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La violenta historia del azúcar

Las anécdotas del educorante fueron sinónimo de la conquista y la explotación antes de llegar a convertirse en algo cotidiano
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24 de abril de 2015 a las 19:33

Forma parte de nuestras vidas. Lo usamos a diario y está físicamente en nuestras mesas, sobre todo a la hora del desayuno. Es algo tan cotidiano, tan normal, que cuesta hacerse a la idea de prescindir de él. Y, sin embargo, tanto europeos como americanos pasaron gran parte de la historia sin poder usar azúcar como endulzante.

El azúcar (dejando de lado al azúcar de remolacha, que es otra historia y data de principios del siglo XIX) procede de la India. Hace mucho, muchísimo tiempo que la caña de azúcar (Saccharum officinalis) no existe sino cultivada; pero no sabemos ni cuándo ni quién provocó las necesarias mutaciones en la plata original. Sí que parece que fue algo que sucedió en Bengala, a orillas del Ganges. ¿Cuándo? Buena pregunta, con imposible respuesta.

El azúcar no llegó al Mediterráneo hasta las incursiones del rey persa Darío I, allá por el siglo VI antes de Cristo. Darío “el grande” había hecho expediciones a la India, y de ahí se llevó el azúcar a Persia. Pero los persas no tardaron en perder el monopolio de su comercio.

En la Edad Media, fueron los árabes los que traficaron con él, tarea a la que se dedicó también con entusiasmo la Serenísima República de Venecia. Fueron también los árabes quienes llevaron la caña de azúcar a Europa, a la Andalucía mediterránea.

Pero el azúcar era, para los europeos, un lujo. Se trataba de una especia de las más caras. Era un signo de riqueza. Por supuesto, a los europeos les gustó siempre lo dulce. Pero, hasta la popularización y abaratamiento del azúcar, usaron la miel de abejas como edulcorante.

Fue a principios del siglo XVI cuando los españoles introdujeron el azúcar en el Caribe y los portugueses en Brasil. El azúcar se dio extraordinariamente bien allí; la caña parecía haber encontrado su hábitat perfecto. Hasta entonces, el edulcorante más usado en lo que hoy es América era lo que hoy llamamos sirope de arce.

Bien, la caña de azúcar estaba en el lugar perfecto, pero faltaba quien la trabajase. La caña no se recolecta sola, ni el azúcar se produce espontáneamente, sino que requiere de trabajo. Los españoles y los portugueses no habían ido a las Indias a trabajar, sino precisamente a todo lo contrario. Y los naturales del país, acostumbrados a una economía de subsistencia, tampoco estaban por la labor. Los europeos insistían en ponerlos a trabajar y ellos, que no.

El padre Bartolomé de las Casas denunció el trato que se daba a los “indios”, lo que estuvo muy bien. Sin embargo, se le ocurrió una solución que estuvo muy mal: llevar al Nuevo Mundo esclavos negros desde África. Ya ven que todo y todos tienen dos caras.

Lo demás ya lo saben ustedes. El azúcar configuró una nueva sociedad en las Indias Occidentales, con la llegada de los africanos. Una sociedad multirracial, es decir, más rica. Pero fue muy duro, al menos para los africanos.

Más adelante, cuando las guerras napoleónicas y los bloqueos, es cuando surge el azúcar de remolacha, que desplaza al de caña de los mercados europeos. Hoy en todo el mundo se prefiere el original y cada cual el suyo: blanco, moreno, hecho polvo, en terrones. El primer subproducto fue el ron, tan ligado a las historias de piratas, bucaneros y filibusteros del Caribe.

Una historia de lo más interesante, con ribetes trágicos, la del azúcar. Una planta que cambió el mundo. Lo más curioso es que, al fin y al cabo, el azúcar no es imprescindible. Se puede vivir perfectamente sin ella. Pero también podríamos vivir sin sal, y sin especias, y esos condimentos también modificaron el curso de la historia. Ya ven: a pequeñas causas, grandes efectos.

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