La asunción de poderes dictatoriales por Nicolás Maduro destruye definitivamente la legalidad institucional de su régimen y, para desventura de su pueblo y oprobio de
América Latina, precipita a Venezuela al abismo de la peor historia del continente. Al anular las competencias de la Asamblea Nacional y traspasarlas al Tribunal Supremo de Justicia, un obediente órgano servil de Maduro, el presidente devenido dictador ha perdido toda legitimidad y ha optado por excluirse del sistema democrático, al costo ahora ineludible de ser expulsado de la Organización de Estados Americanos (OEA), de la Unasur y del Mercosur.
El patético líder chavista, asediado por una pavorosa crisis interna y el creciente repudio internacional a años de arbitrariedades y persecuciones a sus opositores, tomó en sus manos, abierta y formalmente, la totalidad del poder. A partir de ahora y mientras logre mantenerse en el gobierno, ejerce sin cortapisas ni control alguno autoridad absoluta en todos los órdenes de la vida venezolana, tanto política y militar como judicial y económica. La desaparición del Parlamento unicameral, que estaba controlado por la oposición, se agrega al manejo personal que ya tenía sobre la estructura judicial para terminar de aniquilar la división de poderes en que se sustenta todo régimen democrático.
Su golpe de Estado no solo evidencia la futilidad de la mediación que intentaban el Vaticano y tres expresidentes para inducir un entendimiento con la oposición y le da la razón a la insistencia del secretario general de la OEA, el uruguayo Luis Almagro, y de gobiernos serios de la región de aplicarle al régimen de Maduro la cláusula democrática. Abochorna además a los gobiernos que pretendían seguir cerrando los ojos a las arbitrariedades del
chavismo, primero bajo Hugo Chávez y más agudamente aun bajo su sucesor. En esta categoría cae deplorablemente nuestro gobierno, cuyo canciller, Rodolfo Nin Novoa, reiteró, pocas horas antes del golpe de Estado que se veía venir, que Uruguay estaba en contra de votar la exclusión de Venezuela de la OEA. Ya no hay excusa, ni ideológica ni de ningún otro tipo, para seguir defendiendo a Maduro, que acaba de quebrar un largo proceso latinoamericano de estabilidad democrática, aunque fuera imperfecta en algunos casos. Queda en la triste compañía solitaria de la dictadura cubana, expulsada de la OEA hace más de medio siglo.
La tormenta se desencadenó a partir de diciembre de 2015, cuando la oposición unificada ganó electoralmente el control de la Asamblea Nacional. A partir de esa fecha el chavismo, perdido el poder absoluto en todos los órganos del Estado, recurrió en forma creciente a todo tipo de arbitrariedades, incluyendo la persecución y encarcelamiento de dirigentes opositores y la restricción creciente de las libertades civiles y los
derechos humanos. Enfrenta ahora no solo ser excluido del sistema interamericano y de los organismos regionales, sino también la resistencia de la mayoritaria oposición política y de un pueblo agobiado por la miseria y las privaciones ocasionadas por la incompetencia gubernamental y sus pavorosos niveles de corrupción. Venezuela enfrenta, dentro y fuera de fronteras, horas negras que solo se disiparán cuando Maduro y sus cohortes desaparezcan de la escena y los reemplace el restablecimiento democrático en ese desdichado país.