Coronavirus y marmota cruda

Como en la novela de George Orwell, los animales se rebelan por el trato recibido

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11 de julio de 2020 a las 05:04

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Es el pasado al que espero llegar algún día. Puede haber sido ayer o tres años antes. Todo en la vida es siempre por aproximación. Estoy en una cueva ubicada a cuatro horas y media de avión de Pekín, la cual durante el día es atracción turística. En este hábitat ideal para murciélagos se realiza el opíparo banquete de bienvenida del festival literario al que han asistido poetas y animales de todas partes. La mesa llena de supuestas exquisiteces permanece en penumbras. Solo cada tanto es iluminada por los reflectores iguales a los que había en Studio 54 en la década de 1970, cuando la carne era menos triste que ahora. Los poetas merodean la mesa. Imagino lobos que cada tanto escriben un verso y cada tantísimo, uno bueno. Noto ansiedad y preocupación en sus ojos. Después de casi diez horas sin probar bocado, todos los humanos, incluso los calvos, tienen la voracidad de un felino al que le han sacado de la boca el trozo de gacela deliciosa que pensaba engullir. 

En medio de la oscura ambientación a la que no estoy acostumbrado, desacelero el paso. Temo llevarme la mesa por delante y provocar un desastre de magnas proporciones internacionales. Si por un mal paso involuntario dejara sin comer a veintitantos poetas, el canibalismo se pondría de moda entre ellos en cuestión de segundos. El poeta de Turquía me comería una pierna, el de Mongolia –muy amable– el corazón, el de Vietnam el brazo derecho con el cual escribo cuando estoy inspirado, el de Benín la pantorrilla. ¿De qué sería capaz la rubia poeta de Polonia, parada ahora en primera fila? ¿Y la de Holanda, también en pole position, cuya blanca y afilada dentadura le permitiría masticar hasta los músculos más tensos del animal elegido? Temo por mi vida en caso de atropellar el mobiliario que sostiene los platillos del banquete, por eso mi lentitud es de tortuga, viva. A una de ellas flotando en una salsa rarísima es lo primero que diviso. 

El didáctico traductor que el festival me facilitó informa que el animal a la vista es una tortuga fluvial cruda, cuya carne se come sin haber pasado por el fuego. Sushi de caparazón. ¿Cómo sé que está realmente muerta? ¿Y si resucitara en mi esófago camino al aparato digestivo? Mejor, paso. ¿Y este plato?, vuelvo a preguntar, auspiciado por la masa colorida que emerge brutal frente a mí. Es gastronomía propia de una película de terror. Con naturalidad de locutor del canal National Geographic experto en bufets de esta magnitud, mi acompañante me dice que el animal flotando cómodo en la fuente (decorada como si el animal hubiera muerto preparándose para la noche de su boda), es un pangolín. Me cuesta identificar el nombre. ¿Vuela, se arrastra, anda por agua, a qué se dedica este animalito? Tiene nombre poético, por lo tanto, su carne puede ser lírica a pedir de boca. ¿Pangolín? Con un dominio del castellano mejor que el de muchos toreros españoles como el que aparece corneado en el poema de García Lorca, mi traductor me dice que el pangolín es parecido al oso hormiguero. Vaya, nunca comí carne de un animal tal. A mí los osos hormigueros me gustan, pero no como para tenerlos difuntos en mi plato a la hora de la cena, y sobre todo después de un día extenso en el cual hubo muchos aplausos en mandarín. Si es un oso con esas características, ¿tendrá sabor a hormiga? ¿Qué gusto tiene la carne de hormiga, animal de fábula? ¿Viva o muerta? Ya no sé, hace rato que dejé de saber. Veo al pangolín de aspecto adolescente totalmente occiso, como si lo hubiera atropellado un camión de 18 ruedas, y veo también que a su lado hay otros de su raza. Es una familia entera de pangolines, abuelos y tíos incluidos. 

La pena me visita, mi apetito decrece. Sintiéndome Hamlet con un pangolín a la vista en lugar de una calavera en la mano, amago con salir en busca de un trozo del bocadillo, pero tan pronto como amago me arrepiento. Mi conciencia entra en querella con mi pensamiento, más racional, aunque menos ético a la hora de consumir alimentos que perdieron su vida para complacer a poetas para los cuales cualquier carne es un imán. ¿Si he comido carne vacuna, de pollo, de cerdo, de liebre, de carpincho, de perdiz, de oveja, de congrio, incluso pescado crudo, por qué no me animo ahora a probar pangolín? La respuesta tarda, por tanto, decido pasar al próximo recipiente ubicado a la izquierda del animal parecido al oso hormiguero. ¿Y esto qué es? Pregunto, un poco molesto, ya que me siento en un peep show comestible sin que nada nunca termine de entrar a mi boca. Mi fiel acompañante pronuncia el nombre del animal, aunque no sabe bien si realmente se llama así, pero enseguida, quizá por temor a quedar mal, informa que la especie en cuestión puede ser un puercoespín. Agrega que el olor de la salsa en que la fue cocinado permite suponer un sabor delicioso. Su nariz de traductor tiene radar. Acerco la mía al animal naufragado en sus jugos y comparto al instante el veredicto de mi acompañante. Sí, huele rico. Su pungente aroma proviene de algún ají picante, mortífero para el visitante mal preparado. ¿Y si es un puercoespín y termino pinchándome la lengua? ¿Y si no me pincho, pero el picante me perfora el estómago? Nada peor que ir a una cena de lujo y salir acompañado de una úlcera. 

