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Argentina: entre el ocaso y el abismo

Argentina está atravesada por enorme malestar social y de las próximas elecciones depende el futuro de la nación
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31 de marzo de 2019 a las 05:00

En 1862, el político e intelectual argentino Juan Bautista Alberdi hacía la siguiente reflexión acerca de la Argentina: “Pero ¿cómo ha podido la Nación existir y gobernarse sin tener gobierno? Por simulacros, por apariencias de gobierno, que no pudiendo remediar la anarquía, han figurado a menudo entre sus causas y elementos auxiliares. En efecto, todos los gobiernos o simulacros de gobiernos adoptados provisoriamente hasta hoy dejaron en pie las causas que hemos señalado, y con ellas la anarquía que se los devoró a los gobiernos mismos. Como los falsos remedios, cuando no sirvieron para evitar el mal, sirvieron para aumentarlo”.

En ciertos períodos de la historia de un país, las preocupaciones de determinadas personalidades del pasado adquieren una actualidad y relevancia, mucho más poderosa que el cúmulo inexpresivo de la hueca charlatanería contemporánea. Y estas voces, en buena parte desoídas o marginadas a textos de estudio para una elite cada vez más reducida, poseen la impotente naturaleza de las advertencias de Cassandra.

En la Argentina del 2019, la reflexión de Alberdi pareciera atravesar y diseccionar estos últimos treinta y cinco años, con la precisión de un láser. Pero también, con la fuerza de un sismo que hace crujir los fundamentos de un edificio mal construido. Al observar esta era, surge el inquietante rasgo conductor del destino argentino. Todos los gobiernos, desde el del propio Alfonsín y su fallido desenlace, hasta el actual de Mauricio Macri, estuvieron determinados en su transcurso y en su suerte final, por los humores intestinos del peronismo, como gobierno u oposición, y por los nefastos mecanismos de los poderes paralelos que trafican sus influencias y acciones por fuera del endeble republicanismo. Ambos van de la mano o de la cintura, según las circunstancias. 

Las postas ardientes, pasadas de un gobierno a otro hasta ahora, parecen afirmar la vigencia del espíritu de las palabras de Alberdi, en donde la anarquía o algo semejante, lleva a cabo una tarea gradual de desgaste y debilitamiento de las buenas voluntades y con ellas, lo que resta de las instituciones. Desde la hiperinflación de 1989 que el peronismo recibe, en una no tan velada usurpación de la continuidad gubernamental de la presidencia de Alfonsín, a la implosión de la convertibilidad en el gobierno de la Alianza en el 2001, por cortesía del menemismo, y el estado económico e institucional que la organización delincuencial del kirchnerismo le lega a Cambiemos, como una bomba de relojería de explosión latente, la calidad democrática de la Argentina no ha hecho más que degradarse. Esto sucede ante la perplejidad de un mundo que no termina de comprenderla, en su obstinada vocación para el fracaso o la tragedia.

Esta realidad obliga a atender un aspecto singular, frente a la pregunta de un observador: ¿Cuál es el rol que juega la sociedad en este curso y destino de desaciertos y caídas recurrentes? Y la interrogante es inevitable, cuando las actuales encuestas muestran una marcada polarización entre las voluntades de un cambio enunciado pero aún sin concretar por parte de la actual fuerza gobernante y el posible retorno a la oscuridad de la última noche republicana, como lo fue el gobierno de Cristina Kirchner. 

Dentro de la fecunda matriz del peronismo para engendrar carismas y caudillajes con capacidad de destrucción masiva, parece cuajarse en apariencia sobria y equilibrada, una opción moderada a los personalismos por los que el justicialismo tiene una inclinación de origen. Desde su asombrosa condición camaleónica, y en la que reside su envidiable capacidad de regeneración política, comienza a transitar, sobre el volátil paisaje electoral, la figura de Roberto Lavagna. Lo de su sobriedad responde más a las dimensiones autoritarias y corruptas del kirchnerismo que a las de su propio carácter político, porqué en definitiva Lavagna no dejará ser un candidato y eventual presidente de la horma peronista. ¿Obedece esto a una verdadera reestructura radical y valórica del justicialismo esencial, contagiado de los aires renovadores que prometía Cambiemos y resultante de un examen de conciencia y mea culpa post kirchnerismo? ¿O bien, es el truco de hacer crecer otra cabeza a la hidra, para atraer al desencantado creyente del actual gobierno?  Las caras y los correspondientes tonos y maneras de la campaña lo dirán. Pero hay algo infranqueable en el tránsito a octubre: la agotada paciencia de un amplio sector social que carga sobre sus espaldas los costos de las malas políticas precedentes. 

Si bien es cierto que los países modernos no mueren o desaparecen, muchos de ellos padecen de un mal muy similar al de una muerte. Se trata de una parálisis o estancamiento en su desarrollo, afectado por problemas estructurales de su economía, o de una polarización política de su sociedad, tal, que la propia política y sus mecanismos de contención de fricciones y conflictos son desbordados por el enfrentamiento.

Ambos factores dan paso a profundas crisis y hasta guerras civiles. Y ambos, hoy pulsan en el ambiente.

Aunque la Argentina actual no es Venezuela, sobre su porvenir pesan, con creciente presión, los efectos de una economía en crisis y una frustración que aún no se ha manifestado en un abierto malestar social. Llegar a octubre, en condiciones para votar por la continuidad o el recambio por una alternativa que mantenga al menos la esencia de la renovación que anunciaba Cambiemos y hoy debilitada, es el imperativo ineludible de toda la sociedad argentina. La obligación está en la suerte que imponen las otras opciones. La de un eterno ocaso, o la definitiva caída al abismo. 

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