Abril nos dejó sin Chejfec

El mes más cruel sumó otra víctima a su larga lista de escritores muertos en sus días

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10 de abril de 2022 a las 05:00

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El pasado 2 de abril se cumplieron cuarenta años del comienzo del conflicto bélico en las Islas Malvinas. Ese día, a los 65 años de edad, falleció en Nueva York, donde radicaba, Sergio Chejfec, amigo de humor y trato notables, fenomenal escritor argentino, creador de una literatura distinta, la única que a esta altura debería interesar.  Rubén Darío lo inscribiría en la lista de “raros”. En febrero le habían diagnosticado cáncer de páncreas. La cosa fue fulminante. No quiero recurrir al lugar común y decir que su muerte, acontecida justo cuando su imaginación disfrutaba lo mejor de la fiesta, “me dejó helado”. Fue un sentimiento inaudito más allá de eso, algo sin relación alguna con la temperatura. En todo caso, su muerte, casi sin decir agua va, fue un puñetazo al corazón del raciocinio. Me costó creer que la realidad había traído esa noticia y que era verdad. A las debacles con muerte incluida nadie puede acostumbrarse, por más tiempo que se tenga estando en esta vida. Una mañana uno se levanta sano, con ganas de seguir viendo el sol a cualquier hora, y en la tarde le anuncian que la cuenta regresiva hacia el final comenzó, y que va muy rápido. Ninguna narración presenta tan bien ese escenario catastrófico inesperado, de agonía y resignación, como El hombre muerto, cuento magistral de Horacio Quiroga. La historia es más o menos así. Un hombre en compañía de su machete está limpiando las malezas de su campo ubicado en la selva, esperando la llegada del mediodía para almorzar con su joven mujer y su hijo pequeño. De pronto ocurre un accidente salido de lo menos pensado y la muerte pasa a tener mayor preponderancia y realidad que la vida al acabarse. Quiroga lo cuenta con exactitud de maestro relojero: “El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia. La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro”.

Seguramente nunca conoceremos la historia completa de los momentos finales de la vida de Chejfec, y de lo que pasó por su mente cuando “el último suspiro” se convirtió en silencio hablando a la sordina, aunque a esta altura, con todo el pescado ya vendido, de nada sirve saber. Además, para qué. Yo lo recordaré tal como por fin vine a conocerlo en persona el viernes 27 de mayo de 2016, cuando en la librería McNally Jackson de Nueva York presentó tSURnamis, edición de LiteralPublishing (Rice University). Tras la presentación conversamos por un largo rato que se fue rapidísimo, como todo lo que dura poco. “No es cierto lo que está claro”, le dije como al pasar, y hoy me lo repito sin creer que pueda ser cierto. Conversando me di cuenta que su entusiasmo por mi libro no era una pose impostada de acuerdo a las circunstancias. Lo genuino fue siempre signo de distinción de la literatura y la persona de Sergio. Modelado de pies a cabeza por lo auténtico, era imposible que pudiera haber una copia certificada de él. Su forma de ser en la transparencia me la demostró cada vez que la vida nos ponía en contacto, mensaje va, mensaje viene. Meses después del atardecer aquel en el Soho neoyorquino me envió un correo electrónico conteniendo parte de los comentarios que había escrito, para que los utilizara como blurb en la edición argentina del libro, publicada por Mansalva en 2017. La fraterna relación a distancia se fue avivando y creció con el paso del tiempo. A esta altura poco gano preguntándome por qué recién vine a conocerlo en lo que fueron sus últimos seis años de vida. Menos sentido tiene buscar consuelo en otro visitado lugar común y decir que “por algo las cosas pasan”. En Cartas a un joven poeta, Rainer Maria Rilke le escribió a su interlocutor, Franz Xaver Kappus: “Deje que la vida le acontezca. Créame: la vida tiene razón en todos los casos”. Pero Rilke, más mente romántica que moderna, la pifió feo en el que pretendió ser un juicio canónico. La vida jamás tiene razón, qué va. Lo ilógico y arbitrario la caracterizan. La muerte repentina de Chejfec se vino a sumar al museo de horrores que en su interior contiene a la historia del ser humano a partir de su frágil estar en este mundo, hoy sí, mañana quién sabe.

