Silvana Fernández

Del covid-19 a la reforma educativa: el poder de la palabra

Dentro de cuatro años deberíamos poder aplaudir de pie a los docentes de secundaria

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24 de julio de 2020 a las 21:19

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El combate a la pandemia covid-19 en Uruguay dejó muchas lecciones. Una de ellas es que la calidad de las decisiones de gobierno y de las políticas públicas mejora sustancialmente cuando los gobernantes disponen de asesoramiento técnico riguroso. Quedó claro, más en concreto, que para lidiar exitosamente con las exigencias de los tiempos que corren es preciso, por un lado, que exista una oferta potente de conocimiento científico y que, por el otro, esa producción sea demanda y utilizada por los gobernantes. Pero el éxito en la prevención del riesgo de desastre sanitario se explica, además, por otro factor tan o más importante que el anterior, que merece una reflexión adicional: el poder performativo de la palabra.

A esta altura es bien sabido que no hubiéramos podido evitar una escalada descontrolada de los contagios sin el ejemplar despliegue de comunicación liderado por presidencia desde el 13 de marzo orientado a persuadir a la población de la necesidad de quedarse “en casa”. Tanto por razones formales como de contenido, la comunicación presidencial fue acertada. Desde presidencia, en prime time, con toda la frecuencia que la crisis merecía, se fue informando diariamente de la evolución de la pandemia, de las medidas adoptadas, y lo más importante, se insistió una y mil veces en que la única forma de salir de la emergencia con el menor daño posible era con el compromiso de todos y cada uno de los ciudadanos.

A la campaña de comunicación del gobierno se sumaron muchas voces autorizadas. Parlamentarios, médicos, periodistas, comunicadores, líderes de organizaciones sociales y empresariales, cada uno en su medida, remó en la misma dirección. Resultado: sin cuarentena obligatoria, sin sanción más que la derivada de la vigilancia entre pares, la movilidad social se detuvo, y con ella la curva de contagios. Las encuestas reflejaron este giro copernicano del debate público: la inseguridad dejó de ser la principal preocupación de la población siendo superado por la pandemia covid-19. En resumen, la cadena causal fue: “enemigo invisible”, crisis sanitaria, liderazgo presidencial, debate público, compromiso ciudadano, desafío superado (ceteris paribus, si no bajamos los brazos, como dicen siempre Radi, Cohen y Paganini).

Me pregunto si no podremos replicar este ejemplo en otras áreas menos urgentes cuando se las compara con la pandemia, pero a mediano y largo plazo, todavía más importantes como la educación. Pese a los esfuerzos realizados por todos los gobiernos desde 1985 en adelante, no hemos podido desactivar todavía la bomba de tiempo. La combinación de fractura social generada por las crisis económicas cíclicas (1982, 2002), cambios en el mercado laboral (que demanda cada vez más mano de obra calificada), y defectos estructurales del sistema educativo (remito a los documentos de Eduy21), tiene como consecuencia una escandalosa tasa de deserción del sistema de enseñanza en el último tramo de la vida liceal. Esto es una bomba de tiempo, otro “enemigo invisible” devastador. Si no modificamos rápidamente la tendencia no habrá Mides que pueda reparar la fractura social y el incremento de personas en situación de calle, no habrá política económica que pueda resolver el drama del desempleo, y no habrá forma de evitar el deterioro de la calidad de la democracia (remito, ahora, a José Pedro Varela y el conocido vínculo entre educación y república).

Debemos replicar la experiencia del combate a la pandemia para mover el statu quo en la enseñanza media. Desde luego, con hablar no alcanza para combatir la deserción. Pero hablar es el punto de partida de cualquier gran cambio. La ciudadanía se comprometió con la política sanitaria del gobierno porque se le ofrecieron, sistemática y calificadamente, excelentes argumentos. Se apostó a la capacidad de discernimiento del público, y la sociedad respondió. Cuando José Mujica dijo “educación, educación, educación”, hace algo más de una década en un recordado discurso, cuando desde la investidura presidencial y gracias a su enorme elocuencia, insistió en la importancia de reformar la educación. Cuando los líderes políticos hablaron del tema, la educación trepó en el ranking de las preocupaciones ciudadanas (ver gráfico). Los resultados no fueron gloriosos. Pero al menos, se instaló nada menos que la Universidad Tecnológica del Uruguay (UTEC).

Fuente: Equipos-Mor

La educación siempre está presente en el debate público. Pero mucho menos de lo necesario para activar grandes cambios. Casi siempre se habla de educación, además, para insistir en su larga lista de defectos estructurales y en sus fracasos. ¿Qué tiene de raro que las familias no se comprometan a enviar a sus hijos a los centros educativos cuando escuchan decir, un día sí, y al siguiente también, que la educación pública es un desastre? Precisamos una gran política de comunicación, una gran alianza política y social, orientada a persuadir a padres, madres, y a los propios liceales, respecto a la importancia de terminar el liceo. Desde luego, esto tiene que ir acompañado de grandes cambios institucionales y pedagógicos de modo de no frustrar las expectativas generadas: entre otros, contextualización curricular, enseñanza por proyectos y descentralización de la gestión. Durante el 2020 aplaudimos a los médicos y a los científicos. Dentro de cuatro años deberíamos poder aplaudir, y de pie, a los docentes de secundaria. 

Adolfo Garcé es doctor en Ciencia Política, docente e investigador en el Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República

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