Opinión > COLUMNA/ EDUARDO ESPINA

"Ozark": las terceras partes son mejores

La nueva temporada de sitúa a la serie entre los clásicos históricos de la televisión
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16 de mayo de 2020 a las 05:00

No creo que presente un spoiler adelantando ya mismo lo siguiente: el noveno episodio de la tercera temporada de Ozark es, con toda probabilidad, lo mejor que se va a ver en televisión este año. Para tanto da. La escena final de dicho capítulo, filmada en un restaurante al borde de una carretera, con una Laura Linney en primer plano deslumbrante, resulta antológica, digna de enmarcar. Y el verbo elegido alude a la condición pictórica de la misma. Parece una versión dialogada del extraordinario cuadro Nighthawks pintado por Edward Hopper en 1942, y considerado, con criterio, suma visual exacta de la vida americana y sus soledades nocturnas. Para pintar el cuadro, según el propio Hopper lo dijo, se inspiró en el cuento The Killers, de Ernest Hemingway, publicado 15 años antes.

Del cuento, traducido al español como Los asesinos, se hicieron dos versiones cinematográficas notables, una en 1946 dirigida por Robert Siodmak (uno de los mejores policiales que he visto), y otra en 1964, que estuvo a cargo de Don Siegel, quien años después dirigió Harry el sucio, otro caso ejemplar de “policial sucio”, aquel donde todo vale, porque la ley, como podría suponerse, no siempre está del lado del bien. Presento estas referencias para destacar un aspecto clave para entender la esencia de Ozark: es televisión por streaming que por méritos propios se inserta en la gran tradición narrativa estadounidense, alcanzando en varias instancias del relato condición de clásico. Si no es la mejor serie policial disponible en Netflix, anda cerca.

Mencioné recién a Hemingway, tal vez el narrador estadounidense por antonomasia, quien junto con otro también del medio oeste, Mark Twain, captó a la perfección la vida cotidiana tal como es y se vive en el corazón mismo de ese país. El primero nació en Illinois, el otro en el estado vecino de Missouri. La acción central de Ozark tiene lugar en una zona muy particular de Missouri, pero tiene conexiones con Kansas City, Kansas, y Chicago, la gran urbe de Illinois. Incluso más, uno de los episodios de la actual temporada cuenta con una aparición especial de REO Speedwagon, uno de los grupos de rock más conocidos originarios de Illinois, el cual realiza mediante playback una versión del clásico Time for Me to Fly. 

La insistencia en el tema del origen y la procedencia tiene su porqué y se corrobora en el nombre de los personajes: Marty, Wendy, Charlotte, Jonah, Wyatt, Darlene, característicos de una región de Estados Unidos y reconocibles a las primeras de cambio por cualquiera que haya vivido allí. Esa zona, en donde residí durante cuatro años, es un mundo dominado por gente blanca. No en vano, en la serie solo aparecen un negro y una negra (ambos agentes del FBI), y muy pocos hispanos, siendo uno de ellos mexicano, el capo de la organización. Si hay drogas debe haber alguno. Con su aura representativo de lo extraño, inesperado y estrambótico de la condición humana en un ambiente geográfico apartado de los centros urbanos, la meseta de los Ozarks, en el sur de Missouri, región misteriosa y peculiarísima del medio oeste estadounidense, Ozark se convierte en una especie de diván (por cierto, uno de los personajes que aparece es psicóloga), en el que el alma de algunos individuos en crisis es examinada. 

Con afán insistente, la serie busca captar la vida de una familia promedio en el medio oeste estadounidense, la cual se ha desviado de su camino burgués y de 40 horas laborales por semana. Con ese escenario humano arma un friso visual, retórico y anecdótico único. Los guiños a un mundo familiar son reconocibles. Hay que remontarse a la serie Los intocables, en la década de 1960, para encontrar un similar retrato de la clase media estadounidense en su intento por cambiar de estatus social mediante su inserción en el hampa, en este caso, el mundo sin códigos del narcotráfico. En base a zonas reconocibles de la realidad, Ozark construye su cometido épico, lindante con las historias de las familias que cruzaban en diligencia el Lejano Oeste en busca de una vida mejor y en cuyo periplo debían enfrentarse a los peores desafíos.

Compuesta de diez capítulos, la tercera temporada de Ozark es la mejor en varios aspectos. Principalmente, por plantear con poderoso tino dramático, con poco frecuente pulso narrativo, la lucha por la supervivencia y el afán de lucro a la misma vez, pues, tal como a esta altura ya lo tenemos claro, en el mundo del narcotráfico hay entrada, pero no salida. Nunca se sale como se entró, mejor dicho, difícilmente se vaya a salir vivo o libre. Ese precisamente, es el gran dilema que enfrenta la familia Byrde, los padres y sus dos hijos ahora –a partir de esta temporada– adolescentes y que es el motor del relato: ¿cómo librarse del capo del cartel mexicano Navarro para el cual trabajan, sin tener que hacer concesiones al FBI que los tiene a tiro, pero no quiere atraparlos, pues el objetivo de los federales es un pez mayor?

La primera temporada de Ozark se salvó por poco de convertirse en otro producto genérico del mundo de los narcos, repitiendo los mismos clichés y situaciones de las demás series y películas realizadas sobre tan limitado tema, limitado al menos en cuanto a la narrativa y estética visual frecuentada hasta ahora. Los diez capítulos de la segunda temporada, en cambio, resultaron apabullantes al presentar las distintas versiones del lado oscuro del alma humana. La trama comenzó a complicarse a partir del in crescendo emocional de los personajes, así fueran los más secundarios. En ese desfile de comportamientos autodestructivos, eran pocos los que lograban salvarse.

La tercera temporada es una categoría aparte. Basa su eficacia indisputable en dos cruentos aspectos: en tiempos en que el narcotráfico maneja trillones de dólares y tiene influencia en todas partes, cualquiera puede caer en la tentación de la plata en apariencia fácil. Los narcos están en todos lados. Su dinero lo está. Hasta en una región que hasta no hace mucho fue idílica y campestre, como la de los lagos Ozark. Ahí, en un estado que carece del glamour de otros de la Unión Americana, como California, Massachusetts o Nueva York, y que pocas veces aparece representado en cine o televisión –en música la historia es diferente, pues de ahí han salido Chuck Berry, Miles Davis y Tina Turner, entre otros–, sucede la acción de una serie convertida, por decisión propia, en metáfora de los tiempos en que vivimos. El mal ahora reina hasta en las entrañas conservadoras de un país y de una región específica. No en vano, en la zona agreste de Missouri se filmaron dos muy buenas películas escalofriantes por su trama siniestra, Winter’s Bone (Lazos de sangre), que consagró a Jennifer Lawrence, y You’re Next (Cacería Macabra), del talentoso Adam Wingard. En Missouri, lo real es vecino del horror. No hay que ir a Colombia o México para ver los horrores diarios del narcotráfico.

En Arcadia, pueblo ficticio de Missouri, sucedía la serie televisiva Resurrección, cuya primera temporada fue notable, y en la que los muertos resucitaban sin causa aparente. Por lo visto, en ese estado hay quienes, como la familia Byrde, logran sobrevivir cualquier reto, incluso estando en medio del fuego cruzado entre narcos y policías federales. En la cuarta temporada se sabrá cuántas vidas tiene el gato y si en la última que le pueda quedar conseguirá redimirse, en caso de que la redención figure en sus planes. Desde ya, una cosa resulta clara: por lo que la reciente tercera temporada de Ozark plantea, la conclusión de la serie tiene todo para convertirse en uno de los finales más esperados de la historia de la televisión. 
 

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