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El asalto al Capitolio y los pecados de Washington

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15 de enero de 2021 a las 05:00

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Marx dice en El 18 Brumario de Luis Bonaparte que todos los grandes hechos de la historia se presentan dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa. Si hay dos sucesos que han sacudido a la democracia estadounidense en lo que va de siglo, estos son los atentados del 11 de septiembre de 2001 y el asalto al Capitolio del pasado 6 de enero.

El 11 de septiembre fue una tragedia en toda regla. En tanto que lo del miércoles de la semana pasada en el Capitolio fue —como advierte Marx— una completa farsa: la turba ingresando al recinto de la Cámara de Representantes e irrumpiendo en el hemiciclo del Senado, destrozando mobiliario y todo a su paso; un tipo con la cara pintarrajeada, el torso desnudo y un sombrero de cuernos y pieles de búfalo (como de cacique Sioux) parado en el podio del presidente del Senado; otro llevándose el atril de la presidenta de la Cámara baja… Todo un acto absolutamente esperpéntico, que por si fuera poco, ese mismo día se cobró la vida de cinco personas.

Un rato antes, frente a la Casa Blanca, el presidente Donald Trump había arengado a esa multitud a “marchar calle abajo por la Avenida Pensilvania” para detener “el fraude” en el Capitolio, que se disponía a certificar el resultado de la elección del 3 de noviembre. Pocas dudas pueden caber de que el discurso de Trump instigó los hechos que luego tuvieron lugar en el Congreso. El presidente de los Estados Unidos se convirtió en cómplice de una asonada contra la sede del Poder Legislativo. Un mamarracho inadmisible.

Por ello Trump será enjuiciado en el Senado, en un proceso de impeachment que ya inició la Cámara de Representantes; y aunque para entonces el neoyorquino ya habrá dejado la Presidencia, lo más seguro es que lo inhabiliten de por vida para ocupar cualquier cargo público.

Merecido se lo tiene, desde luego. Pero de nada habrá servido la caída de Trump si su anterior triunfo y su paso por la Casa Blanca, no es tomado como un escarmiento para el establishment por haberse olvidado de la gente. A Trump lo votaron cerca de 75 millones de personas. Parece ser bastante más que la sola derecha montaraz del llamado cinturón bíblico del sur y unos atormentados veteranos de guerra. Veteranos a los que, por cierto, siempre se les ha ensalzado como “patriotas” y se les ha dicho hasta la saciedad que iban a “salvar las libertades de América” en países como Irak, Siria o Afganistán. ¡Dígame usted!

Muchos de esos veteranos estuvieron el 6 de enero entre los revoltosos del Capitolio.

Pero volviendo a los pecados del establishment: la victoria de Trump en 2016, y esta masiva votación que recibió el pasado noviembre, están hechas de votantes de capas medias y clase obrera que en los últimos 30 años han sido devastadas por la globalización, la robotización y la financierización de la economía.

Las élites no pueden seguir ignorando esa realidad. No pueden ahora, pasado el bochorno de Trump, volver a “business as usual” y seguir gobernando con Wall Street y los lobbies de espaldas a la gente. No pueden seguir demonizando a quienes se oponen a sus políticas ensimismadas al interior del Beltway, y tratando de defenestrar a todo aquel que ose cuestionar lo que ahora solemnemente llaman “la integridad de la elección”, cuando se pasaron cuatro años diciendo que Trump había ganado la elección de 2016 por cuenta de una intervención rusa en los comicios.

En todo caso, lo que hay que hacer, para preservar sí la integridad de la elección, es establecer un padrón electoral y un sistema de credencial cívica, como hay en el Uruguay y en toda democracia con contrafuertes electorales que se precie. Aunque usted no lo crea, nada de eso existe en las elecciones de Estados Unidos, donde se puede votar con la licencia de conducir, y en algunos estados, hasta con el recibo de la luz o del teléfono. Esa es la “integridad de la elección”.

Por otra parte, por más pandemia que haya, parece un gran acto de irresponsabilidad haber promovido el voto masivo por correo, logrando así que más de 90 millones de sufragios se hayan emitido por esa vía. Un gran despropósito, que se da bruces con el sistema electoral de la democracia representativa, basado en las seguridades del voto presencial.

Por último, no pueden seguir las grandes plataformas digitales, como Twitter y Facebook, censurando a quien se les antoje, sea el presidente de Estados Unidos, sus seguidores más fanáticos o sus detractores más encarnizados. Mucho menos pueden simplemente bloquear las noticias que no les gustan, erigiéndose en una suerte de Miniver orwelliano.

Ya no corre el argumento de que estas son empresas privadas y que como tales se reservan el derecho de admisión a su propiedad. Estas plataformas se han convertido, por voluntad propia, en un ágora moderna, donde se discuten los asuntos públicos de casi todos los países del mundo. Ya no hay espacio para decisiones sobre sus usuarios globales como si se tratara de personas que asisten a una recepción en el patio de su casa.

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