La situación en el ágape se agrava. A medida que la fila avanza compruebo lo siguiente: a) mi ignorancia en cuanto a especies de animales asiáticos; b) mi temor a que uno de ellos decida vengarse de los crímenes contra la naturaleza que ha cometido la humanidad, provocando mi muerte en complicidad con algún temible vegetal. ¡Cómo quisiera encontrar por algún lado una pata de pollo frita, un pedazo de res asada!, qué sé yo, algún animal de los que conozco. Pero la realidad y el deseo raras veces coinciden. Tras varios minutos que han sido la eternidad del hambre, entro en fase de total desánimo. Si las cosas no mejoran, si no encuentro rápido algo para digerir. El si… desaparece. Es ya certeza: esta noche voy a irme a dormir famélico. No soy cowboy de sombrero negro, carezco por consiguiente de valentía como para comerle la carne preparada quién sabe cómo a un gato algalia, a un tejón, a un roedor de nombre impronunciable que vino de la tierra polvorienta, a un feísimo animal con bigotes y colmillos desencantados proveniente del mundo líquido, a ranas recién llegadas del patíbulo. Nada de lo que hay en la mesa para saciar el hambre tiene su correspondiente certificado de defunción de la OMS. Hay una especie disponible más. En aquel Tiananmen de delicias a la inversa, lo que menos pensé hallar fue un ave de carne negrísima. ¿Qué será? La naturaleza da a luz animales oscuros. 

Regreso al presente de ayer. Tengo presente lo que tengo delante: un menú mezcla de haute cuisine y funeraria. Cualquier cosa comestible de las que la gente ingiere en Occidente serían de salvífica utilidad en este momento, incluso aceptaría gustoso unos maníes o papitas chip, de las que venden en el estadio. Pero no, aquí todo es preocupante y extraño. Son platos finos, dice mi lazarillo –insisto, no veo nada– pero para mí no son finos, sino de finados invitando a que mi fin llegue de manera prematura. No a mansalva la imaginación me salva por un segundo; tiempo convertido en actor de reparto. Ay. Cuánto extraño una pizza a caballo, unos ñoquis al pomodoro, ¡un pancho con bastante mostaza!, un choripán o milanesa al pan (no conozco buenos versos que rimen con an). Debido al hambre y la desesperación, comienzo a delirar. Comienzo, pero no sigo del todo. Algo me salva al inicio de la fila, donde soy el único que terminará el desfile a lo largo de la larguísima mesa con el plato vacío: de pronto, a la retaguardia de semejante festín con apariencia de carnestolendas bárbaras, aparece un recipiente hondo y ancho que contiene arroz blanco, de sabor ausente. ¡Milagro! Y yo que pensé que solo ocurrían en la Biblia. Como en los tiempos de pobreza de la China pre y posMao, me siento un han completo, y por fin me siento. Arroz blanco, sin nada, sin animal que le haga sombra. Aleluya, vuelvo a la vida. En el caos del sosiego hay suspenso. Soy Lázaro que anda y come, por fin. He resucitado convertido en vegetariano. Recuerdo la noche de la fauna ex viva tantos años después, al enterarme que el gobierno de Mongolia teme que el consumo indiscriminado de carne de marmota cruda origine una pandemia de peste bubónica. Tenemos un virus global por haber tratado a ciertos animales de manera homicida, con saña y crueldad. Ahora la nueva imagen del apocalipsis está asociada a otros animales exóticos al paladar, a los cuales uno supondría confortables y risueños en el zoológico, y no difuntos en el plato de alguien, que es también cliente de McDonald’s y Kentucky Fried Chicken, pues hoy la guerra contra los animales es a todo nivel. La democracia culinaria –sobre gustos no hay nada escrito– ha cruzado la raya. Para algo están los límites. Los animales tienen todo el derecho a rebelarse. En la novela Rebelión en la granja, de George Orwell, anhelaban una sociedad en la cual pudieran ser libres, iguales y felices. En Estados Unidos, los negros luchan hoy en día por conseguir lo mismo. 
 

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