La posibilidad –ahora aceptada– de que el Frente Amplio pudiese perder la mayoría legislativa o enfrentar un balotaje aleatorio en las presidenciales, o una combinación de ambas, ha despertado un súbito temor por la falta de gobernabilidad que podría producirse si el Ejecutivo debiese lidiar con un Parlamento cuya mayoría no controlase.
Podría tratarse de un recurso electoral, al sembrar la idea de la necesidad de contar con un gobierno monopartidista, confundiendo deliberadamente gobernabilidad con unanimidad. O de una preocupación auténtica ante el riesgo de una oposición paralizante que impidiese la formación de leyes sistemáticamente e impusiera normas insensatas.
Pero con cualquier modelo legislativo existiría siempre la posibilidad de que el Parlamento no tuviese mayoría automática, o que esa mayoría fuera de signo opuesto a la del presidente. La hegemonía del Frente Amplio alejó tal eventualidad, al tratarse de una coalición de partidos con pactos internos, que compiten en un virtual sistema de lemas.
Si una alianza obtiene la mayoría parlamentaria, como ha ocurrido hasta ahora, la verticalidad está garantizada, porque la discusión se produce en el seno de la coalición, una práctica de relativo valor democrático, de partido único, teniendo en cuenta que los miembros del Frente Amplio se han arrogado la propiedad de las bancas que obtienen sus legisladores, con lo que más que un modelo de poliarquía, se trata de un esquema de obediencias debidas.
Esa rigidez garantiza la gobernabilidad y el cumplimiento de uno de los paradigmas de la democracia, el respeto por la voluntad de las mayorías, delegada a los legisladores que la ceden por endoso al frenteamplismo. Pero no garantiza el segundo paradigma, que es el respeto por el derecho y la opinión de las minorías, cuya suma finalmente constituye la gran mayoría nacional.
Fenómenos como los de Trump o Bolsonaro, evidencian que la suma de esas minorías desoídas constituyen mayorías, que cuando encuentran un canal de expresión electoral terminan configurando una alianza sin partidos que se impone a las estructuras monolíticas. Solo reaccionan ante el olvido al que las democracias las han sometido.
Nicholas Kamm / AFP Este criterio del monopolio de los partidos, que han hecho creer que son sinónimo de democracia, no es exclusivo de Uruguay, se observa mundialmente, al igual que las reacciones cada vez más disruptivas que provoca, que se descalifican atacando la personalidad de los candidatos que esas tendencias llevan al poder, ocultando así las protestas de los disconformes, que se siguen calificando de minorías cuando, en realidad, son una mayoría.
De eso se trata el Parlamento, desde el siglo XIV hasta hoy, o hasta hace poco. De impedir los abusos del rey, de la mayoría, de ciertas clases sobre otras. Muy en especial en la formación de leyes impositivas, de redistribución de riqueza, pero más importante, en reglas que distorsionen o diluyan el orden social, que son más costosas que un simple impuesto porque destruyen el bienestar moral.
El desafío de las grandes naciones es gobernar y gobernarse con esas minorías, con los acuerdos, alianzas, concesiones y sacrificios que impone el respeto por cada tendencia, por cada idea, por cada ciudadano. El Parlamento perfecto no debería tener mayorías automáticas. En un mundo decente, claro. Los países que crecieron con prácticas dictatoriales pueden ser grandes potencias, pero no grandes naciones.
Las modernas (en su acepción temporal) concepciones prefieren entender por control parlamentario una auditoría, evitar la corrupción, que de todos modos tampoco se evita. Un truco idiomático. Control parlamentario implica la negociación continua, impedir los excesos de poder, el triunfo de la idea única, las revanchas, los odios de clases y asegurar la máxima representatividad en la formación de leyes.
Por supuesto que tal concepto puede dar cabida a modos de sabotaje político o de oposición a mansalva –el vecino peronismo es un ejemplo irrefutable. Pero es la ciudadanía la que debe corregir esos extremos. Como siempre lo ha hecho. Para ello, se la debe dotar de todas las libertades legales, emanciparla de los formatos monopólicos de poder, como es casi siempre el caso de los grandes partidos, que, en un paso de grand guignol, actúan como enemigos ante el público, pero en la defensa de su monopolio son inseparables amigos.
Por supuesto que tal concepto puede dar cabida a modos de sabotaje político o de oposición a mansalva –el vecino peronismo es un ejemplo irrefutable
Si a esa falta de unanimidad, de obediencia, de discrepancia, si a la representación de las minorías se le llama falta de gobernabilidad, las sociedades están ante un problema grave, casi un paso previo a la autocracia o a situaciones peores. Los sistemas semiparlamentarios propenden más a la autocracia que los sistemas parlamentarios puros, donde en general, tanto el Ejecutivo como el Legislativo pueden ser removidos ante una falta de acuerdo sobre temas fundamentales. Los sistemas mixtos no lo permiten. Por eso son muy apreciados por los políticos, que pueden perpetuarse con comodidad, postergando la sanción a sus errores para las próximas elecciones, donde el voto se diluirá.
Si a esa falta de unanimidad, de obediencia, de discrepancia, si a la representación de las minorías se le llama falta de gobernabilidad, las sociedades están ante un problema grave, casi un paso previo a la autocracia o a situaciones peores.
Sería sano que los partidos se habituasen a la formación de alianzas para poder gobernar. Permanentes, semipermanentes o específicas. Pero esas alianzas deberían ser posteriores a cada elección, no anteriores, no un frente o una coalición electoral. De ese modo se aseguraría mejor la representatividad, se harían más transparentes los porqués de los acuerdos, y se serviría mejor a los ciudadanos.
Lo que los políticos llaman ingobernabilidad, en rigor es la incomodidad a la que tendrían que estar sometidos siempre. Uruguay, considerado una de las más puras democracias del mundo, debería saberlo. l