Opinión > Economía

Desigualdad mina el desempeño económico

En Estados Unidos y Europa, la brecha entre quienes están en el medio y en la cima de la distribución del ingreso y la riqueza está creciendo rápidamente
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04 de febrero de 2019 a las 05:04

Por Michael Spence

Hace aproximadamente diez años, la Comisión sobre Crecimiento y Desarrollo (que presidí) publicó un informe que intentaba condensar 20 años de investigación y experiencia en un amplio rango de países en lecciones para las economías en desarrollo. Quizá la lección más importante fue que los patrones de crecimiento que no tienen un carácter exclusivo y alimentan la desigualdad por lo general fracasan.

La razón de este fracaso no es estrictamente económica. Quienes se ven afectados de manera adversa por los medios de desarrollo, junto con quienes carecen de suficientes oportunidades como para recoger sus frutos, cada vez se sienten más frustrados. Esto alimenta la polarización social, que puede conducir a inestabilidad política, estancamiento o toma de decisiones cortoplacista, con serias consecuencias a largo plazo para el desempeño económico.

No hay motivos para creer que la inclusión afecta la sustentabilidad de los patrones de crecimiento sólo en los países en desarrollo, aunque la dinámica específica depende de una cantidad de factores. La segunda dinámica hoy se está manifestando en Francia, con las protestas de los “Chalecos Amarillos” del último mes. La causa inmediata de las protestas fue un nuevo impuesto a los combustibles. El costo agregado no era tan grande (unos 30 centavos de dólares por galón), pero los precios de los combustibles en Francia ya eran de los más altos de Europa (aproximadamente US$ 7 por galón, incluidos los impuestos).

Mientras que un impuesto como éste podría fomentar objetivos ambientales al generar una reducción en las emisiones, plantea cuestiones de competitividad internacional.

En realidad, el estallido de las protestas de los Chalecos Amarillos tuvo menos que ver con el impuesto a los combustibles que con lo que representaba su introducción: la indiferencia del gobierno ante la situación de la clase media fuera de los centros urbanos más grandes de Francia. Con el aumento de la polarización en materia de empleos y de ingresos en todas las economías desarrolladas en las últimas décadas, el malestar en Francia debería servir como un llamado de atención para los demás. En la mayoría de los casos, las características distributivas adversas de los patrones de crecimiento en las economías desarrolladas comenzaron hace unos 40 años, cuando el porcentaje de la mano de obra en el ingreso nacional comenzó a declinar. Luego, los sectores industriales con un alto consumo de mano de obra en las economías desarrolladas empezaron a enfrentar una mayor presión de una China cada vez más competitiva y, más recientemente, de la automatización.

Durante un tiempo, el crecimiento y el empleo se mantuvieron, ocultando la polarización subyacente en el terreno del empleo y del ingreso. Pero cuando estalló la crisis financiera global en 2008, el crecimiento colapsó, el desempleo se disparó y los bancos a los que se les había permitido volverse demasiado grandes como para quebrar tuvieron que ser rescatados para impedir una crisis económica mayor. Esto expuso una inseguridad económica de amplio alcance, y a la vez minó la fiabilidad y la confianza en los líderes y las instituciones del establishment.

Sin duda, Francia, al igual que muchos otros países europeos, tiene su cuota de impedimentos para el crecimiento y el empleo, como los que están arraigados en la estructura y regulación de los mercados financieros. Pero cualquier esfuerzo destinado a abordar estas cuestiones debe ir de la mano de medidas que mitiguen y, llegado el caso, reviertan la polarización del empleo y los ingresos que ha venido atizando el descontento popular y la inestabilidad política.

Sin embargo, hasta ahora Europa ha fracasado abismalmente en este frente –y pagó un precio muy caro–. En muchos países, las fuerzas políticas nacionalistas y anti-establishment han ganado terreno.

La situación no es mucho mejor en Estados Unidos. Como en Europa, la brecha entre quienes están en el medio y en la cima de la distribución del ingreso y la riqueza –y entre aquellos en las ciudades principales y el resto– está creciendo rápidamente. Esto contribuyó al rechazo de los políticos del establishment por parte de los votantes, dando lugar a la victoria en 2016 del presidente norteamericano, Donald Trump, quien desde entonces ha puesto la frustración de los votantes al servicio de la implementación de políticas que sólo pueden exacerbar la desigualdad. En el más largo plazo, los patrones de crecimiento no inclusivos persistentes pueden producir una parálisis política u oscilaciones que van de una agenda de políticas relativamente extrema a otra. América Latina, por ejemplo, tiene una experiencia considerable con gobiernos populistas que implementan agendas fiscalmente insostenibles que favorecen los componentes distributivos por sobre las inversiones que mejoran el crecimiento.

Pero para volver al principio, las principales lecciones que muestra la experiencia en las economías en desarrollo y ahora desarrolladas son que la sustentabilidad en el sentido amplio y la inclusión están inextricablemente asociadas. Es más, los fracasos a gran escala en materia de inclusión frustran las reformas y las inversiones que sustentan el crecimiento a más largo plazo. Al mismo tiempo, debería buscarse el progreso económico y social de manera efectiva –no con una simple lista de políticas y reformas, sino con una estrategia y una agenda que implique una secuencia y un ritmo cuidadosos de las reformas y dedique más que una atención superficial a las consecuencias distributivas.

La parte difícil de construir estrategias de crecimiento inclusivo no es tanto saber adónde uno quiere terminar como descifrar cómo llegar allí. Y es difícil, razón por la cual el liderazgo y la capacidad para implementar políticas públicas ejercen un papel crucial. l

 

* Michael Spence, premio Nobel de Economía, es profesor de Economía en la Escuela de Gobernanza Stern de la Universidad de Nueva York y miembro sénior en la Hoover Institution.

 

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