomaremos, ocuparemos”; “El aburrimiento es contrarrevolucionario”; “Un hombre no es estúpido o inteligente, es libre o no lo es”; “No queremos nada de un mundo en el que la certeza de no morir de hambre venga a cambio del riesgo de morir de aburrimiento”. Y uno, quizá el más popular, que hasta el día de hoy es inspirador de cualquier actividad mental con afán innovador: “La imaginación al poder” (desde principios de este siglo la compañía General Electric tiene como eslogan “Imagination at Work”, que podría traducirse, dado el contexto en que se usa, como “La imaginación trabajando”).

Uno de los eslóganes que por entonces se repetía de la misma forma que hoy se repite el de MasterCard apareció escrito en una pared de París y tuvo luego una segunda vida móvil en una pancarta callejera, otro “medio” de gran popularidad y que, visto a la distancia, puede ser considerado intermediario central y “priceless” de la literatura de protesta de aquella época. Decía: “El arte está muerto. Godard no podrá hacer nada al respecto”. El eslogan, igual que muchos otros célebres en aquella época, demostró estar al servicio de una enorme equivocación. El arte, qué va, no estaba muerto. Todo lo contrario. En sus distintas disciplinas demostró estar más vivo que nunca, pues, tal cual suele suceder, las revueltas y agitaciones políticas vienen acompañadas de reacciones en las artes, las que no siempre coinciden “ideológicamente” con lo que sucede en las calles, pero vienen a establecer su propia forma de participación en los ajustes y calibraciones históricas.

El pensamiento utópico que fue estandarte de los movimientos estudiantiles y laborales de los convulsos meses de 1968 motivó a replantear las artes a partir de formas estéticas que salieran de las normas establecidas y dejaran de premiar las expectativas del pensamiento burgués. Basta de complacencia y autogratificación. En medio del borbollón de la cultura de masas y de la sociedad del espectáculo (asunto sobre el cual giró el pensamiento de Guy Debord), en medio del furor de aquel llamado de atención con trasfondo inquietante que exigía soluciones políticas no para “pasado mañana”, sino para “ahora mismo”, las artes diversificaron sus formas de representación, potenciando nuevas formas expresivas que afectaron, de muy efectiva manera, al cine y a la música, principalmente. En 1968, annus mirabilis para insurrecciones de todo tipo, hicieron su aparición tres grupos fundamentales en la historia del rock: Led Zeppelin, Black Sabbath y Deep Purple. Al oírlos, el corazón solo atinó a decir: “Suban el volumen”. Aún, para bien del espíritu, no lo hemos bajado.

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