Roberto Echavarren

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Desde el mundo al español

Tres traductores profesionales de literatura, Roberto Echavarren, Cecilia Ceriani y Elvio Gandolfo, hablan de un oficio poco reconocido que requiere honestidad, paciencia y mucho trabajo
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05 de abril de 2013 a las 17:26

La versión definitiva de los libros escritos en lengua extranjera no es de los autores sino de los traductores. Este hecho evidente no los saca de todas formas de la oscuridad en la que se encuentran y en la que han estado siempre. Sus carreras y curriculum no son conocidos y los lectores comunes no suelen reparar en el nombre de quien escribió lo que están leyendo en su idioma.

Los traductores de ficción suelen ser escritores de ficción ellos mismos, aunque esto no siempre sea así. Quienes traducen poesía, por su parte, suelen ser poetas. El oficio es arduo, requiere de una gran paciencia y no está compensado económicamente de acuerdo al esfuerzo que impone. Ese problema suele resolverse con una vocación invencible: el traductor siente que su responsabilidad es enorme y tiene que ver directamente con los lectores, quienes merecen una versión honesta y esmerada de libros escritos en otro idioma.

Elvio Gandolfo, escritor y periodista argentino residente en Montevideo, es también traductor del inglés y del francés. Gandolfo ha estado relacionado con las letras desde todos los ángulos posibles: como editor, escritor, corrector, traductor y hasta tipógrafo. Calcula que hasta la fecha habrá traducido “ciento y pico de libros”, la mayoría del inglés, y tiene una definición muy concreta de lo que significa una buena traducción: “Hay una galaxia de sentido que forma la obra y otra que forma la traducción: tienen que parecerse; es más importante ese efecto general que algún error puntual de sentido. Si las tirás sobre la mesa y las dos se parecen, está todo bien”.

En un estilo muy coloquial, Gandolfo da otra pista para el manual de buenos traductores: “La clave es no cagarla con el tono”. Y agrega una crítica a sus colegas del otro lado del océano, con quienes tiene, en general, discrepancias de fondo: “Es común que las traducciones españolas le erren al tono. Llegan a poner una jerga madrileña que no se entiende ni en Andalucía”. De todas maneras, Gandolfo admite que, a su entender, el mejor traductor al castellano es un español: Miguel Sáenz.

Los consejos del escritor y traductor argentino son muy concretos, como éste: “Siempre entre lo correcto y lo que se usa, elijo lo que se usa”. Para él “te podés dar por satisfecho si hacés cuatro o cinco libros muy bien traducidos y no hacés ningún papelón, de esos que lo leés y decís, ´se mamó´”.

La gallega

La uruguaya Cecilia Ceriani vive en España y trabaja como traductora para la editorial Anagrama. Ceriani tiene un doctorado de filología inglesa y pronto le fueron encomendadas traducciones de autores que ella manejaba con soltura. Como Charles Bukowski, con quien debutó traduciendo la novela Hollywood.

Ceriani coincide en que el entusiasmo por la obra a traducir es algo muy importante, pero recuerda también los malos tragos: “Hay autores que son prestigiosos pero me parecen unos pelmazos y unos plomos y bueno, los hago. Pero el último que entregué, dije: no quiero más de esta señora, no puedo más con ella”.

La traductora dudó si revelar el nombre de la autora, pero lo reveló: Siri Hustvedt, la esposa del prestigioso autor estadounidense Paul Auster. “Traduje como cuatro libros de ella y ella quería que lo hiciera yo, pero ya no, no puedo más con ella. Es un tostón”.

Ceriani es muy crítica con las malas traducciones, a las que compara con un instrumento musical desafinado: “Cuando suena mal, te duelen las orejas”.

En cuanto a las “traducciones libres”, esos trabajos que suelen hacer los escritores consagrados y que le imprimen su estilo a los autores más diversos, Ceriani las rechaza: “Hay escritores de muy alto vuelo que se permiten esas libertades, como dicen que hizo Octavio Paz con los haiku japoneses. No estoy de acuerdo. Yo no lo hago. Me parece que no me está permitido hacerlo. Creo que es traicionar el texto”.

A la traductora uruguaya no le preocupa la competencia de las máquinas que traducen, aunque mejoren su performance día a día: “¿Están mejorando? ¿Tú crees que una máquina de ésas será capaz de traducir el Ulises? Por mucho que mejoren nunca tendrán la mezcla de cultura y sensibilidad necesarias”.

El poeta

Roberto Echavarren es un poeta uruguayo que también es editor y traductor. En esta última función debutó con El ocaso de los ídolos, de Friedrich Nietzsche, del alemán, pero su máximo orgullo está en la traducción de los poetas rusos, tales como Marina Tsvetayeva, Ana Ajmátova y Alexander Block. Echavarren también traduce del inglés y lo ha hecho con Shakespeare, John Ashbury y Wallace Stevens, poetas.

Echavaren entiende que es necesario ser poeta para traducir poesía. “Traducir poesía requiere una gran seriedad. De alguna manera es una cocreación, porque representa un trabajo sustancial sobre la textura del idioma”, señala.

Las claves del éxito no son fáciles: “Hay que tener mucho cuidado con la tensión. Lograr el máximo efecto con una gran economía de medios” y algo en lo que Echavarren insiste una y otra vez: “No hay que explicar; eso es de mal traductor”.

Otra cosa muy importante a la hora de traducir poesía es la música, según Echavarren: “Hay que encontrar, en español, la misma música del original. El ritmo del pensamiento del autor”.

Al igual que Ceriani y que Gandolfo, Echavarren no cree que haya alguna traducción imposible: “Una traducción es siempre limitada, pero nunca imposible”, afirma. Según él, no se debería traducir con rima, lo que considera que es muy arbitrario.

La fidelidad a la intención del autor y la honestidad en el trabajo son buenas costumbres en las que Echavarren, Ceriani y Gandolfo coinciden.

Gandolfo cree que los textos clásicos sobre la traducción fueron escritos por Borges, en tanto que Ceriani se refiere a un texto de Umberto Eco: Decir casi lo mismo.

Los tres afirman que hay un placer y un orgullo que son únicos del oficio.

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