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23 de diciembre 2023 - 5:02hs

El tortuoso trayecto constitucional experimentado por Chile sirve como un ejemplo que Uruguay debería considerar detenidamente antes de emprender cualquier aventura para modificar aspectos que, equivocadamente, no deberían ser parte de la Carta Magna.

El pasado domingo, por segunda vez en menos de dos años, el pueblo chileno rechazó la reforma constitucional que se presentaba a su consideración. En esta ocasión, un 55% de los votantes se pronunció en contra del texto sometido a plebiscito y solo un 44% a favor. Son cifras más estrechas que las que se expresaron en setiembre de 2022, cuando un categórico 62% rechazó un proyecto de reforma considerado en su momento como “refundacional”. Esta propuesta, que algunos consideran “de derecha”, pues representa las ideas del ex candidato presidencial José Antonio Kast, tampoco satisfizo  al pueblo chileno.

¿Dónde quedó aquel 80% de votantes que luego de las protestas sociales de noviembre de 2019, deseaba cambiar la Carta Magna vigente desde la época de Pinochet, aunque con varias modificaciones durante los gobierno de la Concertación Democrática?

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Una vez por irse demasiado a la izquierda, ahora por irse más a la derecha, los chilenos han manifestado que prefieren seguir con la constitución vigente desde 1980. Al menos, respecto a las opciones que se les presentaron en poco menos de dos años. Y después de estos dos resultados, nadie se muestra muy entusiasmado de iniciar un tercer proceso constituyente. Es que a fines de 2023, cuatro años después de las masivas protestas callejeras que parecían llevar a Chile por un camino a lo desconocido, la prioridad de cambiar la constitución está muy lejos de entrar en el “top ten” de las preocupaciones de los chilenos. Tanto las autoridades del gobierno del presidente Boric como muchos sectores de la oposición consideran que es necesario dar vuelta la página de la reforma constitucional refundacional, y volver a los asuntos cotidianos, como la seguridad pública y la marcha de la economía, que son las verdaderas preocupaciones de la ciudadanía.

En América Latina se han llevado a cabo varios procesos constituyentes refundacionales. En Venezuela, Bolivia y Ecuador se hicieron reformas tendientes a prolongar el poder de lideres carismáticos y darles posibilidades de reelección indefinida. Al mismo tiempo, en esas constituciones “refundacionales” se pretendía dar mayor injerencia al estado, restringir los derechos individuales, en especial la libertad de expresión, y afectar la independencia de la justicia. Este es un poder que molesta mucho a los autócratas y a los que pretenden serlo.

Por lo demás, quienes proponían las reformas constituyentes otorgaban poderes cuasi mágicos a las mismas para paliar situaciones de pobreza, desigualdad, estancamiento e inseguridad. Pero las constituciones no tienen recetas mágicas para dar solución a los problemas económicos o sociales. No hay más receta para la prosperidad que el fomento de la inversión productiva, la estabilidad de las reglas de juego, el respeto irrestricto de la separación de poderes y, guste o no al gobernante de turno, la independencia de la justicia, aunque no sea un poder elegido por el pueblo.

Las constituciones fueron concebidas como forma de controlar el poder mediante el establecimiento de pesos y contrapesos. Surgen de lo más profundo de la historia, quizá desde la época de la Carta Magna en 1215 que limitó el poder del monarca para establecer impuestos sin el consentimiento de los súbditos. O como ponía la política e historiadora española Cayetana Álvarez de Toledo en una alocución en Santiago de Chile poco después del rechazo constitucional de setiembre de 2022: “una constitución es lo más importante que tiene una comunidad política. Son las reglas del juego del país que deben servir para todos y por mucho tiempo. Una constitución, por lo tanto, nunca puede ser de parte ni mucho menos de un sinfín de partes contra el todo. Las constituciones de parte nacen muertas, condenadas”.

Y da la impresión que los proyectos de reforma constitucional propuestos al pueblo chileno son “constituciones de parte”. Y por ello nacieron muertas.

Esta experiencia de allende los Andes nos debe llamar a reflexión a los uruguayos cuando se estudian tres propuestas de reforma constitucional para votarse junto con las próximas elecciones nacionales. Hay una suerte de manía uruguaya con introducir modificaciones a la Constitución y, sobre todo, en temas que no son propios de integrar una Constitución. La vara de modificación no es baja (mitad más uno de los votantes siempre que representen el 35% del padrón electoral), pero en una época plagada de reclamos de derechos, no parece conveniente modificar la Constitución, que debe ser algo que recoja los principios fundamental del contrato social que nos damos los uruguayos. Y a ello hay que agregar formas de organización del gobierno, a  nivel nacional y departamental. Cuanto más breve, mejor.  

Por eso no son oportunas las modificaciones que se proponer para la próxima elección. El tema de los allanamientos nocturnos se puede solucionar con una ley interpretativa que aclare lo que se quiso decir en 1830 cuando no había luz eléctrica. Lo de la usura claramente no es materia constitucional aparte de que resulte una regulación inconveniente que hará mucho daño en el mercado de crédito. Y lo de la reforma de la seguridad social, no solo tampoco es materia constitucional, sino que además es una puñalada en el corazón al estado de derecho y al derecho de propiedad de casi un millón y medio de uruguayos que verán desaparecer su fondo jubilatorio a cambio de una vaga promesa de que las jubilaciones no se vean alteradas.

Asimismo, esta tercera reforma, impulsada no para combatir la reforma jubilatoria recientemente aprobada, sino para derogar la reforma de 1996, tendrá el efecto de una bomba de fragmentación en la economía uruguaya, que llevará al gobierno electo a recoger los pedazos sueltos y tratar de recomponer el orden económico.

La seguridad pública, el acceso al mercado de crédito a tasas razonables y eventuales mejoras en la financiación de las prestaciones sociales no se atacan con proyectos puntuales para saltar por encima del Poder Legislativo, sino con acuerdos de largo plazo.

Por eso, las constituciones deben tocarse muy poco y las reformas propuestas realizarse por vía legislativa y no constitucional. Si el FA quiere convocar a un verdadero diálogo social, lo primero que debe hacer es desactivar un plebiscito que es una imposición draconiana y demagógica, que no prevé en ningún momento de donde vendrán los recursos para pagar los nuevos gastos. Lo mejor, es hacer como los chilenos: rechazar las tres propuestas de reforma constitucional.

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