En 1922, para demostrar entre otras cosas que la vida seguía sin tener razón y que era cada vez menos lo que tenía, T. S. Eliot publicó The Waste Land (Tierra yerma, La tierra baldía, o La tierra angostada, según las diferentes traducciones al castellano disponibles), poema de 434 versos cuyo primero es de los más citados y enigmáticos de la literatura moderna. La traducción de Agustí Bartra va así: “Abril es el mes más cruel: engendra / lilas de la tierra muerta, mezcla / recuerdos y anhelos, despierta / inertes raíces con lluvias primaverales”. ¿Por qué abril es el mes más cruel? ¿Es que acaso Eliot dio forma a una desmesura categórica? No sería la primera vez que un poeta lo hace. La intensidad de abril, mes con nombre de apodo, ha estado desde siempre asociada en el hemisferio norte al gradual apogeo de la naturaleza, tan urgida de euforias, entusiasmos a todo dar y resurrecciones varias. Si el 21 de marzo llega la primavera, en abril se siente instalada por completo, con su resplandor, aromas nupciales y luminosidad agigantados por el fervor latente que comparten, tanto aves e insectos como seres humanos. Flora y fauna reescriben la poesía de la existencia mediante la visualidad intensa de su comportamiento. Son, según se expresan.

La crueldad del mes en cuestión, y que alude a la ruina en desarrollo del presente (un hoy que viaja, desde entonces hasta pasado mañana), refiere a la imposible escapatoria hacia un estado de actualidad perpetua. Abril es: presente de indicativo. (Dice luego el poema de Eliot: “El invierno nos mantuvo abrigados”, “El verano nos sorprendió”.) El siglo, al menos aquel (el XX al entrar en su tercera década), cabía en un momento específico de plenitud menos moral que estetizante, la cual, no obstante, llegó vacía de origen, como promesa de nada hecha por nadie o su doble, ninguno. Esto se verifica a partir de la voz impersonal que enuncia y expande el poderío retórico de una dicción convertida en decisión acuciante: el hablante no es una persona localizable, tampoco un yo definido, personalizable, sino el mundo o el tiempo (o ambos al unísono) haciéndose pasar por lenguaje. El abril moderno que hemos conocido podrá haber sido impersonal, pero la muerte al salir a cosechar en ese mes, no.

Aunque el 30 de abril de 1929 nació Beatriz Elena Viterbo, abril ha sido de muerte a granel. En ese mes que rima con febril fallecieron (cito de memoria, sin seguir la cronología), Séneca, Alfonso X El Sabio, Jorge Manrique, Fernando de Rojas, Inca Garcilaso de la Vega, Shakespeare, Rabelais, Lord Byron, William Wordsworth, Francis Bacon, La Fontaine, Bram Stoker, Alexis de Tocqueville, Ralph Ellison, Jean Racine, Ralph Waldo Emerson, Mark Twain, Willa Cather, Daniel Defoe, Wittgenstein, Husserl, Robert Musil, Jacques Prévert, Ralph Ellison, P. S. Buck, Erskine Caldwell, Allen Ginsberg, J. G. Ballard, Carlos Castaneda, Jean-François Lyotard, Simone de Beauvoir, Sartre, Graham Greene, Max Frisch, Rómulo Gallegos, Saul Bellow, Isaac Asimov, Kahlil Gibran, Günter Grass, Octavio Paz y Gabriel García Márquez, en ese orden de infinitud.

También, Les Murray, poeta australiano de grandes dimensiones físicas, al que conocí en el festival de poesía de Rotterdam en junio de 2011, quien en una noche de beberaje hasta altas horas me dijo que la muerte es como los Estados Unidos; se mete donde nadie la llama. El 21 de abril de 1960, Río de Janeiro perdió su condición de capital de Brasil. Catorce años antes, Vinicius de Moraes escribió en esa ciudad el poema Día de la creación. 

El primer verso dice: “Hoy es sábado, mañana es domingo”. Un sábado, a una hora diferente a la del cuento de Quiroga, la vida dejó de tener domingos para Sergio Chejfec, el más reciente en sumarse a la lista de eternos antes de hora fallecidos en abril. 

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