21 de setiembre: “Día mundial del Alzheimer"
María Eugenia Scognamiglio

María Eugenia Scognamiglio

Periodista de actualidad

Nacional > En primera persona

Cómo el alzhéimer enfermó a mi madre, a mí y a toda mi familia

La historia de cómo aprendí sobre la enfermedad sobre la marcha, mientras me llenaba de dudas por la falta de información sobre cómo la enfermedad afecta también al entorno
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21 de septiembre de 2023 a las 16:52

¿Qué tenés? ¿alzhéimer?, me dijo una vez bromeando un excompañero de trabajo al saber que yo me había olvidado de enviarle un correo.

No lo juzgo. Él no sabía que su pregunta me había sacado de partido, que terminé en el baño llorando porque en ese momento no sabía cómo gestionar lo que me pasaba.

Pero, además, visto a la distancia, su pregunta encerraba un gran desconocimiento: la asociación del alzhéimer solo con el olvido y la pérdida de memoria.

Mientras tanto lidiaba con situaciones nuevas, impredecibles, irracionales: mi madre deliraba. Afirmaba, convencida, cosas que no eran ciertas y que además la hacían sufrir.

Pero como estaba convencida de lo que decía, pese a los interrogatorios e intentos de confirmación que hacíamos sus hijos, no había forma de que saliera de su pensamiento equivocado.

Y con el delirio vino la depresión.

Yo no entendía nada. No tenía información, no sabía qué seguía.

¿Habrá algo de cierto en lo que cree?, pensaba. Las dudas eran obvias, porque la veía sufrir y con el corazón desarmado.

Un tiempo antes perdía casi todos los días las llaves, la plata. Pero ella siempre fue distraída. Después creía que se la habíamos robado. Y yo, como mi excompañero de trabajo, pensé: mamá se está olvidando de las cosas, tiene alzhéimer.

Pero, ¿cómo? Si apenas tiene 60 años.

Nunca imaginé todo lo que vendría después. Cómo cada etapa de la enfermedad era clara, visible. Cómo se notaba cuando el deterioro avanzaba y la familia iba enfermando con ella como si todos estuviésemos envueltos, pero no lo sabíamos.

Y yo seguía empecinada en hacerle entender, en sus momentos de lucidez –que en ese momento todavía tenía– que lo que decía no era cierto y, como no podía, me enojaba. Discutíamos.

Hasta que entendí que era una batalla perdida y, en lugar de contradecirla, la consolaba.

El proceso duró siete años hasta que sobre el final me pude dar cuenta de que había hecho todo prácticamente mal, porque me faltaba información. Una paradoja: en ese momento yo era estudiante de periodismo.

Pero para mí eso corría por otro carril, no tenía nada que ver con lo que me pasaba, porque cuando googleaba me aparecían noticias sobre el alzhéimer y el olvido, y eso ya había quedado muy atrás.

Un día estaba trabajando y me llamaron para decirme que mi madre estaba en un comercio de la avenida 8 de Octubre y Felipe Sanguinetti y que no sabía cómo volver a su casa. Les pedí que no la dejaran ir hasta que yo llegara y a los minutos ya estaba ahí, muerta de miedo y de nervios, buscándola.

Otra etapa: nos dimos cuenta de que ya no podía estar sola.

Al poco tiempo mi madre ya no tenía funciones motrices ni lenguaje fluido y no sabía quién era yo, ni mis hermanos ni mi padre.

Pero no nos había olvidado. Porque en sus pocos gestos, en su apretón de manos o en su leve sonrisa al vernos llegar sabía que éramos personas a las que quería. Todavía quedaba algo, pero nadie sabía cómo sobrellevar, qué responder, cómo actuar.

Mientras tanto, no tenía información. No sabía qué seguía. Todos, a nuestra manera, intentamos hacer cosas pero no teníamos el camino claro.

Y en mi casa, de clase media baja, pagar la estadía en un residencial era prácticamente imposible. Entonces acudí al Ministerio de Desarrollo Social para que pudiera acceder al Sistema de Cuidados.

“Se cubren todos los días, dos horas por día”, me respondieron. ¿Cómo íbamos a salir a trabajar ocho horas? ¿Cómo iba a seguir estudiando?

Entonces, un centro de la Intendencia de Montevideo para que hiciera actividades durante el día. ¿Quién la iba a llevar e ir a buscar si no estábamos?

Conseguimos un residencial chiquito que quedaba a cuatro cuadras de su casa, donde podíamos tener más control. Cuando armamos su valija con ropa, sábanas y toallas no pensamos que ese equipaje era solo de ida. Son cosas que uno no se quiere plantear.

No sabía cuál era el próximo paso, nadie me enseñó cómo se gestionan las cosas prácticas –hasta el tipo de cama y sofá que son necesarios para el bienestar–, no supe no desesperarme y que el dolor no me dejara pensar con claridad, nadie me enseñó a bailar con el proceso, nadie me dijo que la enfermedad no solo la tenía mi madre, sino que de alguna forma, la teníamos todos nosotros.

Que no importa cuánta formación tenga la familia, qué tan inteligentes sean, qué tantos recursos tengan –o no– para que sea necesario que personas con conocimiento en la enfermedad nos expliquen dónde estamos parados, qué necesita nuestro familiar, qué tenemos que hacer por nosotros mismos.

Que nos empoderen con información.

Los artículos que circulan en internet y en los medios son bienintencionados, pero cada persona vive procesos distintos y es necesario que la familia tenga información personalizada, acompañamiento, apoyo psicológico, médico, paliativo, medidas de prevención.

Cuando ya habían pasado todas las etapas y había aprendido que cuando mi madre deliraba yo debí haberla consolado y no contradicho, cuando supe que podría haber gestionado mis emociones de una forma más sana, cuando entendí que había perdido funciones ejecutivas pero no afectivas, ya todo había pasado.

Caí tarde en lo que me pasó y tuve que enfrentar un doble duelo: aceptar la enfermedad de mi madre y su muerte. Todo al mismo tiempo. Porque me había enfermado con ella y no lo sabía. 

El Ministerio de Salud Pública estima que hay unas 50 mil personas que padecen alzhéimer en Uruguay. Cincuenta mil familias enfermas.

¿Cuántas sabrán cuál es el próximo paso?

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