“El marido de Elena estaba organizando una fiesta sorpresa para su cumpleaños. Él invitó a Sara, una amiga de ella, y le dijo: ‘No le cuentes a nadie, y menos a Elena’. El día antes de la fiesta, Elena estaba en la casa de Sara y Sara volcó un café sobre un vestido nuevo que estaba colgado sobre su silla. ‘¡Oh!’, dijo Sara, ‘¡Yo iba a usar este vestido en tu fiesta!’. ‘¿Qué fiesta?’, preguntó Elena. ‘Vamos’, dijo Sara, ‘veamos si podemos sacar la mancha’”. En esta anécdota, ¿alguien dijo algo que no debió decir o algo inconveniente?
Cuando a quienes están presos en Uruguay por homicidio o por delitos de estupefacientes se les hacen preguntas como estas, su capacidad de entender que alguien “metió la pata” está más descendida que aquellos uruguayos en libertad.
Ambos —los sujetos en el encierro estudiados y aquellos “normales” que están en libertad— tienen edades similares, no presentan alteraciones metabólicas que afectan su cerebro, han terminado la escuela, saben leer y escribir, y fueron capaces de comprender la anécdota. Pero la mente de unos y otros —o mejor dicho la capacidad mental de comprender y reflexionar sobre el estado mental de uno mismo y de los demás— parece “razonar” distinta. Al menos eso es lo que descubrió en su tesis de maestría en Ciencias Cognitivas Francesca Mariani, de la Universidad de la República, en un estudio que implicó un promedio de tres horas y dos sesiones con 27 recluidos en el exComcar y la cárcel de mujeres por haber cometido homicidios a sangre fría.
La teoría —la teoría de la mente en la que se basa esta investigación— sugiere que los bebés, cuando tienen tan solo un año y medio de vida, ya empiezan a comprender las intenciones y creencias incorrectas. Qué está bien hacer o decir y qué no. Cuando se superan los dos años, y hasta cerca de los cuatro años de vida, el humano comienza a realizar inferencias sobre las creencias de otra persona respecto a un tercero. Y a los ocho años ya es posible darse cuenta que Sara —la chica de la historia del cumpleaños sorpresa— metió la pata al no haber guardado un secreto.
Salvo los psicópatas patológicos, la mayoría de los humanos cargan con esa “facultad de advertir” intenciones o pensamientos de los demás para no vivir bajo la ley de la selva en que “gana el más fuerte”. Una persona camina por la calle, observa a un grupo cuchicheando y, por lo general, es capaz de darse cuenta que no necesariamente están hablando mal de uno, es capaz de comprender que los otros pueden pensar distinto que uno, y es capaz de entender que la forma de resolver una diferencia no es a los tiros.
Cuando Mariani estudió a los 27 homicidas —y a un número similar de presos por delitos no violentos como los de estupefacientes— descartó que fueran psicópatas patológicos. Puede que algunos tengan rasgos psicopáticos, pero ninguno obtuvo en las pruebas puntajes que lo etiqueten como tal.
Descartada la patología, la duda de Mariani era si el homicidio depredador —como le dicen los técnicos a esos asesinatos a sangre fría— guardaba una relación con funciones cerebrales y si existían desviaciones en su teoría de la mente.
Los homicidas, comprobó la investigadora uruguaya, tenían una desviación respecto a aquellos que no estaban privados de libertad; sobre todo en esa parte más “cognitiva” de inferir creencias o intenciones de los otros. Pero, para su sorpresa, esa desviación también estaba presente en otros presos que habían cometido delitos no violentos. Por lo cual —con la advertencia de que aún falta más evidencia para sacar conclusiones— podría pensarse que en el acto de delinquir —de manera violenta o no— “está jugando un componente cognitivo y no tanto emocional” que aparta a esas personas de las normas sociales.
La literatura científica sugiere que en la parte delantera del cerebro, esa que está más cerca de la frente y detrás de los ojos, esa que los biólogos llaman corteza prefrontal, yacen las funciones de planificación de las decisiones que tomamos, las voluntades de actuar o no, la empatía. Porque si en la parte trasera del cerebro reposa la base de los clásicos sentidos —ver, oír, escuchar…—, en la más delantera está el rasgo de personalidad dentro del cual reposa la teoría de la mente.
Los científicos lo conocen hace tiempo. Phineas Gage era un trabajador ejemplar del ferrocarril. A las cuatro y media de la tarde del 13 de setiembre de 1848, cuando Gage y sus colegas estaban perforando la roca con dinamitas para construir vías de trenes nuevas, algo salió mal: la barra de hierro con la que apretaba encendió una chispa que activó una detonación. En el accidente la barra de hierro perforó el cráneo de Gage justo en la parte delantera de la cabeza, quien, milagrosamente, sobrevivió. Tras la larga recuperación, el trabajador volvió a moverse, recuperó los sentidos, pero su personalidad cambió por completo. Dejó de ser el empleado ejemplar, no sentía empatía por nadie, era apático. Una revista científica del momento lo describió así: “El equilibro entre sus facultades intelectuales y sus instintos animales parece haber sido destruido. Él es irregular, irreverente, entregándose en ocasiones a la blasfemia más grosera”. ¿La explicación? Su corteza prefrontal había sido dañada.
Nada hace pensar que los homicidas y otros delincuentes presos en Uruguay tengan tamaña afectación cerebral. Pero la investigación de Mariani sugiere, por primera vez en el país, que los presos presentaron un “funcionamiento deficitario en las pruebas de teoría de la mente cognitiva”, lo que “podría vincularse al hecho disruptivo con la norma social y no tanto con el acto violento en sí mismo”.
¿Los homicidas y los presos por estupefacientes no se diferencian en nada? Mariani no logró una conclusión, por la sencilla razón de que escapaba a la capacidad de su investigación, pero su estudio dejó una pista: dentro de la escala que mide la desviación social, la magíster en Ciencias Cognitiva advirtió que los homicidas a sangre fría obtenían peores puntajes en las pruebas sobre tendencias al aburrimiento, la ausencia de metas realistas a largo plazo, irresponsabilidad e impulsividad.
Por ejemplo: los 27 homicidas testeados reconocían tener más peleas físicas con sus pares que aquellos presos por otros delitos, admitían que cambiaban con frecuencia de trabajo por motivos injustificados o por conflictos con otros compañeros, que dejaban las tareas por la mitad sin un plan b, o sus objetivos laborales no coincidían con su formación alcanzada.
En las cárceles uruguayas menos del 4% de los presos están penalizados por haber cometido un homicidio. Casi la mitad de los presos cometieron hurtos, un delito contra la propiedad privada y sin violencia. Pero los investigadores Juan Bogliaccini y Emiliano Tealde, ambos de la Universidad Católica del Uruguay, descubrieron que quienes reinciden en la prisión suelen estar más vinculados a delitos violentos que aquellos no violentos. Así consta en un estudio financiado por el Ministerio del Interior y la ANII que verá la luz próximamente.
¿Se explica por cuestiones sociales? ¿La mente es distinta? ¿O ambas cosas? Los científicos uruguayos intentan, cada vez más, acercarse a la respuesta.
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