“No puedo dormir con la luz apagada”, dice Bouya mostrando un trozo de las cuerdas que utilizaba en la horca de la prisión.

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Condenado por una muerte, fue verdugo de una cárcel de Bangladesh durante décadas

Shahjahan Bouya pasó casi 42 años entre rejas y comenzó a ejecutar a otros reos en la horca para mejorar su situación en la prisión
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04 de noviembre de 2023 a las 05:01

Cuando lo mandaron por primera vez a prisión, Shahjahan Bouya estaba acusado de asesinar a un hombre. En el momento de su liberación décadas después, había puesto fin a decenas de vidas como el verdugo más prolífico de Bangladesh.

Por cada ahorcamiento recibía una comida especial como ternera, pollo o el aromático arroz pilaf y una reducción de varios meses en su sentencia de 42 años que finalmente terminó en 2023.

"Algunos mueren y algunos se dan un festín", dice a la AFP este hombre de 70 años y mirada rígida. "Es el retrato de la prisión".

Este país asiático es el tercero del mundo con más condenas de muerte dictadas, según la oenegé Amnistía Internacional, y asigna a los mismos reos la ejecución de los ahorcamientos.

Un revolucionario marxista muy leído, Bouya se unió en los años 1970 a los rebeldes clandestinos Sarbahar para voltear a un gobierno que veían como títere de la vecina India.

Fue condenado en 1979 por la muerte de un camionero en medio de un fuego cruzado con la policía.

Durante los 12 años que duró su juicio, se dio cuenta del tratamiento de "primera clase" que se daba a los verdugos. Incluso vio a uno recibir un masaje de otros cuatro reos.

"Un ahorcador tiene tanto poder", se dijo a sí mismo antes de presentarse voluntario.

Su primera ejecución, a finales de los 1980 como asistente, está grabada en su memoria. El reo recitaba tranquilamente la declaración de fe del islam, la kalima.

"Solo pronunciaba la kalima", recuerda. "No lloraba".

"Abandonando el mundo"

Cuando la presidencia de Bangladesh rechaza la última petición de clemencia de un reo, la ejecución puede darse en cualquier momento.

El verdugo es informado con varios días de antelación, con lo que Bouya empieza a preparar la cuerda y a probar la trampilla con bolsas de arena.

La familia del prisionero es convocada para un encuentro de despedida. Después el reo recibe agua caliente perfumada con hierbas, ropa blanca limpia y una última comida de su elección.

Un clérigo musulmán les ayuda a rezar y expiar sus pecados.

Un minuto después de medianoche, "esposamos al prisionero por detrás y le vendamos los ojos con una máscara negra. Lo llevamos a la horca, le atamos el cuello a la soga y le decimos que recite la kalima", cuenta Bouya.

"Cuando el director de la prisión baja el pañuelo, yo tiro la palanca", continúa.

Pocas veces hablaba con los condenados. "Cuando alguien está enfrente de la muerte, ¿cómo puede sentirse?", reflexiona. "Sabe que está abandonando el mundo".

Algunos inocentes

Las autoridades penitenciarias dicen que Bouya ejecutó a 26 personas, pero él eleva la cifra a 60.

Entre sus víctimas hay militares acusados de un intento de golpe y de matar al fundador de la nación, un líder de un grupo rebelde islamista u opositores condenados por crímenes de guerra.

Los activistas dicen que el sistema de justicia penal de Bangladesh es muy defectuoso, pero Bouya se encoge de hombros ante estas críticas, aunque cree que al menos tres de las personas ejecutadas eran inocentes.

En uno de los casos, los dos responsables de la violación y el asesinato juzgados reconocieron que habían tendido una trampa al hombre finalmente ejecutado.

"Incluso si te sabe mal por él, ¿puedes mantenerlo con vida? ¿O puedes salvarlo?", se pregunta el verdugo en quien no se aprecia rastro de remordimiento o culpa.

"Si yo no lo hubiera ahorcado, otro habría hecho el trabajo", se justifica.

"No puedo dormir a oscuras"

Desde su liberación y retiro como verdugo, Bouya alquila un humilde apartamento de una habitación en Keraniganj, en los suburbios de Daca.

Con orgullo muestra a los visitantes un trozo de la cuerda con la que murieron muchos de los reos.

"La gente cree que tiene poderes extraordinarios" y algunos han usado sus fibras para amuletos, afirma.

Hay cosas de su nueva vida en libertad a las que no se acostumbra.

En prisión compartía celda con al menos 20 reos y las luces siempre estaban encendidas, con gente charlando o jugando a las cartas.

"Solíamos hablar, nunca estaba solo", dice. Ahora "dejo una tenue luz encendida porque no puedo dormir a oscuras", reconoce.

Entre rejas cambió el marxismo por el islam, del que ahora es devoto y sueña con peregrinar a La Meca.

"Tengo solo un pequeño deseo: hacer la peregrinación antes de mi muerte", dice. "El resto, lo que Alá ofrezca".

(Mohammad Mazed y Shafiqul Alam / AFP)

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